Cultura de la cancelación: un uso inadecuado de la historia

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Cultura de la cancelación (busto de Cecil Rhodes)
Busto de Cecil Rhodes en el Rhodes Memorial de Ciudad del Cabo (Sudáfrica), con los daños causados por una protesta antirracista (CC: Prosthetic Head)

Busto de Cecil Rhodes en el Rhodes Memorial de Ciudad del Cabo (Sudáfrica), con los daños causados por una protesta antirracista (CC: Prosthetic Head)

 

El derribo o la profanación de monumentos es la manifestación más llamativa de un movimiento que se extiende por Occidente con la pretensión de purificar o rectificar la memoria histórica. Pero suele hacerse mediante juicios sumarios que no captan la complejidad del pasado. El filósofo francés Rémi Brague, profesor emérito de La Sorbona, analizó este fenómeno en una conferencia pronunciada recientemente en Milán, con el título “¿‘Cancel culture’ o cancelación de la cultura?” (1). Resumimos aquí esa intervención.

“Desde hace algunos meses –comienza diciendo Brague– estamos asistiendo al auge de un fenómeno que se difunde por todos los países occidentales. Se derriban estatuas, calles y edificios pierden sus viejos nombres y reciben otros nuevos”.

Al principio, se trataba de “cancelar” el recuerdo de personajes históricos que, según se revela ahora, tuvieron un papel negativo, sobre todo en los antiguos imperios coloniales: Colbert en Francia, Cecil Rhodes en Gran Bretaña, el rey Leopoldo II de Bélgica… Pero “después, el movimiento se ha generalizado, con el objetivo de reescribir la historia del mundo”. Es, dice Brague, “un uso inadecuado de la historia”, por tres razones.

Primera, “la complejidad de las figuras históricas se reduce a un aspecto, con olvido de los demás”. Segunda, “y aún peor, sus acciones se juzgan según nuestros criterios, de forma totalmente anacrónica”. Tercera, “se prescinde del contexto histórico que permite comprenderlas”.

Un ejemplo de complejidad es el caso de Napoleón, que este año ha sido objeto de debate en Francia con ocasión del bicentenario de su muerte. Él era contrario a la esclavitud, abolida por la Revolución; sin embargo, en 1802 la restableció en las colonias francesas, porque los ingleses seguían manteniéndola en las suyas, y pensó que suprimirla solo habría servido para dar ventaja a la dominación británica. Pero Napoleón la abolió tras su regreso de Elba.

Incluso fray Bartolomé de Las Casas, unánimemente recordado como defensor de los indios americanos, no está exento de reparos. Para que los indios no fueran empleados en las minas o en las plantaciones, propuso que en su lugar se llevaran a América negros africanos, aunque luego se arrepintió de su idea.

No solo Occidente

Por otro lado, señala Brague, el proyecto de purificar la historia “no debería limitarse al mundo occidental”. Lo contrario sería “una suerte de provincianismo extremo, incluso un caso de la misma visión eurocéntrica que se trata de criticar”. Así, “toda cultura debería expurgar los elementos negativos de su pasado”. El actual país africano Malí fue, entre los siglos XIII y XVI, un imperio cuya prosperidad se basaba en el oro y también en la captura y venta de esclavos.

“Solo culturas irreales, soñadas, pueden ser totalmente inocentes”

Lamentablemente, el pasado es una sucesión de luchas y guerras. Por eso, “un personaje que la cultura A considera un héroe puede ser percibido por la cultura B como un archivillano”. Tal es el caso de Timur, llamado Tamerlán, fundador de un inmenso imperio en el siglo XIV, y responsable de matanzas inauditas: sus víctimas se cuentan por millones. Es famoso por formar grandes pilas de cabezas cortadas a las puertas de las ciudades conquistadas y por emparedar vivos a sus prisioneros. Sin embargo, su país natal, Uzbekistán, está sembrado de estatuas de Timur, como la de siete metros de altura erigida en la capital, Taskent. Derribarlas, anota Brague, sería muy costoso… “y encontraría el rechazo de la población del país, para la que Timur fue un gran héroe”.

“Solo culturas irreales, soñadas, pueden ser totalmente inocentes”. Sin embargo, abundan las “utopías retrospectivas”. Una es, por ejemplo, “el sueño de un mundo pagano feliz, tolerante, optimista y, en particular, libre de inhibiciones sexuales”, imaginado por autores alemanes del clasicismo, y que luego desmintió Ernst von Lasaulx. Otra es “el paraíso de la convivencia pacífica de las comunidades religiosas en la Andalucía medieval bajo dominio islámico”, también refutada por historiadores como Darío Fernández-Morera.

Reescribir el pasado

El actual movimiento que quiere reescribir el pasado vino precedido de una larga incubación antes de que tuviera manifestaciones llamativas como los ataques a monumentos. Todo comenzó hace años, cuando se buscaban figuras históricas indiscutibles para nombrar nuevos centros universitarios. Se empezó a examinar las biografías de los personajes, para descartar a los que hubieran tenido conductas u opiniones inconvenientes. Más tarde, se renombraron instituciones ya existentes. Y se revisaron los programas de lecturas obligatorias, para incluir a personas no blancas ni masculinas. De ahí se pasó a eliminar autores que no pertenecieran a los grupos históricamente desfavorecidos por su género, raza, orientación sexual, etc.

“Finalmente, un joven profesor de clásicas en Princeton, Dan-el Padilla Peralta (n. 1984), él mismo un caso de manual de ascenso social mediante la educación, recientemente ha presentado un llamamiento contra el estudio de los autores griegos y latinos porque ello favorece el racismo”. La razón es que se usa en apoyo del supremacismo blanco y, sobre todo –resume Brague–, que “el mundo antiguo contaba, en parte, con el trabajo de los esclavos como infraestructura que permitió el surgimiento de su cultura”.

Brague no rechaza de plano la objeción de Padilla, y resalta que la fe cristiana trajo una “revolución del pensamiento” que socavó la legitimación de la esclavitud. La reacción indignada de san Gregorio de Nisa frente al caso del rey Salomón, que se jactaba de poseer numerosos esclavos, resulta impensable en un contexto pagano. El jurista medieval alemán Eike von Repgow atribuía la institución de la esclavitud al pecado. Y Brague comenta: “Si se me permite aludir a la trillada oposición de los dos puntos de referencia de la cultura occidental, Jerusalén ha hecho más justicia que Atenas a la igualdad fundamental de todos los seres humanos”.

Contra los clásicos

Así, hay parte de verdad en la tesis de Padilla, dice Brague, que como cristiano la reconoce. Ahora bien, sin perjuicio de la crítica a las sociedades antiguas, “la cultura clásica no debe ser vista toda como un mero espejo de las condiciones sociales en las que podía florecer”. Los contrarios al estudio de las lenguas clásicas –observa Brague– son casi siempre de izquierdas, y aducen que “el latín y el griego serían el distintivo de las clases cultas, o sea, de los que pueden permitirse aprender por el solo amor de la cultura, a diferencia de las clases trabajadoras”.

Pero eso es solo un aspecto de la verdad, que es más compleja, precisa Brague. De hecho, algunos pensadores radicales tuvieron una formación clásica, lo que no les impidió ser unos revolucionarios, cada uno a su manera: Karl Marx, Sigmund Freud, Charles Darwin… o Nietzsche, quizá el más radical de todos, que era profesor de filología clásica.

Se podría objetar que aquellos revolucionarios lo fueron pese a su formación clásica. Sin embargo, otros veían en esta un germen de contestación. Para Thomas Hobbes, traductor de Tucídides, la lectura de los clásicos griegos y romanos inspiraba a muchos a desear rebelarse contra la monarquía absoluta que él defendía. Más tarde, Alexis de Tocqueville e Hippolyte Taine atribuyeron los excesos de los revolucionarios franceses a que se habían alimentado de abstracciones típicas de su educación clásica.

Destruir es lo fácil

La cancel culture parece “un fenómeno contemporáneo, más propio del periodismo que de la filosofía”; pero también se puede verla como “la última –por ahora– etapa de un largo proceso, que comenzó en vísperas de los tiempos modernos”. La idea de un nuevo comienzo a partir de una tabula rasa surge en el siglo XVII, con René Descartes. Y la Ilustración convierte el prejuicio en lema para superar todo lo tradicional, especialmente la religión organizada, y más concretamente el cristianismo. Su versión política fue la Revolución Francesa, con su nuevo calendario y la sustitución de la semana, que culminaba en domingo, por la década.

“En general, siempre es más fácil destruir que construir desde cero”. Hacen falta nueve meses para la gestación de un nuevo ser humano, y muchos años para prepararlo de manera que pueda llevar una vida independiente y contribuir al bien de la sociedad. En cambio, “lo que se ha creado y conservado tan lenta y cuidadosamente puede destruirse en poco tiempo”. Esto debería enseñar a tener cierta prudencia. “Cuando tocamos lo que construyeron generaciones anteriores, debería temblarnos la mano. Solo Stalin dijo que no le temblaría la suya al ordenar purgas y mandar a la gente al pelotón de fusilamiento”.

Por su parte, el austriaco Joseph A. Schumpeter (fallecido en 1950) introdujo en el lenguaje económico el concepto de “destrucción creativa”, como rasgo esencial del capitalismo. Es una idea que ha hecho fortuna. Brague matiza: “En el ámbito puramente económico, la destrucción es lo primero, en la medida en que obliga a los hombres a innovar. Pero es dudosa su validez en otros ámbitos de la actividad humana. Por lo general, los artistas, por ejemplo, sienten y aprecian la continuidad con la tradición. Los grandes novelistas fueron primero grandes lectores, los grandes músicos comenzaron cantando en un coro, y los grandes pintores se iniciaron copiando obras maestras”.

El nuevo orden bolchevique

Pero destruir lo anterior es una práctica antigua, bien documentada en la Biblia, donde abundan las incitaciones a destinar al anatema los ídolos cananeos. “El cristianismo destruyó monumentos paganos o los reutilizó como iglesias. (…) Mahoma, al entrar en La Meca, derribó las imágenes y estatuas de la Kaaba. Más recientemente, en 2001, los talibanes afganos destruyeron los tres budas gigantes de Bamiyán; y el Estado Islámico saqueó los museos de Mosul”.

“Cuando tocamos lo que construyeron generaciones anteriores, debería temblarnos la mano”

El experimento de arrasar con todo lo anterior para que emergiera lo nuevo fue llevado al extremo con la revolución bolchevique de octubre de 1917. “Lenin pensaba que un nuevo orden surgiría espontáneamente de las cenizas del viejo. Pero no fue así. Al contrario, se desmoronó todo”. El hambre mató a millones de personas, e intervinieron para aliviarla sociedades benéficas extranjeras. Pero no era aquello lo que dictaba el marxismo en su versión leninista.

“Como la ideología no puede equivocarse, Lenin echó la culpa a los restos anacrónicos del orden anterior y decidió eliminarlos. Así logró destruir el tejido de la sociedad rusa. Destruyó, concretamente, muchas vidas. Pero ¿dónde estaba el ‘socialismo’? Había que construirlo. Sin embargo, tras 70 años de ‘socialismo real’, e incluso de ‘desarrollo impetuoso de las fuerzas productivas’, resulta que nunca existió”.

Creación destructiva

“La verdadera creación no rompe nunca el vínculo con el pasado. En un pasaje muy interesante de sus Discursos, Maquiavelo observa que el cristianismo no logró sofocar por completo el recuerdo de la religión pagana, porque hubo de mantener el latín, la lengua del Estado romano perseguidor de los creyentes, para propagar la nueva fe”.

En cambio, “el islam trajo una nueva lengua, el árabe, junto con una nueva dominación y, en parte, un nuevo sistema jurídico”. ¿Por qué la cultura islámica descuidó conservar los vestigios de las culturas con las que tuvo contacto? No solo por actos vandálicos como los mencionados arriba. “Los manuscritos griegos se traducían, pero no se conservaban una vez que su contenido se vertía a (…) la lengua en la que Dios había transmitido su revelación a Mahoma (…). Por eso, el árabe gozaba de una dignidad que iba más allá de cualquier otra lengua”.

Hay una gran diferencia entre esas destrucciones parciales y la utopía comunista, anota Brague. “En un caso, lo nuevo ha aplastado lo viejo. Ciertamente, se puede hacer un juicio positivo o negativo sobre lo que lo nuevo ha aportado: un juicio de valor, y al final quizá solo cuestión de gusto. (…) En el otro caso, se aplasta lo antiguo sin que haya ningún principio nuevo. Lo nuevo no ha llegado aún, y nadie sabe si llegará algún día”.

Es lo contrario de Schumpeter: una creación destructiva. “Lo que pone en marcha tales movimientos es el resentimiento, e incluso el odio. La ‘incitación al odio’ no se encuentra solo donde se suele buscarla”.

Condonar o condenar

“Lo que está en juego no es solo un problema de la cultura occidental. Más en general, se trata de nuestra relación con el pasado. ¿Qué tipo de actitud debemos tener hacia lo que proviene del pasado: nuestros padres en primer lugar, y luego nuestro país, nuestra lengua, etc. (…)? Hemos de elegir entre condonar y condenar.

“La verdadera creación no rompe nunca el vínculo con el pasado”

”Condenar es una posición satánica. El satanismo puede ser relativamente suave y, por tanto, más eficaz. Según Satanás, todo lo que existe es culpable y debe desaparecer. Esas son las palabras que Goethe pone en boca de su Mefistófeles (Alles was entsteht, / Ist wert, daß es zugrunde geht).

“Condonar no es fácil. ¿Cómo aprobar lo que nos ha precedido? El pasado está lleno de buenas acciones, pero también manchado por muchas cosas horribles que se recuerdan más fácilmente. Los traumas permanecen en la memoria, mientras que damos por descontado con demasiada facilidad lo agradable, como si no fuera un regalo, sino algo merecido. En cualquier caso, nuestra cultura actual está atrapada en una especie de perversión del sacramento de la penitencia: confesiones tenemos en abundancia, y queremos que los demás se confiesen y se arrepientan. Pero no hay absolución, ni perdón, ni por tanto esperanza de una nueva vida, ni voluntad de tenerla. La clave es recuperar nuestra capacidad de perdonar”.


(1) El acto tuvo lugar en Milán el 21 de septiembre de 2021, organizado por la Associazione Esserci, en colaboración con el diario Tempi y el Centro Cultural Artístico Rosetum. La grabación está disponible en YouTube. Tempi (24-09-2021) publicó una transcripción.

Un comentario

  1. Como muestra Brague eso de destruir lo que antes otros construyeron es una constante histórica. En el pasado, ordenaban la destrucción los jefes políticos, casi siempre tiranos. Hoy es esa tiranía extendida «democráticamente», gracias en gran parte a las redes sociales, que explotan otro filón constante: el mimetismo.
    En cuanto a los monumentos a personajes, se debería ya saber, cuando se erigen, que otros los derribarán. Es preferible cierta modestia en eso y aprender de Fray Luis de León a pasar por la vida «ni envidiado ni envidioso».

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