Cuando el 17 de diciembre de 2014 el entonces presidente de Cuba, Raúl Castro, salió en televisión para anunciar el inicio de la normalización de las relaciones con Estados Unidos –enemigo histórico y casi el “causante” de todos los males de la humanidad–, algunos cubanos se desplomaron en el butacón por la sorpresa o dejaron caer la taza de café, pero todos, todos –los de la isla y los de la diáspora–, nos quedamos boquiabiertos durante 24 o 48 horas.
El politólogo Roberto Veiga, miembro del think tank Diálogo Interamericano, era entonces director del laboratorio de Ideas Cuba Posible y pudo mantener la boca cerrada: él ya sabía lo que venía cocinándose –con el auspicio del Vaticano– entre Washington y La Habana, pues durante el año previo había organizado varias reuniones entre el cardenal Jaime Ortega e importantes figuras de la política estadounidense, tanto demócratas como republicanos, involucrados en el proceso que se gestaba. También había pasado por sus manos una carta de las autoridades de EE.UU. en la que pedían el apoyo del Papa Francisco, y había estado en la preparación de un encuentro que se celebraría en enero de 2015, luego del trascendental suceso que se esperaba a finales de 2014.
Pocos meses después del inicio de la normalización de las relaciones, Washington y La Habana elevaron a nivel de embajadas sus representaciones diplomáticas
“Siempre recuerdo que una semana antes del 17 de diciembre de 2014, cuando ya todo estaba convenido, pero nosotros no conocíamos lo que sucedería ese día, el embajador de EE.UU. nos invitó a conversar. Charlamos cerca de tres horas con él y con algunos colegas suyos, y al final me preguntó: ‘¿Qué le pedirías en este momento al Gobierno de mi país?’. Le respondí: ‘Un gesto grande, muy grande con Cuba, que nos permita probar si somos capaces de arreglar nuestros problemas’”.
El gesto –la voluntad de Washington de aparcar el enfrentamiento– se tradujo meses después en la inauguración de embajadas en las respectivas capitales y en la firma de varios acuerdos bilaterales; un horizonte de buenas perspectivas que la llegada de Donald Trump en 2017 y la tozuda actitud de La Habana, reacia a cualquier transformación del modelo, terminaron truncando. Con el republicano ya a las puertas una vez más, el acercamiento de hace una década puede volver a quedar casi exclusivamente como materia de buenos recuerdos.
Un paréntesis de respiro
— Hablemos de los frutos del acercamiento de 2014. ¿Cuánto contribuyó la concesión de licencias de comercio a empresas norteamericanas y cubanas a independizar al pequeño empresario o propietario cubano de la tutela estatal, entre ese año y 2017?
— La normalización de las relaciones estableció oportunidades económicas que ofrecieron beneficios en un período muy corto. Por ejemplo, amplió las posibilidades de los empresarios privados cubanos de acceder a insumos, tecnologías y mercados; aumentó el número de trabajadores por cuenta propia y de pequeñas empresas, y las remesas familiares desde EE.UU. experimentaron un incremento significativo, lo que impulsó el consumo interno y aportó al surgimiento de pequeñas actividades económicas.
Tanta fue la pujanza que, a mediados de 2016, el Gobierno cubano consideró que debía limitar estas dinámicas económicas porque estaban convenciendo a la sociedad de que el emprendimiento y el mercado eran más eficaces que el control absoluto de la economía por parte del Estado. Entonces impusieron el absurdo de que la evolución del empresariado privado jamás podría superar el desarrollo del empresariado estatal, que está agotado y que no posee capital, ni tecnología ni otras condiciones necesarias para satisfacer las necesidades socioeconómicas.
— El sucesor de Donald Trump, Joe Biden, que estuvo tan cerca de Obama cuando se fraguaba la política de distensión bilateral, no dio marcha atrás a la maquinaria de sanciones aplicadas por el republicano. Únicamente el pasado 14 de enero, a escasas horas de irse, fue que decidió sacar a Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo y eliminó algunas restricciones. Tardío, ¿no?
— Durante la gestación del proceso de normalización se esperaba que el mundo apoyara a Cuba para que estuviera en condiciones de realizar las reformas sociopolíticas necesarias. Pero el portazo de La Habana a la política de Obama hacia la isla convenció a los círculos de poder estadounidenses de que esa proyección era exigua y decidieron que en adelante sería a la inversa, es decir, que el sostén de cualquier vínculo bilateral positivo sería la disposición expresa del Gobierno cubano a dar pasos concretos. De manera que a mediados de 2019 ya era un error pensar que cualquier negociación con EE.UU. podría retomarse en el punto en que fue cancelada por Cuba durante la era Obama.
Alergia a las aperturas
— El Gobierno cubano ha demostrado tradicionalmente que se mueve mejor en los enroques que en las aperturas. ¿Se trabajó desde adentro para boicotear el proceso de distensión? Aunque parece que la voz cantante es la de los inmovilistas, ¿se puede decir que son mayoría dentro de la nomenclatura comunista?
— Como es lógico, dentro de la oficialidad cubana hubo defensores y detractores tanto del proceso de reformas de Raúl Castro como de la normalización de relaciones con EE.UU. Tales reformas fueron catalogadas por Castro como económicas y sociales, y solo durante su visita al Papa Francisco en 2015 agregó que también serían políticas.
Él comprendía la necesidad de reformas, aunque no las asumiría de manera amplia. Se impuso reforzar las condiciones para que fueran sus herederos políticos quienes la realizaran con posterioridad. Entre esas condiciones se encontraban el logro de una economía eficiente, una mayor eficacia de las instituciones del Estado y una multilateralización de las relaciones internacionales, de modo que favorecieran las trasformaciones internas. Sabía, además, que todo ello requeriría de un vínculo estable con EE.UU.
Pero pronto un conjunto de circunstancias le hizo percibir que estaba en desventaja. Percibió que las nuevas condiciones esbozaban un escenario que con rapidez podría hacerle perder el control político de la situación. Por ello, consideró que debía ganar tiempo, pero lo perdió. Aunque mantenía todo el poder, la rigidez para acometer cambios resultó en una autoderrota, y ello afectó de manera definitiva el curso del país.
— De los más de 20 acuerdos de cooperación firmados entre Obama y Castro, varios decayeron bajo Trump. A grandes rasgos, ¿cómo afectó a la gente la rescisión de las medidas aperturistas?
— De todos esos acuerdos, en lo inmediato hubo mayores posibilidades en el área de las relaciones diplomáticas, las exportaciones agrícolas a Cuba, los viajes de estadounidenses a la isla, los vuelos de la aviación civil y la cooperación entre las fuerzas encargadas de proteger ambas costas. Todo ello pudo ir ampliándose y desarrollándose, si bien conllevaba un esfuerzo, porque las dinámicas institucionales de ambos países eran y son incompatibles, no ya ideológicamente, sino práctica y funcionalmente.
Quiero precisar que el declive de este proceso de normalización comenzó al concluir Obama su discurso en el Gran Teatro de La Habana, en 2016. No lo originó EE.UU., ni fue responsabilidad de Donald Trump, si bien después todo se ensombreció con él. La cancelación de la reforma de Raúl Castro y de este proceso de relaciones bilaterales hizo encallar la última oportunidad para un cambio sociopolítico sereno, a modo de evolución, en Cuba.
Las indemnizaciones no hubieran sido un problema
— Uno de los mantras del Gobierno de la isla es que –en virtud de la Ley Helms-Burton, que codifica el embargo como ley de EE.UU.–, ni aun habiendo un cambio de régimen cesaría esa política hostil hasta que el país no entregara a sus antiguos propietarios estadounidenses la última propiedad confiscada o el último céntimo de indemnizaciones. ¿Hasta qué punto es así?
— Por supuesto que cualquier avance en las relaciones bilaterales demandaría una negociación acerca de las expropiaciones en Cuba a estadounidenses y, también, a cubanoamericanos, desde 1959. Pero esto no sería difícil; incluso durante el proceso entre Castro y Obama se avanzó mucho y con facilidad en el entendimiento en torno a una solución.
— Si se mira a Honduras, El Salvador o Guatemala, se observa que son, a semejanza de Cuba, países pequeños, pero con sistemas democráticos, y que al mismo tiempo muestran grandes desniveles de renta, una escasa clase media y enormes niveles de criminalidad. Washington, en estos casos, no ha concebido un “Plan Marshall” que los ayude a superar esa situación. ¿En qué medida actuaría diferente para con Cuba, en caso de un cambio de sistema?
— Ciertamente, a Cuba le será muy difícil salir de la crisis sin un “Plan Marshall”. Pero, ojalá me equivoque, no creo que eso vaya a ocurrir. Cuba está obligada a lograr la participación de países importantes, como EE.UU., Canadá, China, Rusia, India, la Unión Europea, Reino Unido, Japón y, al menos, los cinco países más importantes de América Latina (Brasil, Argentina, Colombia, Chile y México). Pero tendrá que avanzar en ello a base de madurez a través de un plan detallado de cómo salir de la crisis, con metas claras y plazos definidos; con reformas estructurales que aborden las causas profundas de la crisis; con la participación de múltiples actores de la sociedad, incluyendo el sector privado; con seguridad jurídica y protección de los derechos de propiedad. Debe avanzar hacia un sistema financiero sólido, con supervisión bancaria efectiva, con créditos a las empresas, con incentivos fiscales y aduaneros, y con capital humano cualificado. Esto, por supuesto, llevará tiempo, esfuerzo y recursos.
— Parafraseando a un político mexicano, también Cuba estaría muy “lejos de Dios” y “demasiado cerca” de EE.UU. ¿Es lo segundo una circunstancia inobjetablemente trágica? Para el Gobierno comunista, no puede existir una Cuba independiente como no sea en oposición a los estadounidenses.
— Está históricamente probado que Cuba no podrá disfrutar de desarrollo y estabilidad sin una relación política y económica pragmática con EE.UU. Esto no debe significar una Cuba a merced de su poderoso vecino, sino una disposición a evitar las rupturas, aunque no desestime la confrontación cuando sea necesario, pero ventilándola por medios políticos. Es más, puedo afirmar que tal vez esa circunstancia, si bien es inobjetablemente trágica, también puede constituir una oportunidad para la isla, si se muestra altura política.
¿Trump el prágmático…?
— Biden acaba de sacar a Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo, y de dejar sin efecto la posibilidad de demandas a Cuba bajo el título III de la Ley Helms-Burton (que condiciona el levantamiento del embargo), al tiempo que el gobierno ha decidido liberar a más de 500 presos políticos. ¿Qué beneficios concretos obtendría el pueblo cubano de las decisiones de Biden? ¿Qué réditos sacaría la nueva Administración de volver a las sanciones previas?
— Resulta positivo que en Cuba estén excarcelando a quienes jamás debieron ser juzgados por ejercer sus derechos. También lo es que la saliente Administración estadounidense cancele medidas que afectan a muchísimos cubanos, no sólo a quienes gobiernan la isla.
La criminalización política y legal nos ha conducido al abismo que actualmente padecemos. Lo ha hecho el poder cubano contra la ciudadanía que sustenta posiciones sociopolíticas diferentes a la suya, y también ha sido exagerada la criminalización mutua entre las autoridades de Cuba y EE.UU.
Veiga trasladó a La Habana el mensaje del gobierno de Trump de que su posición de mano dura podía variar a cambio de algunas concesiones, «pero en Cuba no fue atendida esa solicitud»
Las decisiones de Biden no cuentan con muchas garantías, pues ya él se marcha, pero estas gestiones podrían asentar perspectivas positivas, si también estuvieran concebidas –sobre todo desde La Habana– como un puente de inicio con la Administración Trump. Aunque ello exigiría que el Gobierno cubano comenzara cuanto antes una reforma económica, social y política al modo que intentó Raúl Castro en su época, si bien no retomando aquella, sino otra acorde con los reclamos actuales.
— Curiosamente, alguna vez el presidente Trump se interesó por invertir en la isla. Cuando llegó a la Casa Blanca, sin embargo, la tónica fueron las sanciones. ¿Podría esperarse una continuidad de esa política o, visto que no necesitará más el voto cubanoamericano para un nuevo período, puede regresar el pragmático empresario que habita en él?
— La posición de Donald Trump hacia Cuba siempre ha sido una praxis de enfrentamiento, incluso extremo, y, a la vez, disposición a negociar.
En 2017, luego de que Trump anunciara en Miami una política de mano dura contra el Gobierno cubano, me tocó llevar a La Habana el mensaje de que esa posición suya podía variar si Cuba permitía plenamente la empresa privada, extendía el servicio de internet e incorporaba la elección real de los diputados a partir de algún modo de nominación que el poder cubano pudiera aceptar. Pero en Cuba no fue atendida esta solicitud.
Ahora, según declaraciones públicas de su equipo, Trump volvería a ofrecer algo similar, si bien en esta ocasión con las demandas de liberar sin condiciones a los presos políticos –lo cual, al parecer, comienza a ocurrir–, realizar elecciones democráticas y abandonar la pretensión de influir en la política de los países latinoamericanos. De modo que tal vez esté en manos del Gobierno cubano favorecer que la Administración Trump se decida por el enfrentamiento o por la negociación.