Si tuviéramos la posibilidad de presionar un botón y alterar nuestra apariencia radicalmente, así, como por arte de magia, ¿cómo cambiaría la forma en que nos relacionamos con nuestro cuerpo? ¿Y nuestras expectativas sobre los de los demás?
Muchos piensan, al menos aquellos que no los conocen de cerca, que esto es lo que ha introducido Ozempic y los medicamentos GLP-1: la posibilidad de alterar nuestro cuerpo, sin esfuerzo, a nuestro antojo, olvidándose de las dietas, el ejercicio y los cambios en el estilo de vida.
La realidad es que en Occidente se lleva utilizando la tecnología para alterar y cambiar al antojo el cuerpo desde hace mucho tiempo. Eso sí, los medios han cambiado: mientras que hace veinte años las cirugías estéticas eran intervenciones dramáticas y dolorosas, que tardaban meses en sanar, los procedimientos modernos, como el bótox, son poco invasivos y menos caros. De hecho, su aplicación cada vez se está extendiendo a más sectores de la sociedad, incluso a los adolescentes. Según el último Estudio de dimensionamiento e impacto social de la Medicina Estética en España (2021), el 40% de los españoles se ha hecho una intervención de este tipo. Procedimientos que aumentaron un 215% entre el 2014 y el 2021, según la Sociedad Española de Cirugía Plástica, Reparadora y Estética (Secpre).
Según señala Arianna Johnson en la revista Forbes, las inyecciones de neuromoduladores, como el bótox, fueron las intervenciones más realizadas en 2023 en Estados Unidos, una tendencia que atribuye al boom de los medicamentos GLP-1, pues su uso hace que los tejidos de la cara pierdan elasticidad.
No es esta la única forma en que la llegada de Ozempic y otros medicamentos similares ha dado un nuevo impulso a la obsesión por la imagen. Aunque su uso debería limitarse a una finalidad médica (como tratar la diabetes o la obesidad, que son condiciones patológicas), hay quien ha visto en estos fármacos un “atajo” para modelar el propio cuerpo según criterios meramente estéticos.
El problema de esto no es solo que se puedan malgastar recursos escasos en personas que no lo necesitan, sino también que el uso no sanitario de estos medicamentos acabe reforzando una visión del propio cuerpo como un objeto expuesto a la validación de los demás. Al fin y al cabo, mientras que en el campo de la salud solemos dejar la valoración en manos de expertos, y habitualmente nos conformamos con no sentirnos mal, cuando se trata de la estética todas las opiniones parecen cualificadas, y la frontera de lo que es “suficiente” resulta muy borrosa.
El “body positivity”: una lucha por la imagen, no por el cuerpo
Años antes de que aparecieran estos medicamentos, el movimiento de aceptación corporal –o “body positivity”, como se dice en inglés– se había vuelto muy popular. Más que un cambio político o civil significativo, lo que buscaba era un cambio en la cultura popular, y tal vez en el arte, sobre la representación de los diferentes tipos de cuerpos. Quería que todos se sintieran cómodos y representados.
Detrás del “body positivity” late una idea similar a la que impulsa a alterar el cuerpo con bótox: la persona vale por su apariencia, por la representación de esta ante otros
Una de las canciones más escuchadas de la década de 2010 fue All about that bass, de Meghan Trainor, un himno que buscaba celebrar “todos los cuerpos”. Modelos “plus- size” empezaron a salir en portadas de revistas más importantes, como Vogue o Sports Illustrated. Actrices antes relegadas a roles estereotipados de “amiga gorda», los dejaron de lado. En 2019 se canceló el “Victoria Secret Fashion Show” como respuesta, en parte, a las fuertes críticas del público por no ser lo suficientemente inclusivo.
Sin embargo, al mismo tiempo que los vientos de la cultura parecían soplar a favor del body positivity, a través de internet, y especialmente de las redes sociales, se extendían comportamientos de signo contrario, como la “dismorfia del selfie” o el “instagram face”. El deseo de retocarse el cuerpo con cualquier tecnología que estuviera al alcance, especialmente entre los más jóvenes
A primera vista, es difícil entender cómo estas dos realidades se dieron simultáneamente. Sin embargo, la reivindicación de los cuerpos “distintos” que hacía el “quiérete a ti mismo” y los sentimientos de culpa manifestados por los casos de dismorfia eran dos caras de la misma moneda: la obsesión con la imagen. En realidad, el body positivity no luchaba por la autoaceptación personal del cuerpo tal como era, sino por que la cultura de consumo audiovisual aceptara entre sus cánones otras figuras. Quería que todos los cuerpos fueran vistos como hermosos, como deseables. Las categorías de “delgado” y “obeso” dejan de ser médicas y se convierten en estéticas.
Esa idea, que el valor del cuerpo radica en cómo se ve, es la misma que impulsa a quienes lo alteran con bótox o ácido hialurónico. Por más que el cometido principal del body positivity fuera, en teoría, la aceptación y bienestar social de quienes tenían kilos de más, al utilizar la imagen y la representación como su arma principal, el movimiento quedó vacío.
Que la batalla del body positivity se librara en las redes sociales influyó mucho en este enfoque centrado en la apariencia, y lo distanció claramente de su precedente, el “fat activism”. Este movimiento, que tuvo su momento de gloria en los años 60, tenía una orientación marcadamente política. Cuestionaba el sistema de salud y pedía abiertamente cambios concretos para erradicar la discriminación a la que las personas con sobrepeso se enfrentaban –como por ejemplo, los espacios limitados o la falta de atención médica “seria” hacia su problema–.
Algunos “influencers” que han recurrido a medicamentos como Ozempic por motivos de salud han recibido críticas de activistas del “body positivity” por, supuestamente, haber traicionado al movimiento
En 1967, 500 personas se reunieron en Nueva York para “celebrar ser gordas”, según reportó entonces el New York Times. El organizador, Steve Post, un periodista de 23 años, señaló que convocó al evento porque se sentía discriminado. Su cometido principal era quitarle importancia al valor estético del peso. Dejar de sentirse culpable por cómo se veía.
Perder peso es “traicionar” al movimiento
La llegada de Ozempic y otros medicamentos similares ha facilitado mucho la tarea de perder peso rápidamente. Pero en una cultura digital dominada por la apariencia y por las etiquetas, algunos promotores del body positivity que han tomado estos fármacos por motivos de salud se han convertido, de la noche a la mañana, en blanco de la ira de antiguos seguidores. Así, los que antes se sentían socialmente culpables por ser gordos, ahora ven la culpa venir del otro lado.
En su ensayo Was body positivity all a big lie?, la escritora y activista Samhita Mukhopadhyay escribe sobre su propia crisis de conciencia tras haber tomado Mounjaro, una medicina que funciona de forma similar a Ozempic, por recomendación de su médico. Señala que este movimiento trataba, ante todo, de que “cada quien alcanzara comodidad en su propio cuerpo, de hacer paz con las decisiones que lo habían llevado a verse así. A restarle importancia a cómo se ve”. Por eso, para ella, tomar la medicina sigue siendo una decisión coherente con el body positivity: no se trataba de cómo se veía, sino sobre “el dolor en las rodillas y en los talones, dormir bien y tener más energía”. Sobre sentirse bien en su cuerpo.
Otros influencers han recibido mensajes de odio y han perdido seguidores al decidir tomar la medicina que ayuda, aunque eso no se vea en las fotos, a reducir el riesgo de infartos y accidentes cerebrovasculares, al igual que el azúcar en la sangre para los diabéticos. Así lo contó la modelo Gabriella Athena Halikas a NBC este año: “Cuando tomas una decisión por tu salud, se siente como si estuvieras traicionando al movimiento”.
La vuelta del “body shaming”
Que estas transformaciones se vivan y comenten en redes ayuda a frivolizar el tema. Los seguidores “traicionados” se sienten con el poder de comentar sobre el cuerpo de los demás, de “hacerlos sentir culpables” de cómo se ven. Estas transformaciones drásticas, y la conversación banal que les sigue, han creado, al menos en redes sociales, un ambiente en el que se vuelve cada vez más aceptable examinar y valorar cuerpos ajenos, especialmente si se han utilizado los mencionados medicamentos.
Por otra parte, en las redes sociales se está produciendo una cierta vuelta del ideal de “ser delgado a toda costa”, justo el ambiente que el body positivity pretendía erradicar. En el último año se ha visto un aumento de cuentas en X que forman parte de una comunidad llamada “edtw” –“Eating disorder Twitter”–, un espacio donde se comparten consejos para adelgazar y comer menos, y que fomenta los trastornos de la conducta alimentaria.
Otro ejemplo de esta misma tendencia lo muestra la reacción al último desfile de Victoria’s Secret. A pesar de que participaron modelos de todos los tamaños, su emisión fue seguida de una catarata de vídeos en TikTok donde distintas mujeres decían que, después de verlo, solo querían comer hielo y tomar Ozempic. Y, en el último mes, en el que se ha estado llevando a cabo la gira de prensa de la película Wicked, lo que más se ha comentado en redes no es la calidad de las actuaciones o de la cinta en sí, sino que Ariana Grande, una de las actrices principales, está demasiado delgada.
Que todo el mundo se sienta legitimado a comentar públicamente sobre el cuerpo de los demás es peligroso. Lo es para los famosos, pero aún más para los desconocidos, que ni siquiera pueden considerar esa exposición pública como “gajes del oficio”.