El temor a las fake news y a su potencial desestabilizador se ha extendido en la opinión pública. Medios de comunicación, gobiernos, gurús de Internet… todos dan la voz de alarma, a la vez que se acusan mutuamente de fomentarla o de permitir su extensión. Por otro lado, la inquietud generada por determinados escándalos y sospechas de manipulación, junto con la opacidad de la propia tecnología (algoritmos, big data, bots) y de los propios gigantes de las telecomunicaciones (Google, Facebook…) hacen de las noticias falsas ese fantasma que, precisamente por su invisibilidad, se cree ver en todos los sitios.
No resulta fácil ponerle el cascabel a este gato tan esquivo. Las fake news son un fenómeno complejo de cuantificar. En primer lugar, porque ni siquiera es sencillo definirlo. Una cosa es reconocer, siempre que no ciegue la ideología, la mentira burda (historias inventadas, citas falsas, datos erróneos, suplantación de identidad a través de herramientas tecnológicas). Pero más acá de esos casos –y hay mucho terreno en este más acá–, las fronteras son movedizas. Los límites entre el engaño, el sesgo ideológico de una noticia o la pura opinión no siempre son claros.
Más cuando lo que llamamos fake news no responde al patrón clásico de mentira o propaganda. Según algunos expertos que analizaron los bulos lanzados en la última campaña electoral estadounidense, la mayoría de los mensajes no eran del tipo “¡Vota a Trump”, “¡Vota a Hillary!”, o “Este dato sobre economía es falso”, sino que se trataba de titulares exaltados, escandalosos –y a veces notoriamente contradictorios– sobre cuestiones personales de los actores políticos. Además, los mismos “profesionales de la desinformación” atacaban indistintamente a un bando y al otro, pues la finalidad de este tipo de desinformación no es propiamente engañar sobre algo concreto, sino provocar en el público un clima de desconfianza general y de polarización: todo es mentira, y a la vez todo me escandaliza.
No siempre resulta sencillo diferenciar lo estrictamente falso de lo simplemente “sesgado”
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En general, existe cierto consenso en que los responsables últimos de este fenómeno son los propios trols, ya actúen por cuenta propia o como parte de un movimiento organizado. No obstante, la culpa también suele trasladarse a los que, supuestamente, deberían evitar la expansión de las noticias falsas: gobiernos y plataformas de comunicación masiva en Internet, fundamentalmente Google y Facebook.
Un campo de minas
La participación de los gobiernos en esta batalla se observa con ambigüedad por parte de la opinión pública, que considera que hay más riesgos potenciales que beneficios. En el prurito por poner coto a la mentira, argumentan, es sencillo acabar traspasando la frontera de la libertad de expresión. Además, si la “policía” contra la manipulación es un ente político, como un gobierno, las suspicacias están justificadas.
Con todo, cada vez más países están optando por aprobar leyes contra la desinformación. Así lo han hecho algunos como Francia o Alemania, generalmente reconocidos como democracias plenas, y también otros con un currículum más turbio, como Rusia o Malasia.
La última ley francesa, sancionada en 2018, limita la intervención del gobierno a los periodos preelectorales. En concreto, exige a los “operadores de plataformas online de gran escala” que sean transparentes en cuanto a la identidad de quienquiera que pague para distribuir información relacionada con “debates de interés nacional” durante los tres meses anteriores a las elecciones; que creen un modo sencillo por el que los usuarios puedan etiquetar como falsa una información, y que publiquen anualmente un documento que rinda cuentas sobre las iniciativas puestas en marcha para evitar la desinformación en sus webs. Por otro lado, se establece que, durante este mismo periodo de tres meses, un juez puede ordenar medidas “proporcionales y necesarias” para frenar la difusión “deliberada, artificial o automática y masiva” de información falsa o “que pueda inducir a mala interpretación”. Cualquier abogado, candidato, partido político o ciudadano afectado puede llevar su queja ante el juez, que debe decidir en 48 horas.
Los términos de la legislación alemana son parecidos, y también trasladan gran parte de la responsabilidad a las plataformas online, y en concreto a las redes sociales. De hecho, la última ley aprobada sobre este tema, en 2017, se conoce popularmente como “Ley Facebook”. Esta no añade nuevos contenidos “ilegales” más allá de los que marcan los códigos civil y penal (datos falsos sobre personas, difamación, discurso del odio), pero establece multas a las redes sociales si no los eliminan en el periodo previsto.
Tanto en Francia como en Alemania, la aprobación de estas leyes ha generado gran polémica, por su posible uso partidista a favor del gobierno. En España, el nuevo gobierno anunció en su documento programático que luchará contra la expansión de las fake news, aunque se compromete a hacerlo desde el “respeto escrupuloso a la libertad de expresión e información”. A pesar de que aún no hay detalles de las futuras medidas, algunos analistas miran con recelo este anuncio, temiendo que el ejecutivo entre a valorar la veracidad de las noticias, o incluso de determinados medios.
Fact-checkers independientes
Si la intervención de los gobiernos suscita sospechas, tampoco se libran de ellas los grandes gigantes de Internet. Google anunció a finales del año pasado nuevas restricciones para las campañas políticas: estas podrán ser dirigidas por edad, sexo y localización, pero no por el perfil de intereses que dibuja el historial de navegación. Esto se suma a los anuncios de cambios en los algoritmos para favorecer la información veraz y eliminar la falsa. A Facebook se le suele acusar de mayor permisividad con la desinformación y la propaganda encubierta, pero en los últimos años ha ido formando alianzas con “verificadores de datos” (fact-chekers) en más de 20 países. Por ejemplo, en España, ha contratado a Newtral, web de la periodista de La Sexta Ana Pastor, y Maldita.es para realizar esta labor.
Además de asociarse con medios concretos, lo que también puede generar suspicacias según cuál sea la orientación de estos, tanto Facebook como Google aportan financiación a iniciativas de verificación nacidas como coaliciones de periódicos o agencias de comunicación. Según algunos analistas, la sociedad desconfía del control de la desinformación cuando está en manos de gobiernos o grandes compañías de Internet, pero no –o no tanto– cuando lo ejercen los propios medios.
Hasta ahora, las iniciativas de mayor alcance en este sentido son Full Fact (2009), First Draft (2015, con ramas en muchos países: por ejemplo, la española Comprobado) o Journalism Trust Initiative (2018). Todas comparten algunos rasgos: son dirigidas por periodistas de medios con distintas tendencias editoriales, no tienen ánimo de lucro, y actúan conforme a unos criterios que previamente han consensuado y hecho públicos. Además, First Draft diseña y ofrece herramientas para que el usuario común pueda verificar información por sí mismo. Para algunos expertos, este enfoque “desde abajo” (que sean los periodistas y los ciudadanos ayudados por ellos quienes controlen la desinformación) es mucho más eficaz, y menos peligroso, que el de dejar la supervisión a gobiernos o grandes empresas tecnológicas.
Programados para ser mentidos¿Y si los propios ciudadanos tienen algo de culpa? Un editorial de The Economist publicado en octubre, y titulado irónicamente Este artículo está lleno de mentiras, situaba el foco precisamente en la credulidad del ciudadano medio: ¿por qué es tan sencillo engañarnos? Dejando de lado la respuesta evidente (porque hay mentirosos con mucho interés en conseguirlo), el texto explica que tendemos a dar más valor a las emociones o las “intuiciones” que a los razonamientos, por lo que somos blanco fácil para eslóganes o titulares sentimentales. Asumimos que la mayor parte de las personas dicen la verdad la mayor parte de las veces; si no, la comunicación y la convivencia resultarían imposibles. Por otro lado, la identificación con “los míos” ha dejado en nuestra psicología una tendencia al tribalismo y a vincular nuestra lealtad más con personas concretas que con ideas abstractas. Esto explicaría que en distintas encuestas, el porcentaje de los que apoyan a Donald Trump o Boris Johnson sea mayor que el de los que consideran cierto lo que dicen. Lo que apunta a que la divisoria entre ser engañado y dejarse engañar no siempre es nítida. Además, está el factor “pereza”: dos experimentos realizados a 3.500 ciudadanos norteamericanos concluían que la capacidad de influencia de las fake news tenía más que ver con la falta de esfuerzo (en conocer el detalle de las noticias) que con los condicionamientos ideológicos. La evidencia no es clara, en cambio, en cuanto a la relación entre coeficiente intelectual y posibilidad de sucumbir a la desinformación: según algunos análisis, las personas con más habilidades cognitivas estarían más protegidas; según otros, sucede lo contrario: los más inteligentes sienten mayor necesidad de acallar lo que contradice sus opiniones formadas. |