Este 2025 comenzó con una noticia que sacudió el tablero: Meta anunció su decisión de eliminar la verificación de datos y algunas de sus restricciones en temas como la inmigración o la identidad de género. Se sumaba así a una tendencia desreguladora, iniciada por X, que provoca debates encendidos sobre el significado y la finalidad de la libertad de expresión, y que subraya la complejidad de un derecho tan esencial como escurridizo.
Parece inevitable que los intentos de encauzar esta libertad despierten recelos. El lenguaje permite el pensamiento y nos define como individuos. Pero la libertad de palabra afecta al debate público y puede transformar nuestras comunidades. Oliver Wendell Holmes, juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos entre 1902 y 1932, ilustró esta tensión en 1919 con su célebre metáfora del “mercado de las ideas”. El magistrado sostenía que la mejor prueba de la verdad es su capacidad para imponerse en la competencia de ese mercado. La imagen resultó tan poderosa que, con el tiempo, eclipsó las matizaciones del propio Holmes. Hoy, el «mercado de las ideas» sigue siendo un argumento recurrente contra cualquier limitación de la libertad de expresión, aunque su interpretación popular tiende a simplificar la visión más desarrollada del juez. Especialmente en un contexto tan peculiar como las redes sociales.
Dos caras de la libertad
Isaiah Berlin distinguió dos conceptos de libertad que siguen estructurando el debate sobre esta cuestión. Por un lado, una libertad positiva o activa, referida a la capacidad para orientar nuestro comportamiento según el propio criterio, es decir, ser verdaderamente autores de nuestras decisiones; en el caso de la libertad de expresión, sería la libertad para determinar nuestras opiniones, sin que estas estén dictadas por la ignorancia o los instintos. Por otro lado, existe un concepto negativo o pasivo de la libertad, que alude al derecho a que nuestro comportamiento no sea coartado por una instancia exterior; hablando de la libertad de expresión, esto equivaldría a no ser censurado. Estas dos visiones subyacen en las opiniones tan polarizadas a propósito de la libertad de expresión en las redes sociales.
Para los defensores de un debate digital “desregulado”, llevar una opinión del ámbito privado al público no debe conllevar ninguna reducción de la libertad de expresión
Los partidarios de reducir la intervención de las plataformas en el control de contenidos ilegales como el terrorismo o la pornografía infantil abrazan esa concepción negativa de la libertad que, en el actual panorama político, encarna Donald Trump. Para ellos, llevar mis opiniones al ámbito público no debe implicar ninguna reducción de la libertad de expresión. La condición de usuario de una red social o, incluso, de ciudadano de un Estado no es un argumento suficiente para limitar el derecho de palabra, porque cualquier intento en este sentido supone un atentado contra la individualidad. Esto es así porque, según una concepción posmoderna, soy lo que expreso, y mis mensajes participan de mi propia dignidad. El resultado es un derecho individual con tintes absolutos; gracias a él se nutre el mercado de las ideas para hacer aflorar el mejor argumento a través de la libre competencia.
En el extremo opuesto, quienes rechazan la desregulación de los contenidos en las plataformas han reducido su presencia en X y Meta como forma de protesta. Les acusan de tomar partido en contra de los derechos de las minorías, dando pábulo a discursos regresivos que consideran inaceptables y, en ciertos casos, agresivos. La libertad, advierten, no es un fin en sí mismo, sino que solo alcanza su plenitud cuando se somete a restricciones que impidan su uso abusivo. Su máxima es el principio del daño formulado por John Stuart Mill, según el cual la libertad individual solo se extiende hasta donde no perjudique a otros. Pero su razonamiento va más allá y nos devuelve a la libertad positiva de Berlin o, al menos, a una interpretación peculiar de la misma: la que apunta que la libertad de expresión debe orientarse hacia un fin colectivo. Manifestaciones prácticas de esto serían, por ejemplo, las convenciones sociales que nos impulsan a expresarnos de un modo determinado, o, en un sentido más beligerante, el llamado lenguaje inclusivo. Llevada al extremo, esta perspectiva provoca que se juridifique una visión específica de la libertad de expresión, que autoriza a impedir la difusión de algunos mensajes con características determinadas o sobre ciertos temas, tal y como ocurre en Europa.
La libertad de expresión digital: entre los derechos humanos y el mercado
La aproximación europea a la libertad de expresión en redes se asienta tanto en factores culturales como en realidades fácticas. En el plano cultural, destacan dos pilares: la supeditación de la libertad de expresión a su rol como garantía de la democracia y la arraigada confianza en la regulación jurídica como mecanismo de ordenación social. En el plano fáctico, hemos de tener en cuenta la escasa capacidad europea de influir en las dinámicas de un entorno digital gobernado por empresas (desde Meta a TikTok) que proceden de culturas jurídicas diferentes, como la estadounidense o la oriental.
La cultura jurídica europea, en parte por motivos históricos, muestra una mayor sensibilidad hacia el propio contenido de los mensajes, más allá de su potencial efecto en otros
La necesidad de establecer límites que aseguren que nuestra libertad de expresión no lesiona derechos ajenos o pone en riesgo la convivencia social supone un punto de encuentro entre todas estas concepciones. Insultos y amenazas no pueden acogerse a su amparo y, en consecuencia, deben ser eliminados con facilidad, pues su sola existencia supone un daño ilícito para sus destinatarios. Y algo similar ocurre con lo que denominamos “discurso de odio”: aquellos mensajes que promueven la discriminación, hostilidad o violencia contra personas o colectivos. Así pues, lo característico de la posición europea no es tanto la reivindicación de límites como lo que se considera que los traspasa.
Desde el fin de la II Guerra Mundial, Europa se ha interrogado más que cualquier otra parte del mundo por el sentido de la libertad de expresión. Las razones históricas son evidentes y enlazan directamente con el éxito de Joseph Goebbels al mando del ministerio nazi de propaganda, o el temor a la influencia soviética de una URSS presente en la parte oriental de Alemania. Mientras en otras latitudes el equilibrio apuntado anteriormente se establece en la posibilidad de retirar únicamente los mensajes que constituyen un riesgo real o inminente, el nivel de tolerancia en Europa es significativamente menor, y pone el acento, además, en el contenido del mensaje. La negación del Holocausto, los homenajes a terroristas o el señalamiento de minorías raciales, religiosas o sexuales nos recuerdan conflictos pasados y forman parte del listado de discursos que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos viene señalando como sospechosos a efectos de su control y eliminación. Lejos de la tesis de Holmes, el odio en Europa no se combate con más debate, sino con mecanismos jurídicos.
Las redes sociales están poniendo de manifiesto las diferencias y conflictos entre estas distintas interpretaciones de la libertad de expresión. Aunque lo olvidemos con frecuencia, el entorno digital es un espacio privado basado en la prestación de servicios por parte de empresas. En esta lógica, la capacidad de intervención del poder público es limitada, de manera que los derechos fundamentales de los usuarios quedan, en buena medida, en manos de estos agentes privados. Es así como la carencia de empresas europeas de referencia en el sector deja de ser un problema puramente económico y se convierte en un riesgo para la visión europea de la libertad de expresión.
La respuesta a esta amenaza ha venido de la mano de la Unión Europea y su estrategia sobre el entorno digital. Aunque no sea su objetivo principal, la Ley de Servicios Digitales aspira a proteger los derechos fundamentales a través de la inclusión de determinadas obligaciones en un régimen especial aplicable a las grandes plataformas digitales. Así, Meta y X quedan sujetas, para los servicios ofertados en Europa, a la concepción continental de la libertad de expresión, y deben cooperar con “alertadores fiables” para detectar y eliminar contenidos conforme a los parámetros europeos, al tiempo que mitigan riesgos como la desinformación y la manipulación electoral. De no hacerlo, las multas previstas pueden alcanzar hasta el 6% de su volumen de negocios anual en todo el mundo, sin perjuicio de otras cuantiosas sanciones económicas periódicas.
Sustituir la verdad por la viralidad al escoger argumentos no parece la mejor idea, pero el enfoque “universalista” y punitivo del TEDH también tiene sus problemas
El enfoque de la Unión Europea plantea interrogantes de diversa índole, pero lo relevante aquí es que eleva a la condición de norma cerrada y directamente aplicable a todas las empresas –con independencia de su origen cultural– lo que hasta la fecha era una determinada interpretación jurisprudencial de la libertad de expresión. Visto en estos términos, la postura de X y Meta tiene unos fundamentos más profundos que sus intereses comerciales o las simpatías políticas de sus propietarios, que es lo que más destacan los medios.
¿Hay motivos para el optimismo?
Lo anterior supone que bajo la polémica actual se oculta un conflicto por definir la cultura de un entorno digital que, por sus características, tiene un alcance global y desafía la capacidad de intervención de los Estados. En este punto, resulta pertinente volver a las advertencias de Berlin sobre la necesidad de equilibrar las dimensiones activa y pasiva de la libertad.
Una libertad de expresión que ampara todo mensaje que no constituya un delito solo es atractiva en apariencia. El “mercado de las ideas” expuesto por Holmes es difícilmente aplicable a las redes sociales. Resulta ilusorio pensar que la mejor idea será la vencedora en una dinámica competitiva desarrollada dentro de un entorno puramente mercantil donde los mensajes son productos cuyo valor depende de su difusión. Sustituir la verdad por la viralidad a la hora de elegir los mejores argumentos parece una estrategia peligrosa y, en este sentido, debería preocuparnos que un 29% de los estadounidenses se muestren favorables a publicar contenidos ofensivos para criticar a determinados colectivos, según un estudio reciente.
Pero el rigor de la estrategia de la Unión Europea tampoco está exento de problemas. La doctrina del Tribunal de Estrasburgo a propósito del “discurso de odio” ha suscitado críticas entre quienes cuestionan su legitimidad para identificar las temáticas que integran este listado. Convertir el ideal de un entorno digital libre de estos contenidos en un derecho positivo, exigible bajo la amenaza de fuertes sanciones económicas, no hace sino agravar la situación. Especialmente cuando se pretende sujetar a empresas pertenecientes a otras latitudes.
Puede que la solución pase por explorar alternativas autorreguladoras igual de eficaces. En cualquier caso, más allá de las medidas técnicas, el verdadero desafío consiste en configurar un entorno digital donde puedan convivir distintas opiniones y culturas jurídicas.