En su última serie –Los años nuevos– Rodrigo Sorogoyen recrea bien uno de los planes que todo urbanita madrileño, medianamente situado y sin hijos, aspira a hacer al menos una vez en la vida. Coger el coche, “bajar a Valencia”, tomarse una paella viendo el mar y volver a dormir de nuevo al asfalto madrileño.
En las últimas semanas, ese “bajar a Valencia”, desde Madrid y desde otras ciudades de España, ha tomado un matiz diferente: menos festivo, menos pijo, pero más eficaz y, yo diría, que incluso necesario. Cientos de voluntarios “bajan” a Valencia cada fin de semana para echar una mano en localidades como Paiporta, Picanya, Sedavit o Chiva.
Yo bajé hace unos días. Mentiría si negara que, además del deseo de echar una mano, me movió el interés periodístico. Llevo unas semanas entrevistando a voluntarios y víctimas, siguiendo la información al minuto o analizando el clima de desinformación que ha provocado la DANA pero faltaba pisar el terreno. Es arriesgado escribir sobre la DANA sin pisar Paiporta. Era algo que intuía. Y que ahora ya lo sé.
Por mucho que uno haya leído o haya visto –videos, fotos, entrevistas, reportajes–, hay que bajar al barro. Porque desde ese barro se entienden mejor algunas cosas.
Se entiende que lo que ha ocurrido es una catástrofe natural. Y que, como toda catástrofe natural, tiene un punto de inevitable. Que eso no significa que no tenga que dimitir en esta crisis hasta el apuntador, pero hay algo que se escapa a nuestro control. Sobrecoge ver –ahora ya casi seco– el pequeño barranco del Poyo e imaginar que llegara a contener cinco veces el caudal del Ebro.
Se entiende que, desde el 29 de octubre y hasta dentro de muchos meses, lo que ha ocurrido, y está ocurriendo, es una emergencia nacional. Y duele que, durante horas, los políticos perdieran un tiempo precioso en burocracias. El paisaje –tres semanas después– es apocalíptico. Es un escenario de guerra. No sobra ni un militar sobre el terreno.
Se entiende la rabia de los vecinos. Acercarse a Picanya, Paiporta o Sedaví es acercarse a gente que, en el mejor de los casos, ha perdido su casa, su coche o su negocio. Acercarse a personas que, mientras dedican doce o catorce horas de su día a quitar barro, te cuentan la angustia de aquellas primeras horas que, en algunos casos, fueron días. Muchos, separados de sus hijos o de sus padres, sin poder contactar con ellos. Si no te lo cuentan ellos, es difícil imaginar lo que supone estar encerrado tres días sin internet, sin móvil, sin radio. Sin más contacto con el exterior que el sonido de las sirenas. Sin saber si esa ambulancia ha recogido a tu padre, a un vecino o a un amigo. Ni si ha rescatado un cuerpo con vida o un cadáver. ¿Cómo no vas a entender su ira? Y ¿cómo no vas a entender su indignación cuando explicas esa ira diciendo que son grupos de ultras organizados?
Y se entiende, sobre todo, el valor que para los vecinos de estas localidades han tenido los voluntarios. También en esto, por mucho que leas, es difícil imaginar lo que está pasando en Valencia. Es un voluntariado un tanto anárquico, sí, pero que está resultando imprescindible. Porque hacen falta camiones en las calles, pero hay garajes donde lo que se necesita es gente, mucha gente, con una pala. Y con horas, muchas horas, por delante. Y hacen falta militares –ya lo he dicho–, pero también cocineros, porque los vecinos han perdido sus cocinas, no hay apenas supermercados, no tienen coches para ir a comprar nada y, en cualquier caso, están quitando barro. Y hace falta lejía, y guantes, y mascarillas y medicinas… pero te las tienen que traer porque, de momento, tú no puedes ir a ninguna parte.
Una vecina de setenta años me contaba que, si no llega a ser por los voluntarios, probablemente se habría suicidado después de la riada: “He perdido todos mis recuerdos, todos mis muebles, casi me quedo sin casa… pero no he estado sola. Yo soy atea –me contaba–, ellos venían de una iglesia y han estado aquí acompañándome y ayudando en lo que hacía falta. Eran casi todos latinos y han sido mis ángeles”.
En las horas que pasé en Valencia conocí a una joven profesora que había venido con un camión con objetos de limpieza ¡desde Mallorca! Y a una pareja de Guadalajara que venía con medicinas: las habían dejado en una residencia de ancianos y ahora preguntaban qué podían hacer. Otro vecino septuagenario captó el ofrecimiento al vuelo: “Si me mueves este sofá y limpiamos el suelo…” Y a un grupo de chavales que salieron de la nada y primero sacaron un coche que se había quedado atrapado, de nuevo, en el barro para bajar después a un garaje y seguir sacando fango. Hasta que se hiciera de noche. También tuve la oportunidad de ver cómo la iglesia de Paiporta ha retomado el culto. La misa del domingo es a las 17:00, antes de que sea de noche, porque el suministro de luz todavía es escaso. La iglesia estaba llena. Muchos de los que asistían eran voluntarios con los monos llenos de barro. Nunca me pareció un outfit dominical tan apropiado como ese.
Cuando uno pisa Paiporta entiende que en Valencia no sobra el Ejército, ni la ayuda, ni la atención de los medios, ni ningún voluntario. Y que, desgraciadamente, no va a sobrar en muchos meses.
De cada uno depende no olvidarlo y, de una manera o de otra, seguir “bajando a Valencia”. En el barro de Paiporta se conserva la memoria.
Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta