Las redes sociales son una herramienta de trabajo para cada vez más periodistas, pero eso no significa que les estén ayudando a hacer un mejor periodismo. Aunque muchos aprecian la visibilidad que les dan, también acusan la fatiga mental y la falta de tiempo para reflexionar. Al igual que los lectores.
Salir a buscar lectores en las redes sociales ya es un hábito cotidiano para muchos periodistas, como pone de relieve el Global Social Journalism Study de 2017, realizado por Cision a partir de un sondeo a más de 250 periodistas, editores y blogueros de varios países. Uno de los datos más llamativos es que el 42% de los encuestados usa 5 o más redes sociales de forma habitual.
La mayoría las emplea para difundir sus contenidos, lo cual puede llevar más tiempo de lo que parece. En primer lugar, hay que adaptarlos a lo que funciona en cada red social. Además, no basta con entrar, compartir y marcharse: también hay que “hacer comunidad”. Y así, un 19% interactúa cada hora con sus lectores; y el 47%, al menos una vez al día. Y luego está el seguimiento de la actualidad casi a tiempo real, la lectura de las recomendaciones, la gestión de los trolls…
El riesgo de extenuación por iniciativa propia es evidente y, como en otros sectores, parece que prolifera la “autoexplotación voluntaria”, en palabras del filósofo coreano Byung-Chul Han. Sin embargo, no está claro que este esfuerzo extra haya redundado en un periodismo de mejor calidad. Aunque desde 2012 ha crecido el porcentaje de periodistas que recurren a diario a estas plataformas para dar visibilidad a su trabajo, el 77% lamenta que las redes les están llevando a priorizar la rapidez sobre el análisis.
Sobrecarga informativa
Que las redes sociales han acelerado el flujo de noticias hasta llevar a lectores y periodistas a un estado de fatiga mental es algo que preocupa a los partidarios de un periodismo más reflexivo.
“¿Quién tiene tiempo de sopesar las palabras si, además de escribir, tiene que estar activo en Twitter y emitir vídeos en directo a través de Facebook Live?”, observaba Elizabeth Jensen, defensora del oyente de la radio NPR, en sus predicciones para Nieman Lab sobre el periodismo en 2017. Lo que inquieta a Jensen es que las prisas por estar en las redes cuando todo el mundo habla de un tema candente, vayan en detrimento de los matices. Y pone como ejemplo el abuso de “las etiquetas, que pueden distraer de la visión de conjunto”.
En un artículo publicado en The New York Times, Christopher Mele recoge varios testimonios de personas que se sienten abrumadas por la sobrecarga informativa. Hay quienes lamentan el cambio de sus hábitos de lectura: de pronto, se han descubierto picoteando mucho y leyendo poco a fondo. O quienes reconocen que su empeño por estar al día les resulta “emocionalmente agotador y físicamente perjudicial”. No exageran, pues acusan “rechinar de dientes por la ira o la frustración, presión sanguínea disparada, palpitaciones cardíacas”.
El politólogo Víctor Lapuente, columnista en El País, también alerta del riesgo de que “una sobreexposición a la actualidad” nos induzca “a un estado de permanente tensión ideológica”. “Recibimos mensajes políticos a tiempo real en televisión, radio, y medios online las 24 horas del día, los 7 días de la semana (la actualidad ya no descansa los fines de semana, escenario hoy día de las declaraciones políticas más suculentas) y durante todo el año (ni medios ni partidos políticos se relajan en verano)”.
Y lo grave es que este “vendaval de estímulos informativos” se está traduciendo en más radicalización, en la medida en que “nos hace vivir en burbujas incomunicadas” y nos encierra “en esferas de discusión cada vez más privadas”. Eli Pariser ha analizado a fondo este problema en su libro El filtro burbuja.
Elogio del periodismo lento
Los medios tradicionales no han creado el problema, pero su reacción ha echado más leña al fuego. Es un fenómeno que se retroalimenta: la información a la carta que han traído las redes sociales genera en los medios la necesidad de “pescar donde están los peces”, como explicaba un directivo de BBC News. Para eso, los editores piden contenidos que de verdad interesen a los lectores –convertidos en nuevos soberanos de la información– y se los sirven en bandeja con nuevos formatos. Pero la competencia es grande y la atención, limitada. De modo que no basta con captar esa atención: hay que mantenerla enganchada.
Al hambre de clics de los medios se suman las ganas de comer de los lectores: siempre hay algo a lo que prestar atención. Se empieza por el picoteo de titulares y se acaba en el empacho informativo, alimentado por una amalgama de datos masivos, algoritmos, newsletters, feeds, likes, retuits… Lo paradójico, como señala Jensen, es que “oyentes, lectores y espectadores están prestando atención, quizá más atención que nunca, al periodismo que producimos a un ritmo vertiginoso”.
Para desacelerar el panorama informativo, Mele recoge algunas ideas sugerentes. Una es la dieta informativa propuesta por Nir Eyal, que parte de la premisa de que “Internet nunca dice: vale, ya has tenido bastante; ahora, márchate”. Entre otros hábitos, recomienda desinstalar las apps de Facebook y Twitter del móvil –limitando su consulta al ordenador de mesa– y obligarse a leer un periódico impreso al día, confiando en que la selección de noticias es suficiente para estar bien informado.
Otra propuesta es el “slow-news movement”, que aboga por distanciarse de la información de última hora. Para alguno de sus defensores, como Dan Gillmor, profesor de periodismo en la Universidad Estatal de Arizona, se trata de adoptar un sano escepticismo. “Llámenlo noticias lentas. Llámenlo pensamiento crítico. Llámenlo como quieran. Pero consideren practicarlo en su consumo de noticias y en su producción”.
Para otros, como la periodista Marie-Catherine Beuth, el distanciamiento de la última hora requiere más bien que los medios faciliten la información relevante a los lectores, en vez de dar por hecho que están todo el día enganchados a “la esclavitud del ciclo de noticias de 24 horas”. Beuth incluso ha creado una aplicación, “News on Demand”, que ofrece contexto informativo en función del tiempo de que dispone el lector.
Una mala versión de la tele
Testigo privilegiado del cambio que ha experimentado la Red en estos últimos años es el periodista iraní-canadiense Hossein Derakshan, arrestado en Teherán (Irán) por su activismo online. Antes de ser encarcelado en 2008, Internet para él era sinónimo de apertura a una variedad de opiniones escritas. Cuando salió de la cárcel y volvió a conectarse tras 6 años de ayuno digital forzoso, se encontró con un panorama completamente distinto. “Facebook y Twitter habían reemplazado a los blogs y convertido Internet en una especie de televisión”, poblada de imágenes sin contexto, cuenta en la MIT Techonology Review.
“Al igual que la tele, ahora Internet nos entretiene” y, mediante una oferta fragmentaria de noticias, potencia la sensación de estar bien informados. “Más que pensar, Internet nos hace sentir, y nos reconforta más de lo que estimula nuestra autocrítica”. Pero, además, añade nuevos males, al personalizar los contenidos de una manera que complazcan al lector. “El resultado es una proliferación de emociones, una radicalización de esas emociones y una sociedad fragmentada”, en la línea de las burbujas incomunicadas de las que hablaba Lapuente.
¿Cómo corregir esta “mala versión de la tele”? Derakshan no es hombre de medias tintas. “Para empezar, necesitamos que haya más textos que vídeos para seguir siendo animales racionales. (…) Esto significa que deberíamos escribir y leer más, hacer más hipervínculos, ver menos televisión y menos vídeos, y pasar menos tiempo en Facebook, Instagram y YouTube”.
Para recuperar el pluralismo, recomienda: “Si los algoritmos no nos ofrecen opiniones diferentes o contrarias, deberíamos buscarlas activamente. Podemos seguir a personas o páginas que no aparezcan en nuestras sugerencias. También podemos confundir sus algoritmos al darle un Me gusta a lo que nos disgusta, para disponer de flujo de informaciones más diverso”.
Y frente a la sentimentalización del espacio público, reivindica la fuerza de la convicción racional: “Debemos empezar a reaccionar a los contenidos con la mente y no con el corazón. Lo que necesitamos no son botones de Me gusta/No me gusta, sino opciones de Estoy de acuerdo/No estoy de acuerdo o Confío/Sospecho.