Por qué lo “woke” va a tocar techo: las razones de la izquierda

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Llámenlo “neouniversalismo”, liberalismo político clásico o simple hastío con una visión del mundo que reduce la vida social a un conflicto permanente entre opresores y oprimidos. A los heterodoxos de centroizquierda que en su día se jugaron sus puestos de trabajo por denunciar el iliberalismo woke, se les van sumando otros izquierdistas que aconsejan combatir el racismo sin caer en un juego de suma cero.

A menos de una semana para las elecciones legislativas de Estados Unidos (8 de noviembre), una de las incógnitas es cómo influirá en el voto el apoyo del Partido Demócrata a causas o doctrinas woke, sobre todo el de algunos de sus miembros a las más impopulares como el movimiento a favor de reducir el presupuesto de la policía (“Defund the Police”) o el antirracismo de Ibram X. Kendi.

Ahora que el rechazo a Donald Trump ya no sirve como factor unificador de las facciones de la izquierda, las divisiones internas quedarán más expuestas. Se ha visto durante la campaña: izquierdistas de peso como Bernie Sanders pidieron a los demócratas que se centraran en la economía, mientras otros vieron en el aborto la gran baza electoral.

Versos sueltos

La incertidumbre es grande, y el factor woke podría ser relevante. Hace un año, con Joe Biden ya en la Casa Blanca, el republicano Glenn Youngkin –un empresario sin experiencia política, de tono moderado– ganó las elecciones a gobernador de Virginia frente a un veterano demócrata, Terry McAuliffe. Además de hablar mucho de economía, el republicano mantuvo un discurso muy firme contra la implantación de la teoría crítica de la raza en las escuelas. El demócrata subestimó esa preocupación y recibió duros reproches por declarar que “los padres no deberían decir a las escuelas lo que tienen que enseñar”.

En cambio, en otras elecciones celebradas el mismo día que las de Virginia, el excapitán de policía Eric Adams –demócrata y afroamericano de orígenes modestos– logró holgadamente la alcaldía de Nueva York frente a su rival republicano. Pero lo hizo saliéndose del guion woke defendido por su partido: prometió mano dura contra la delincuencia y reivindicó con orgullo el sueño americano.

Otro demócrata que ha optado por tocar su propia partitura es Tim Ryan, que protagoniza una de las contiendas más interesantes del próximo 8 de noviembre. Con una campaña muy pegada a las preocupaciones de la clase trabajadora, se disputa un escaño en el Senado por Ohio con el republicano J.D. Vance, otro heterodoxo. Tras la derrota de Hillary Clinton en 2016, Ryan ya advirtió que la marca demócrata se estaba volviendo “tóxica” por no conectar con los asuntos que inquietan a muchos votantes.

Combatir el racismo sin ser “woke”

Indicios como estos llevaron a algunos estrategas demócratas a pedir a los suyos que moderasen su wokeísmo durante la campaña. El caso más sonado fue el de David Shor, quien llegó a prescribir a los demócratas que evitaran hablar de cuestiones relacionadas con la raza y la inmigración.

Su principal argumento es que hoy el Partido Demócrata está dirigido por unas élites blancas, de buen nivel económico y educativo, que han llegado a tener posturas más a la izquierda en esos temas que las que mantienen las propias minorías a las que buscan proteger, un fenómeno documentado por otros analistas.

Otros estrategas demócratas, como Ruy Teixeira o John Halpin, no llegan tan lejos, pero sí recomiendan alejarse de la política identitaria y de las posiciones extremas de Ibram X. Kendi, para quien toda desigualdad entre grupos raciales es fruto del racismo sistémico.

Al consejo de Shor se opone Ian Haney López, fundador del Race-Class Narrative Project, una iniciativa que busca hacer más atractivo el discurso de la izquierda sobre temas raciales. En su opinión, el Partido Demócrata tiene que seguir abanderando estas cuestiones, pero debe hacerlo con una narrativa que tenga más en cuenta las disparidades surgidas de la clase social.

Aunque el proyecto no está exento de tics identitarios, supone un avance respecto del resentimiento woke. Aquí el objetivo no es desmontar una civilización asentada sobre el “privilegio blanco”, sino lograr –según explica la web del proyecto– “un país multirracial en el que todos tengan oportunidades económicas”.

Volver a la igualdad ante la ley

Más allá de estrategias electorales, ¿cuál es la objeción de fondo que cierta izquierda pone a la ideología woke? El núcleo del problema lo detectó muy bien el historiador de las ideas Mark Lilla, uno de los primeros izquierdistas en denunciar la deriva identitaria del Partido Demócrata. Según él, si el progresismo clásico aspiraba a garantizar “los mismos derechos y la misma protección social para todos”, desde los años 70 del siglo pasado la izquierda está volcada con los derechos de los colectivos que se definen por rasgos identitarios como la raza, el sexo o la orientación sexual.

A su juicio, este enfoque fue necesario para promover la inclusión de los discriminados, pero tanto énfasis en la diferencia ha terminado por erosionar el marco político común y ha dejado atrapado al país en un “divisivo mundo de suma cero”, donde cada grupo se siente agraviado por lo que consigue el otro.

Hoy este argumento lo repiten los “neouniversalistas”, como llama el mencionado John Halpin a esas “almas descarriadas” de la izquierda, la derecha y el centro a las que une una visión de la ciudadanía “basada en la creencia fundamental de que todas las personas somos iguales en dignidad y derechos”.

Entre otras cosas, esto implica dejar de tratar a las personas “de forma diferente en función de su sexo o del color de su piel, de su lugar de nacimiento o de sus creencias” y garantizar, además de los mismos derechos legales, “las oportunidades económicas necesarias para llevar una vida decente y plena”, con acceso a bienes básicos como el empleo, la vivienda, la educación y la atención sanitaria.

Desventajas de partida

Y esto que dice Halpin ¿cómo lo consiguen los colectivos que parten con desventaja por la discriminación que sufrieron en el pasado o que siguen padeciendo ahora? Aquí es donde los partidarios de la política identitaria –también conocida como “políticas de la diferencia” o “del reconocimiento”– piden honestidad: ¿cómo hablar de igualdad ante la ley a quienes vienen de muy abajo, por la privación de derechos y oportunidades que padecieron sus abuelos? De ahí que los identitarios pongan el foco en la igualdad de resultados y en la que consideran la herramienta más eficaz para conseguirla: la discriminación positiva.

En declaraciones al veterano periodista Thomas B. Edsall, Halpin admite que las medidas de trato de favor fueron necesarias para “desmantelar legalmente la discriminación racial y de género” que arrastraba la sociedad estadounidense. Pero tras 50 años de enormes progresos cree que la discriminación positiva “resulta difícil de defender desde el punto de vista constitucional”. Lo que sí cabe hacer, añade, es ayudar de forma especial en función de otros criterios, como los ingresos familiares o el deterioro de los barrios.

Casi tres cuartas partes de los adultos estadounidenses consideran que la raza o el origen étnico no deberían contar en la admisión a las universidades

Cortar la espiral de resentimiento

La discriminación positiva es una medida política que admite argumentos a favor y en contra. Defenderla no es wokeísmo. Lo que sí es woke (e iliberal) es impedir el libre debate y plantear un chantaje, como hace Kendi: o apoyas la discriminación positiva o eres racista.

Este es el tipo de argumentos que enardece a los blancos de clase trabajadora que votaron a Trump: no solo se les niega las ayudas (cuotas, becas…) que reciben otros grupos, sino que se les tacha de racistas si protestan. Al final, tienen la sensación de que las minorías beneficiadas de esa forma se han colado en la fila del sueño americano que ellos llevaban tiempo haciendo, como explicó la socióloga de las emociones Arlie Hochschild. Y el resultado no puede ser otro que el resentimiento y el victimismo identitarios, que tanto explotó Trump.

¿Una política obsoleta?

Este es el debate “prohibido” que ahora quiere tener The New York Times a raíz de dos casos pendientes ante el Tribunal Supremo: uno contra la Universidad de Harvard y otro contra la Universidad de Carolina del Norte. Spencer Bokat-Lindell resume en un valioso artículo las posiciones de algunos de sus colegas del Times y de otros medios. Básicamente, cabe distinguir tres posturas:

— La de quienes se oponen por principio a la discriminación positiva. Uno de los argumentos que emplean es que toda medida de trato de favor por motivos raciales a un grupo supone un agravio comparativo al resto: ¿por qué dar preferencia a un estudiante negro o latino en vez de a un asiático?

— La de quienes simpatizan con la justificación inicial de esta política, pero creen que ahora ha perdido sentido. Un dato citado en el artículo: el 71% de los negros, latinos y nativos americanos que estudian en Harvard vienen de hogares que superan la media nacional de ingresos y que cuentan con un buen nivel educativo.

— La de quienes sostienen que la discriminación positiva sigue siendo necesaria para corregir y para compensar las injusticias del pasado y sus efectos secundarios, que siguen privando de oportunidades en el presente. Además, está la justificación que admitió el Tribunal Supremo estadounidense en 1978: las universidades tienen un interés legítimo en garantizar la diversidad entre sus alumnos.

Este es el fundamento más discutido hoy, explica Bokat-Lindell. Y las recientes vistas orales ante el Supremo en los dos casos sugieren que esta política podría haberse vuelto obsoleta. Es lo que se desprende de las intervenciones de los magistrados conservadores. Pero, como recuerda el periodista del Times, ya la progresista Sandra Day O’Connor predijo en otro caso de 2003 que la discriminación positiva podría perder su sentido de ahí a 25 años.

En cualquier caso, los datos de 2019 del Pew Research Center muestran que la discriminación positiva no es una política popular en la actualidad: casi tres cuartas partes de los adultos estadounidenses –incluida la mayoría de negros, latinos y asiáticos encuestados– consideran que la raza o el origen étnico no deberían ser factores que cuenten en la admisión a las universidades.

Los resultados de las elecciones del 8 de noviembre permitirán hacerse una idea de si el Partido Demócrata querrá (o podrá) seguir metiéndose en estas batallas.

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