Durante una semana –y en medio de una altamente contenciosa campaña a la Casa Blanca– Nueva York ha atraído el interés por encima de la vorágine mediática que han creado los dos candidatos: como todos los años, en la ciudad se han dado cita diplomáticos, líderes de la sociedad civil, ONG y periodistas en torno a la reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGA por sus siglas en inglés). Ha sido precedida por las críticas –ya habituales– de lo que es la organización planetaria más participada; concretamente, de la falta de representación en el Consejo de Seguridad (CdS), el órgano responsable de mantener la paz y la concordia y el más potente de la constelación onusiana. El denominado “Sur Global” –esa agrupación holgada que abarca a un abanico de circunstancias muy diversas en el “mundo en desarrollo”– lleva tiempo reclamando protagonismo, una voz en la toma de decisiones. En palabras del secretario general de Naciones Unidas (ONU), el pasado día 12, “África está subrepresentada en las estructuras de gobernanza global, desde el Consejo de Seguridad hasta las instituciones financieras internacionales, pero sobrerrepresentada en los mismos desafíos que estas estructuras están diseñadas para abordar”.
A pesar de la reticencia de quienes han venido aferrándose a la distribución de poder en el CdS, los acontecimientos recientes demuestran que sería beneficioso para la comunidad transatlántica –en particular– reformar la estructura multilateral con foco en la inclusividad, concretamente con la mirada puesta en el “Sur”. Lo que hemos visto con las resoluciones en sede ONU en temas candentes (la guerra en Ucrania o la conflagración en Oriente Medio) es que no podemos contar con el apoyo de un abanico de gobiernos “Sureños” que teníamos por indiscutible, en planteamientos que proclamamos universales. Según las memorias de Eleanor Roosevelt, mientras presidía la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el representante chino afirmó que “hay más de un tipo de realidad última” y que la Declaración “debería reflejar más que ideas Occidentales”. Frente a nuestro evangelismo de principios –que, frecuentemente, cae en saco roto–, hemos de trabajar por allegar el “Sur Global” a nuestras tesis; asegurar su respaldo.
Lo anterior es especialmente destacable dada la coyuntura geopolítica: además de China y Rusia –que tienen mucha historia en África y América Latina–, proliferan los actores que persiguen incrementar vínculos en estos continentes –por ejemplo, India, Arabia Saudí o Turquía–. Los atlantistas, y EE.UU. en concreto, nos encontramos (de nuevo) en una competencia estratégica de grandes potencias. El concepto alternativo que impulsa Pekín –sutil y hábilmente– encuentra cada vez más eco entre quienes resienten su exclusión del sistema actual y albergan sentimiento anti-Occidental. Y Moscú, con la invasión total de su vecino, pretende acabar no solo con su vecino, sino con el Orden Liberal Internacional que ha fomentado, desde el siglo pasado, la mayor era de prosperidad humana.
En este contexto, Estados Unidos tiene que actuar. No obstante, los dos aspirantes a la Casa Blanca –la hoy vicepresidenta Kamala Harris, y Donald Trump– tienen visiones muy diferentes sobre el futuro del país; y sobre la política exterior en concreto. Tanto la tendencia hacia el proteccionismo como el uso del soft power y la priorización de la cooperación al desarrollo demuestran que uno de ellos está mejor posicionado para apelar al “Sur”.
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La situación interna de Estados Unidos –alta polarización y fragmentación, una crisis de inflación (que siguen sintiendo los consumidores, aunque los expertos profesan que ha terminado) y la afluencia de inmigrantes– condiciona, lógicamente, la política exterior de Washington: ambos candidatos han reconocido la urgencia de centrarse en temas domésticos, y ambos han adoptado tonos decididamente proteccionistas. Domina una aceptación bipartidista de los aranceles como medida de reforzar la industria nacional, revirtiendo, así, décadas de respaldo del libre comercio en un intento de apuntalar la menguante oferta laboral manufacturera y combatir las prácticas desleales de Pekín –Trump lo lleva al extremo con su tarifa generalizada del 20% sobre todas las importaciones (incluidas las de la UE), que sube a 100% para productos chinos–.
Hasta allí llegan las similitudes entre los dos. El contraste arranca del aislacionismo del republicano, su imprevisibilidad y antagonismo con competidores –pero igualmente con supuestos amigos–, bajo la bandera de America First que continúa ondeando. Harris, en cambio, propone una extensión del America is back de Joe Biden. Aboga por la fortificación y expansión de los acuerdos y pactos con aliados; el compromiso de EE.UU. en asuntos que nos interpelan –Ucrania–; la batalla por la democracia –y los principios asociados–. Las implicaciones, de cara a los afines “Sureños”, son graves. Otros cuatro años trumpianos, caracterizados por la desatención de las instituciones y el rechazo del multilateralismo y el descuido –si no menosprecio– de las normas de gobernanza no haría sino debilitar, aún más, el Orden Liberal Internacional. Esto es lo que buscan los poderes revisionistas/desestabilizadores.
Las votaciones en la ONU con respecto a Ucrania demuestran que el “Sur Global” no desea enredarse en un conflicto que considera lejano: para sorpresa de Occidente, el grueso eligió abstenerse; no condenar la agresión no provocada del Kremlin. Critican nuestra falta de atención en las confrontaciones que se eternizan en sus geografías; reclaman consideración de sus ambiciones e intereses. The Donald pregona colocar a America first –lo que se traduce muchas veces en una América en solitario–, a costa de las necesidades de sus socios. Frente a él, Harris promete mayor dedicación, que habrá de redundar en aproximarse al “Sur”.
En el caso del soft power –descuidado en la época Trump–, Biden se ha esforzado en su reconstrucción: las encuestas indican que la cota de Washington entre 2016 y 2020 fue menos favorable que en 2015 (Obama) o en 2021 (Biden). En el continente africano, sin embargo, los márgenes son más estrechos: el año pasado, Pekín superó a EE.UU. en la opinión que suscita la dirigencia (asimismo, Rusia crece en aprecio). Ello se debe, en gran parte, a la labor del Partido Comunista de China (PCC) en mejorar su imagen; en propiciar buena voluntad en lugar de imponer. En palabras del politólogo Joseph Nye, “Cuando eres atractivo, puedes ahorrar en el uso de ‘palos y zanahorias’ […] Estados Unidos ganó la Guerra Fría por su fortaleza militar y económica, pero también por el aliciente de sus ideas y valores”. Para ser competitivo en la competencia geopolítica vigente, la Casa Blanca tiene que transmitir estas ideas y valores (liberales) que siempre han sido su sello distintivo.
Tiene que demostrar, de la misma manera, que es un actor relevante en África –donde Xi Jinping claramente va con ventaja–: el PCC desbancó a EE.UU. en inversión extranjera directa (IED) ya en 2008; entre 2015 y 2022, la IED china era más del doble. Hasta 2005, la cuota de deuda pública externa de África subsahariana controlada por Pekín era inferior al 2%; en 2021, había crecido al 17%. Ya partiendo de esa base, la proyección de Washington en la región no es nada clara. Menos, si consideramos que, a diferencia de sus cuatro predecesores, Trump no visitó África en sus años de mandato; que propuso, en varias ocasiones, recortes sustanciales a la financiación de programas de ayudas extranjeras (y no olvidemos que congeló los fondos a la Organización Mundial de Salud durante la pandemia por “fracasar en su deber básico”); o que se refirió a los Estados africanos (junto con Haití o El Salvador) como “países de mierda” en 2018. Es difícil imaginar que la tendencia cambie bajo la batuta Trump-Vance.
Si bien de candidata aún no ha especificado sus planes para África, cuando vicepresidenta, Harris ha buscado fortalecer las relaciones: se reunió en Washington con los líderes de Zambia, Tanzania y Kenia; en 2023, giró una amplia visita. En mayo de este año, ha anunciado la Partnership for Digital Access in Africa, alianza público-privada con propósito de suministrar acceso a internet al 80% de africanos antes de 2030 (frente al 40% hoy). Su declaración de que “Muchos podrían decir –y con razón– que el futuro está en el continente de África” pronostica un EE.UU. más presente en la zona si alcanza la Casa Blanca.
Esta involucración la demandan las circunstancias. Nuestros rivales, quienes anhelan el debilitamiento/ocaso de Occidente, tienen un asidero cada vez mayor en África. En el nuevo orden mundial que emerge, necesitaremos el “Sur Global”. Empezando por África.