Boris Johnson y la épica del Brexit

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La rotunda victoria del Partido Conservador en las elecciones británicas del 12 de diciembre allana el camino a Boris Johnson para ejecutar la salida del Reino Unido de la Unión Europea, prevista para el 31 enero. Los partidarios del Brexit confían en que el asunto quede zanjado, mientras los del Remain esperan que el tiempo, unido a los efectos negativos, lleve a revisar el referéndum de 2016. Entre tanto, los nacionalistas escoceses claman por su plebiscito.

Johnson ha logrado la mayoría absoluta que persiguió Theresa May cuando anticipó las elecciones generales en 2017, precisamente para garantizarse un apoyo que le permitiera gestionar mejor el Brexit. Los tories ganan 66 escaños respecto de los comicios anteriores y llegan a los 364 de 650. El reverso de la historia es la caída de los laboristas: si en 2017, Jeremy Corbyn mantuvo el tipo y remontó unas encuestas adversas, ahora los socialistas británicos pierden 42 escaños y quedan con 203.

El proceso del Brexit nació de un interés partidista, procedente de las filas de un Partido Conservador que evolucionó del pragmatismo al revisionismo ideológico

El otro ganador del día son los nacionalistas escoceses (SNP) de Nicola Sturgeon, que se hacen con 48 escaños de los 59 en juego en Escocia. La crecida del SNP (+13) ya ha llevado a su líder a pedir a Johnson un nuevo referéndum de independencia para Escocia. Los liberaldemócratas de Jo Swinson quedan en cuarto lugar con 11 discretos escaños (-1).

Un joven corresponsal en Bruselas

El proceso del Brexit nació de un interés partidista, procedente de las filas de un Partido Conservador que evolucionó del pragmatismo de los primeros ministros Harold Macmillan y Edward Heath, en busca de una gran área próxima de libre comercio, al revisionismo ideológico y combativo de Margaret Thatcher. La primera ministra no vio tanto en Europa una oportunidad para el librecambismo sino una estructura sin rostro, encarnada en Bruselas, que ocultaba un monstruo socialista e intervencionista. Con todo, se guardó mucho de adoptar una postura decidida a favor de la salida de las entonces Comunidades Europeas, aunque sembró en el partido la semilla de un euroescepticismo que progresivamente se iría incrementando.

Por entonces, a comienzos de la década de los noventa, las crónicas de un joven corresponsal de The Daily Telegraph en Bruselas, Boris Johnson, llamaban la atención por su euroescepticismo de trazo grueso al refirirse a un maquiavélico plan de Jacques Delors para construir un superestado europeo. Por lo demás, el nuevo primer ministro está marcado por su cultivo del periodismo y el ensayo histórico. Citemos The Dream of Rome (2006), donde hace una simplista comparación de la UE con el Imperio romano. Según Johnson, el imperio fracasó al querer abarcar demasiado, y la UE es una especie de intento de reconstruirlo. El resultado será un fracaso, lo mismo que aquella entidad política, creadora de una moneda única con Augusto y de un compacto sistema jurídico, pues se fragmentó y terminó desapareciendo. El proceso de integración europea no sería más que otro intento, a la manera freudiana, de recuperar la infancia perdida de Europa, una mítica edad de oro de paz y prosperidad bajo el Imperio romano.

La élite que apadrinó el Brexit

A finales de los ochenta, tanto Boris Johnson como el ex primer ministro David Cameron habían terminado sus estudios en Oxford. Simon Kuper, periodista de The Financial Times, considera a aquella generación como los padres del Brexit, una élite a la que solo parecían interesarle los clubes de debate universitario, plagados de humor, retórica y, en no pocas ocasiones, extravagancia. No llevaron a la política razones de peso sino brillantes puestas en escena. Su propósito era no aburrir al auditorio, y en política seguirían cultivando esa tendencia. Entre la historia y la leyenda no eligieron, sino que hicieron una ponderada combinación de ambas. De hecho, la actual moda de los debates estudiantiles, cultivada en el Oxford de hace tres décadas, presenta un marcado rasgo: el orador puede defender una cosa y su contraria. No importa tanto que se esté o no en lo cierto, pues el objetivo inicial es persuadir al auditorio o a los miembros de un jurado.

Por lo demás, las élites de Oxford hicieron con el Brexit una opción por el populismo –eso sí, un populismo con clase–, que, entre otros asuntos, cultivaba el temor a la inmigración. Pero en 2016 su consigna era unívoca: el referéndum había sido una victoria de la democracia. El único obstáculo para la culminación del Brexit residiría, pese a todo, en la obstrucción del Parlamento. Una gran paradoja para un país que es la cuna de la democracia parlamentaria.

Admiración por Churchill

Las élites del Brexit dicen admirar a Winston Churchill. Lo confirma el libro de Boris Johnson El factor Churchill (2014), que no es tanto una biografía como una evocación, cargada de referencias personales, de los momentos más destacados de la existencia del premier británico.

Johnson se presenta como un conservador atípico, con inquietudes sociales y algo excéntrico, pero honrado

A Johnson debió de llamarle la atención que Churchill tuviera una personalidad muy independiente, hasta el punto de ser una voz crítica en el Partido Conservador y que llegara a abandonar por un tiempo esta formación para pasarse a los liberales. Del mismo modo, Johnson se presenta como un conservador atípico, con inquietudes sociales y algo excéntrico, pero honrado. Algunos analistas suelen compararlo con sir John Falstaff, el corpulento consejero y amigo del futuro rey Enrique IV, inmortalizado en varias obras de Shakespeare. Ciertos gestos y actitudes avalan la comparación, aunque el primer ministro carezca del ingenio del personaje literario.

Johnson expresó su simpatía en ese libro, y también en campañas electorales, por el Churchill de 1940, deseoso de resistir a toda costa el avance bélico alemán. Desde esta perspectiva, los brexiteers son héroes de Europa, resistentes a la implantación de un poder que cuestiona las soberanías nacionales, algo que también encaja con el discurso de Margaret Thatcher en el Colegio Europeo de Brujas en 1988. Allí presentaba a Gran Bretaña como una fortaleza de la libertad y un hogar para los que escapaban de la tiranía imperante en la Europa continental durante la II Guerra Mundial. De ahí pasó al rechazo de un poder centralizado en Bruselas y de unas decisiones tomadas por una burocracia sin legitimidad democrática, una especie de superestado europeo que quería dirigirlo todo desde el centro, y en el que encontraba similitudes con la Unión Soviética.

Churchill y la integración europea

Sin embargo, en el libro de Johnson no se presta atención al famoso discurso de Churchill en la Universidad de Zúrich en 1946, donde abogó por una asociación entre Francia y Alemania, origen del futuro Consejo de Europa. En el citado discurso se refirió al legado de un noble continente, origen de la mayoría de las aportaciones en los campos de la cultura, el arte, la filosofía y la ciencia, con una herencia común en la que tuvieron un papel destacado la religión y la ética cristianas.

En aquel momento la historia pesaba más que nunca, con todas sus heridas físicas y morales, pero Churchill defendía lo que su antecesor, William Gladstone, calificaba de un “bendito acto de olvido”. Quizás no fuera factible entonces por los acontecimientos recientes, pero el paso del tiempo tenía que contribuir a dar la espalda a los horrores del pasado reciente. En otras palabras, un cualificado historiador como Churchill, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1953, se daba perfecta cuenta de que el mayor error que puede cometer un pueblo, y sus políticos con él, es convertirse en prisionero de la historia. La fórmula churchilliana era “justicia, paz y perdón”, necesaria para llegar a unos futuros Estados Unidos de Europa, en la que los Estados pequeños deberían contar tanto como los grandes en la contribución a una causa común.

Es cierto que en el citado discurso Churchill mencionó a Gran Bretaña y la Commonwealth como amigas y valedoras de la nueva Europa, lo que indicaba que no parecía estar muy entusiasmado por formar parte. Pero debía de considerar que la existencia de una integración europea resultaba conveniente para los intereses de Londres, preocupada durante siglos por mantener un equilibrio político en el continente.

Miedo a la globalización

Gran Bretaña siempre buscó un estatuto particular en Europa, pues no deseaba ningún tipo de integración política por mínima que fuera. En realidad, tenía puestas sus expectativas en la Commonwealth y en EE.UU. Por tanto, le importaban más sus propios vínculos históricos y culturales que el proceso de integración europea. Europa fue generosa con las aspiraciones británicas en aras de la estabilidad, y en Bruselas debieron de pensar que la histórica ampliación de 2004, con la llegada de países del centro y del este de Europa, favorecía los sueños de Londres de una gran área de libre comercio. Un argumento de racionalidad que se mostraría impotente ante las actitudes emocionales en torno a la inmigración, la pérdida de identidad o las amenazas a la soberanía.

Hay una cita de Raymond Aron, anglófilo y a la vez conocedor de la realidad británica, que afirma que cuando hay que elegir entre las pasiones y los intereses, los seres humanos a menudo optan por las primeras. Pero en el fondo, el Brexit, aunque sus partidarios hablen continuamente de la Commonwealth, es una consecuencia del miedo a la globalización, aunque haya un alto índice de empleo –con mucha precariedad– en Gran Bretaña. Luego está el factor identitario de Inglaterra, frente a Escocia y Gales, regiones que se han beneficiado ampliamente de la pertenencia a Europa. Muchos ingleses votaron a favor del Brexit, aunque quizás no tuvieron en cuenta que esa actitud negativa pudiera favorecer el nacionalismo escocés y el galés.

 

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