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Este texto no trata del reencantamiento como sentimiento personal, lo que sería algo parecido a la ilusión o a la re-ilusión, sino del reencantamiento como rasgo cultural en un tiempo que se ha desencantado de muchas de las cosas en las que confiaba.
El 9 de noviembre de 1989, cuando cayó el muro de Berlín, se puede datar el inicio simbólico de una nueva época cultural y social gestada poco a poco hasta llegar a la masa crítica. Esa época nueva, que sigue a una muy militante y retórica, no tiene ganas de decir qué es; se caracteriza por la ironía, la falta de seriedad adusta, cierto distanciado relativismo, la dificultad para entender compromisos. Es, por decirlo sin más, una época decadente.
Modernidad y posmodernidad
Esta época de hoy ha sido denominada “posmoderna”. Adecuado o no el título, implica que lo anterior, que sería la Modernidad, ha fracasado o, al menos, ha pasado. Moderno se sigue utilizando en su sentido, en cierto modo “técnico”, de lo más reciente, de lo último. Pero ya no conserva ese hálito de positividad fuera de toda duda.
¿Qué era la Modernidad? Era la línea ininterrumpida de pensamiento y de formas de sentir que, iniciándose a finales del XVII, vive en el XVIII un momento teórico importante (Ilustración) y un momento práctico (Revolución Francesa), se alarga en el XIX, coge fuerza con el marxismo y es responsable de toda una serie de conceptos, palabras y frases hasta hoy.
La Modernidad fabricó sus palabras fetiches, que han durado más de tres siglos: Progreso, Democracia, Igualdad… El Progreso iba a ser lineal y continuo. Un exaltado autor del XVIII auguraba que, en el futuro, caminaríamos de la mano de nuestro hermano el orangután… Esos que hoy están en proceso de extinción.
Pero el tiempo del auge de la Modernidad, el XIX, es, entre otras cosas, el siglo del colonialismo, una de esas injusticias que, con el paso del tiempo, no se entiende cómo pudo darse. Algo semejante, y más grave, ocurrió con la esclavitud. En pleno racionalismo de la Modernidad (el de la Declaración de los Derechos del hombre) se consideraba racional que unos hombres pudieran ser esclavos, sólo por el diferente color de la piel.
El siglo siguiente, el XX, ha sido denominado, con razón, el siglo de los genocidios, con millones de víctimas: armenios, judíos, rusos, ucranianos, camboyanos, hutus, tutsis, sudaneses del sur…. Sólo a partir de los años sesenta se produce la descolonización; y es que, por entonces, desencantada ya mucha gente de esa prolongación materialista de la Ilustración que fue el comunismo, empiezan a ponerse las ambiguas bases de la posmodernidad.
Antimodernos
La Modernidad tuvo, desde el principio, sus críticos. Antoine Compagnon publicó en 2007 un libro Los antimodernos, en el que ilustra puntualmente cómo en Francia, la abanderada de la Modernidad, muchos de los mejores talentos, desde el siglo XVII a hoy, han sido antimodernos. Autores partidarios, no de una vuelta al Ancien Régime, sino de dar a la Modernidad profundidad, seriedad, eliminando la ideología.
Gente como Chateaubriand, De Maistre, Baudelaire, Flaubert, Proust, Valéry, Gide, Claudel… Fuera de Francia, Burke, Schopenhauer, Nietzsche, Donoso Cortés. Casi todo el romanticismo se nutrió de esa actitud y de esos pensamientos. El romanticismo que, como señala Compagnon, fracasó en el ámbito de la política, pero gozó de un enorme éxito artístico y literario, era esencialmente antimoderno.
Un adelantado: Max Weber
Max Weber utilizó con frecuencia el término desencantamiento en un contexto de análisis de los valores de la sociedad y, más en concreto, en referencia a la religión. Mientras el mundo vivió en el encantamiento religioso, mientras se pensaba y se actuaba ante Dios, el clima general era de monoteísmo. Pero cuando la Modernidad desbanca socialmente, o al menos en la actuación de las mayorías, al planteamiento religioso, el mundo se desencanta y vuelven, bajo nuevas formas, los antiguos dioses del politeísmo. O, con sus mismas palabras: “Los numerosos dioses antiguos, desmitificados y convertidos en poderes impersonales, salen de sus tumbas, quieren dominar nuestras vidas y recomienzan entre ellos la eterna lucha”.
El aire general de la posmodernidad es una mezcla de conservadurismo y de cinismo
La ideología/utopía racionalista/progresista lleva, primero, a descartar el misterio, cuando hay una explicación racional y científica; después, a eliminar la misma posibilidad de misterio. Pero cuando se extiende el desencanto respecto a esa ideología/utopía racionalista, caben dos posibilidades: el reencantamiento o el cinismo.
Cínicos
El aire general de la posmodernidad es una mezcla de conservadurismo y de cinismo. El hombre y la mujer de la posmodernidad se despreocupan de la perspectiva social, en muchas de las conductas, aunque no en las palabras. Lo básico es lo individual, y, dentro de lo individual, lo más tangible: el cuerpo, el sexo sin compromisos, el bienestar económico, acumular experiencias personales, el yo para el yo. A una época, anterior, en la que dominaba el discurso sobre lo social, ha seguido este en la que domina lo individual. Si antes el egoísmo era sospechoso, ahora es exaltado hasta en la publicidad más trivial. “porque tú lo vales”.
No interesa demasiado el pasado y el futuro se entiende sólo como una sucesión de presentes. Por eso aparecen, como en otras épocas parecidas, un gran número de cínicos, siendo el cínico, según Oscar Wilde, el que sabe el precio de todas las cosas y el valor de ninguna. El cínico no solo está desencantado, sino que considera por lo menos una estupidez cualquier propuesta de encantamiento. El cínico se proclama realista, quiere ser pragmático, es alérgico a los aspectos mágicos de la vida. Con otra feliz frase de Wilde, el cínico, cuando huele flores, se gira para buscar el ataúd. No entiende las flores en su gratuidad, en su no necesidad, en su gracia.
El reencantamiento
Encantamiento viene de encantar y éste de cantar. Quizá porque las antiguas fórmulas del arte mágico de encantamiento eran cantadas.
Como quiera que se llame este tiempo nuestro, esta etapa de la historia, es un tiempo no encantado, sino cansado. Los rasgos que se le atribuyen son la levedad, el vacío, la ironía, el egoísmo, un materialismo pacífico y una disimulada despreocupación por lo que le puede ocurrir al otro. Como metáfora, encantamiento quiere decir que algo ilusiona y mueve a hacer cosas. Desaparece, con el encantamiento, una visión gris del mundo y aparece otra llena de inquietud interior y de capacidad de asombro.
Si esta época no está encantada habría que recurrir a un reencantamiento, basado en realidades que atraigan, que ilusionen y que den un sentido a la acción humana. Entre esas realidades destacan tres: redescubrimiento del Otro, encantamiento del medio ambiente y atracción por la belleza.
Redescubrimiento del otro
El Otro nunca es un lujo, sino condición indispensable para la felicidad del Yo. El Otro es una necesidad, pero una necesidad que no se impone, sino que tiene que ver con la simpatía, es decir con el sentir a la vez, con la compasión.
El fracaso de la utopía comunista significó la posible devolución de la libertad para millones de personas. Es probable que nunca en la historia del mundo se haya dado una época como la nuestra, donde sea más fácil “hacer lo que a uno le da la gana”, que es la definición primera de libertad, aunque no sea la más profunda.
La Tierra, en su sentido original del paisaje primario del hombre, ha sido desencantada y, por eso, explotada y desvirtuada
Pero cuando crece el ámbito de la libertad, empieza a destacarse el dato de la desigualdad o, como también se suele decir, aunque no sea exactamente lo mismo, de la marginación. Es una constante en el ser humano la inquietud ante la desigualdad de las condiciones, pero casi siempre más en palabras que en traducción de hechos.
El reencantamiento por el redescubrimiento del Otro requiere relaciones personales directas, naturales, sin falsas retóricas. No mirar al otro como mira el afortunado al desgraciado, sino como mira el igual al igual, el ser humano a otro ser humano, porque nadie es más ni menos que nadie.
Un lugar encantado
Otro posible motivo del reencantamiento es preservar para el ser humano una tierra realmente encantada. Esto es otra forma de hablar de ecología o, mejor, de ecologismo. La Tierra, en su sentido original del paisaje primario del hombre, ha sido desencantada y, por eso, utilizada sin modos, aplastada, explotada y desvirtuada.
El inicio de esa explotación coincide con la Revolución Industrial que, además de ser una especie de necesidad histórica, fue la aliada natural del racionalismo cientifista. John Ruskin escribió en The Queen of the Air: “Este primer día de mayo de 1869 estoy escribiendo en el lugar donde mi trabajo comenzó treinta y cinco años atrás, con las nieves de los altos Alpes a la vista. En esta mitad de mi vida he visto un extraño mal abatirse sobre cada paisaje que he amado o he tratado de hacer amar a otros. La luz, que una vez al amanecer coloreó de rosa esas pálidas cumbres, es ahora parda y débil; las aguas cristalinas en la que los Alpes hundían sus pies son ahora oscuras y pestilentes. Estas no son palabras vanas; son completamente –terriblemente– ciertas”.
La búsqueda de lo bello es la mejor manera de evitar la rutina y el tópico
El trato adecuado a la Tierra, como lugar del encanto, implica una cultura del esmero, que significa, a su vez, que se da un sentido a la contemplación, lo que equivale a poner en su lugar a la simple eficacia. Son con las realidades importantes con las que hay que “andarse con contemplaciones”. Theodore Roszak, que puso de moda el término contracultura, escribió: “Si todo el mundo amara la naturaleza como san Francisco de Asís, no existirían problemas ecológicos”.
Amor por la belleza
El tercer motivo de reencantamiento es cultivar y extender el esplendor de la belleza, que es una forma de decir amar. Y quien ama se hace mágico, suave, cuidadoso, comprensivo. Me refiero al amor que los antiguos llamaban de benevolencia, no al de simple utilidad o al de simple agrado.
Esa belleza hay que encontrarla en dimensiones distintas del arte en el sentido habitual. Hay una belleza en las relaciones, en la amistad, en el recuerdo, en los modos de hablar. La belleza no es una provincia alejada de lo cotidiano.
Lo bello no es lo simplemente conveniente ni equivale, sin más, a lo bonito. Bello es lo verdaderamente bien hecho que tiene, además, un toque de gracia, de insólito. La búsqueda de lo bello es la mejor manera de evitar la rutina y el tópico. La búsqueda de lo bello implica trabajo, esfuerzo, porque, como ya apuntaba Platón, “lo bello es raro”.
Historia abierta
La Modernidad cometió el error de creerse en posesión de la clave concreta de la historia: de la pasada, de la presente y de la futura. Baste recordar, por ejemplo, las solemnes palabras de Marx sobre la desaparición del Estado y sobre la anulación de la división del trabajo.
Una propuesta de reencantamiento no tiene, en cambio, clave alguna de la historia, porque es una propuesta dirigida a la libertad, a la suma de las libertades de muchos. Fuera de esa propuesta de reencantamiento, la alternativa es aceptar lo ya dado, pensar que en cada momento histórico vale lo que consigue imponerse, es decir, que el Poder siempre tiene razón. O bien admitir mejores principios, pero, por pesimismo, por cinismo o por inercia pensar que son imposibles.
No es extraño que quienes han vivido casi siempre en la anterior época, interpretada de diversos modos, piensen que lo actual no es más que una variación, cuando no una degeneración de aquel diseño acostumbrado. Pero no sería hermoso que quienes, por su juventud, pertenecen a la nueva era no se dieran cuenta de que están ante una posibilidad de encanto, de difícil y arriesgada grandeza. Como escribió Hölderlin, “donde está el mayor peligro, allí está también la salvación”.
Un comentario
Un escrito lúcido, esperanzador y a la vez desafiante.