“Compraron pescado y le cogieron miedo a los ojos”. Tal se dice de quienes, tras crear un problema, no saben cómo lidiar con sus consecuencias. Claro que, si el “problema” es un niño, o más exactamente quién tiene derecho a figurar como su progenitor, la cuestión sobrepasa el humor y estalla ante el rostro de quienes se apresuraron a convertir deseos en leyes.
En Reino Unido, un tribunal ha ventilado recientemente un caso de estos ribetes: hace poco más de cinco años, una pareja de lesbianas decidió tener un hijo. Ante la imposibilidad de una de ellas (A) de concebir, su pareja (B) le donó dos de sus óvulos, fecundados por un padre anónimo (C). Hasta aquí, todos felices, y aun más cuando A, la madre gestacional, dio a luz a dos niñas (llamémoslas BC1 y BC2).
Un día, sin embargo, A y B se separaron, y esta última dio a luz otra criatura, BC3, gracias a un tercer óvulo, fecundado por el mismo anónimo donante. Y como “la vida sigue”, A se unió sentimentalmente a otra mujer, D, a la que le corresponde, por decisión de los intérpretes de ley, el estatus de madre legal no biológica.
Y bien, ¿cómo queda B en este simpático rollo? A diez de últimas, ella es la madre biológica, la que concibió los embriones fecundados por el anónimo C. Pues así: ha sido despojada de todo tipo de derechos respecto a BC1 y BC2. No las tuvo en su vientre nueve meses, no las parió, ergo, no tiene nada que hacer. Su ex, en cambio, que sí soportó los dolores y fue a la mesa de partos, pero que no ha transmitido ni una pizca de material genético a las chicas, es la que se lleva la palma. Ella y D, su nueva pareja.
Un tribunal francés ha rechazado la adopción, por parte de una lesbiana, del hijo biológico de su compañera, concebido por procreación asistida
¿Qué tenemos entonces servido? Un lío, sencillamente: dos niñas que tienen… ¡cuatro progenitores!: dos señoras que, biológicamente hablando, no guardan relación alguna con ellas; una mujer que sí es su madre biológica, pero que no puede acceder a ellas, y un señor que aportó la mitad de los cromosomas, pero que está fuera del potaje y que, muy probablemente, jamás se enterará de que él es el padre de dos muchachitas —o sea, de tres— de las que alguna vez habló el telediario.
Fraude de ley a través de Bélgica
Si la ley británica es clara —no exactamente justa, pero eso sí: muy clara— y reparte niños sin necesidad de dividirlos con espada, guiándose por la evidencia objetiva de quién los dio a luz, la legislación francesa es algo más opaca.
En el país galo, desde 2013, los homosexuales pueden casarse y adoptar hijos. Lo que no pueden hacer es someterse a tratamientos de reproducción asistida, porque la ley que regula esta materia solo lo permite a parejas estables heterosexuales. Cuando se aprobó la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo, que permite también la adopción, el gobierno prefirió no cambiar este asunto para no suscitar mayores resistencias.
También de los tribunales viene esta vez la información: a finales de abril, un tribunal de Versalles rechazó la adopción, por parte de una lesbiana, del hijo biológico de su compañera. El niño había sido concebido por técnicas de reproducción asistida, para lo que la mujer —la que dio a luz— debió ir a Bélgica, donde sí se autoriza el acceso a estos procedimientos sin las restricciones vigentes en Francia.
Sin embargo, para el tribunal de segunda instancia de Versalles, la madre y su pareja incurrieron en un fraude de ley, pues se fueron al país del chocolate a aplicarse un procedimiento que en su propio país no es legal, y después pretendieron que París aceptara el hecho consumado y declarara la ascendencia de la no gestante sobre el menor. Lo que no ha ocurrido.
En un caso en el Reino Unido, la mujer que aportó los óvulos ha perdido la custodia de las hijas frente a la que las gestó
Madres al 25 por ciento
Definitivamente, algunos han ido muy deprisa, creyendo que, con las ideas liberales ya tan al uso, todo es permisible y “siempre se puede ganar”. Pero no. En el caso de las gemelas británicas, los jueces han dictaminado que es la gestante la que tiene preeminencia.
Lo han hecho a la luz del artículo 27 de la Ley de Embriología y Fertilización Humana, de 1990, el cual estipula que “la mujer que está o ha estado embarazada, como resultado de haberse colocado en ella un embrión, o esperma, u óvulos, y no otra mujer, será tratada como la madre del menor”.
Luego queda la interrogante de saber si en caso de necesitarse urgentemente de la madre genética para un estudio clínico de las menores, o para el trasplante de un órgano vital a alguna de ellas, las autoridades se acordarán —¡entonces sí!— de la que hoy no tiene “nada que ver” con las chicas, y habrá que enterarse incluso de si, llegado el momento, y con la decepción en la memoria, esta tiene aún la voluntad de cooperar con la salud de unas “extrañas”.
En cuanto a la gestante, hay que tener presente que, aunque no hay huella cromosómica suya en las criaturas, bien es verdad que ha cargado con ellas nueve meses en su vientre, y que su cuerpo ha experimentado ese íntimo intercambio de información hormonal con los seres que crecían en su seno. Si en el veredicto del tribunal hubiera primado lo genético, ¿se le habría hecho justicia a su también entendible derecho de estar con ellas?.
La situación es el triste fruto de pretender divorciar lo no divorciable. De delimitar con fronteras artificiales, en la figura femenina, el hecho de concebir, el de gestar y el de dar a luz, como en otro momento ciertos “teóricos” de la sexualidad humana trazaron una línea —más bien una valla de espinos— entre “género” y sexo biológico. Luego si se puede ser de sexo masculino y ser “mujer” por elección, pues también se puede ser madre a medias, o en un tercio, o un cuarto. ¡O no serlo, pese a que, paradójicamente, sin ella no hubiera habido embrión!.
Cuatro progenitores, el nuevo “modelo”
El interés superior del menor parece bastante olvidado en estos casos.
El “derecho al hijo” va incluido en el paquete de prerrogativas de las uniones homosexuales, y para ponerlo en práctica se quitan las barreras y se saltan convenciones que se creen sólidas cuando se aplican a otros campos.
Así, por ejemplo, para muchos ecologistas es un dogma inviolable que los alimentos genéticamente modificados son nocivos. Estos deben ser, por tanto, eliminados, y si hay que encadenarse a la verja de una empresa productora de semillas transgénicas, o arremeter contra huertos de tomate como hizo el Quijote en una bodega contra los odres de vino, pues se hace con la mayor alegría.
Pero la manipulación humana, cuando de tener hijos se trata, es otra cosa. Esto no le convence a José Bové, el agricultor antisistema francés devenido eurodiputado, destructor de cultivos de transgénicos. Bové se ha distanciado de su partido ecologista y ha repudiado públicamente cualquier manipulación de “seres vivos” en los laboratorios.
“Desde el momento en que estoy contra las manipulaciones genéticas sobre el vegetal y el animal, sería curioso que no fuera coherente cuando se trata de lo humano. Estoy contra toda manipulación de lo viviente, ya sea para parejas homosexuales o heterosexuales. No creo que exista un derecho al hijo”, ha declarado Bové, con gran irritación de su partido.
Pero es que además, a los niños, a diferencia del maíz, no les basta solo con agua y sol. Necesitan modelos para ayudarles a formar su identidad, a conocer el mundo, a ser corregidos y premiados, contenidos cuando hay límites morales infranqueables y dueños de expandirse cuando lo precisan.
¿Acaso tener cuatro progenitores —algunos de ellos enemistados entre sí— es lo indicado para conseguirlo?