Esa organización vasca… y ya

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El candidato Pello Otxandiano (izquierda) junto a Arnaldo Otegi, coordinador general de EH Bildu, en la noche electoral (foto: Arnaitz Rubio / Europa Press)

No hay nada como un adjetivo bien colocado. Un calificativo de esos que, como la cinta de un sastre, le toma minuciosamente las medidas a la realidad. Decir, por ejemplo, de alguien de carácter noble que es una persona buena, en el mismo buen sentido que Machado lo aseguraba de sí, es dar en el clavo sin ampulosidad, llanamente.

Es un arte, porque hay mucho epíteto impropio. Lea República Popular Democrática de Corea y dígame si no sobra un par de adjetivos. Criminal y Autocrática casarían mejor, pero todavía a nadie en la Asamblea Suprema del Pueblo se le ha ocurrido proponer esa modificación. Más de uno la habrá pensado –se tortura, se fusila, se obedecen sin chistar los caprichos de un monarca regordete–, pero ponerse de pie en el plenario y reconocer: “Queridos camaradas, vivimos bajo una tiranía asesina” rompe los códigos de cortesía parlamentaria y no es bueno para la salud del diputado.

Por norma, también el delincuente ya jubilado prefiere que uno se abstenga de calificarlo según sus antiguas correrías. Si se ha arrepentido y se ha reinsertado exitosamente en la sociedad, ni viene a cuento ni es justo mencionárselas cada dos por tres. En cambio, si tiene a gala su historial, le conviene que en el presente nadie repare en este. Que nadie se lo recuerde, básicamente porque lo recordable –un bombazo que despedaza a los clientes de un supermercado, un secuestro por aquí, una extorsión o un balazo en el cerebro por allá…, y así durante muchos años– sigue sin tener buena prensa.

Pongamos por caso que se llamaba ETA: si la banda alimentaba un prontuario como el anterior, pero el adjetivo terrorista no le parecía elegante entonces, ¿por qué iba a parecérselo a sus “jóvenes generaciones”? Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos… y estos chicos dicen que tampoco. Hoy el campeón de aquellos tipos enmascarados y con estética y vocación de verdugos no es un feroz gudari, sino un joven guay de nombre Pello, cuya fuerza política, EH Bildu, ha quedado segunda en las elecciones al Parlamento vasco –con 341.000 votos–, y a quien la palabra terrorista parece quemarle el gaznate como aguardiente del peor.

Cuando, en el fragor de la campaña electoral, algún periodista trató de poner el aspirante a lehendakari en situación de unirle un simple adjetivillo a la palabra ETA, Pello respondió con el mismo entusiasmo de un gato al que tratan de zambullir en una palangana.  ETA ha sido, dijo, “una corriente”, “una deriva”, términos quizás un poco vaporosos –podía haber añadido “una esencia”, “una fragancia”–. Lo más que llegó a reconocer fue que había sido “un agente de dolor en el pasado”, quizás porque asume que hoy, cuando ya nadie tiene que mirar debajo de su coche antes de arrancar, ha transmutado automáticamente en “agente analgésico”. Nadie sabe el dolor de espaldas que da tener que doblar el espinazo dos o tres veces cada día en busca de bombas-lapa, por lo que habrá que agradecer el alivio resultante de que ya no las coloquen.

¡Ah, sí!, y que había sido una “organización armada”. Punto. No suena mal. Quizás, para completar el concepto con alguna de las propuestas anteriores, podría enunciarse “organización armada que derivaba ciudadanos comunes al camposanto de modo violento”. Pero no: armada y ya. A fin de cuentas, eran eso mismo –grupos armados– los que integraban la Resistencia francesa, gente que se batía a tiro limpio contra los ocupantes nazis, y su líder mereció ser enterrado con honores en el Panteón. ¿Quizás también, algún día, un monumento en Vitoria…?

Para la ultraizquierda patria, armada a secas ha sido siempre suficiente, y para la de otros sitios, incluso demasiado. Un servidor lo comprobó hace 15 años cuando, tras entregar un artículo sobre política española en un diario cubano, el texto regresó con una enmienda: donde decía “organización armada separatista ETA” –ya sabía que, de entrada, terrorista no pasaría el filtro–, pasó a decir asépticamente “organización vasca ETA”. “No hay que calificarla; todo el mundo sabe qué es ETA”, zanjó el censor, que ya entonces, sin saberlo, se arremangaba, cogía el Don Limpio y la bayeta, y le adelantaba faena a Pello.

Tal vez por ese empeño higienizante de tantos durante tanto tiempo, y porque los nostálgicos del crimen han sido puestos en plan pijama por las fuerzas de seguridad, al buen Pello toda aquella violencia, aquellos asesinatos, le pillan muy lejos. Probablemente él no tenga idea de cómo se desarma y engrasa un AK-47, ni en sus planes entrará aprenderlo. Hoy no molan la pólvora ni el C4, sino lo pro-diversity y lo ecology-friendly, y él está en esa cuerda: un tipo cool, con pinta de universitario que lee a Kant los fines de semana en vez de irse de botellón, y que lleva gafas de pasta. Se ignora en qué radica el raro efecto tranquilizador de ese modelo de montura, pero transmite la sensación de estar ante un tío pacífico, amante de la buena conversación, del consenso, algo que no siempre logran, por ejemplo, las circulares metálicas que llevaban por igual Gandhi o Himmler. O el malo de la gabardina en Indiana Jones y el arca perdida. O Juan Carlos Monedero, por decir.

El problema de las gafas de Pello es que las tiene sobre su nariz desde hace muy poco –se las colgó tras ser designado candidato en diciembre pasado– y el efecto metamórfico en su look no ha contagiado aún su circuito pensamiento-lenguaje, porque no hay modo de que le hagan articular un simple adjetivo. Aquel adjetivo. El exacto. El que le han estado exigiendo, todavía en 2023, aquel guardia civil en silla de ruedas, aquel joven sin madre, aquella madre sin hijo, aquel torso, aquellas manos…

Si buena parte del electorado vasco ha entendido que una palabra no es para tanto, y apenas por un tris no nos pone a Pello de representante del Estado en esa tierra, pues nada: ¡gafas también para el respetable! Y oscuras, muy oscuras.

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