La construcción de una cultura más humana es un empeño progresista y conservador a la vez. De un lado, invita a recibir como una bendición los frutos más valiosos de la modernidad. De otro, no teme reelaborar las tendencias que le parecen mejorables, para conservar lo que a lo largo de la historia ha mostrado una eficacia humanizadora.
“Tiene usted una de las mentes más agudas del siglo XIII”. Esta pulla, dirigida a un conservador del siglo XX –quien la recibió como un elogio inmerecido–, sintetiza bien uno de los tics del progresismo contemporáneo: la presunción de que un reloj o un calendario sirve para determinar la validez de un argumento.
Según esta mentalidad, que Peter Kreeft llama “el esnobismo de la cronología” –en expresión de C.S. Lewis–, una idea o un hábito social de hace siglos debería dejar paso de forma automática a otro más reciente. Para quienes piensan así, dice Kreeft, el progreso no es otra cosa que cambio. Y el cambio necesariamente conduce al progreso. Ignoran que progresar es “cambiar en una dirección determinada, cambiar a mejor”.
En el error opuesto cae el tradicionalismo, que identifica “lo nuevo con lo falso, y lo antiguo con lo verdadero”. Para estos, la novedad siempre es una amenaza, cuando no una agresión directa al propio estilo de vida. También aquí manda la cronología, que glorifica el pasado y juzga indigno de él al momento histórico presente.
Para que el progreso valga la pena
Frente a los maximalismos que bendicen o condenan en bloque el cambio social, Benedicto XVI propuso reflexionar sobre “los criterios que debemos encontrar para que el progreso sea realmente progreso”. Si la Edad Moderna construyó este concepto con las categorías de conocimiento y poder, explicaba en Luz del mundo, hoy hace falta “una perspectiva esencial: el aspecto del bien. Se trata de la pregunta: ¿qué es bueno? ¿Hacia dónde el conocimiento debe guiar el poder?”.
La pregunta sobre la dimensión ética del progreso evita que lo mitifiquemos y que, por falta de escrutinio, degenere en un proceso destructivo. Además, proseguía Benedicto XVI, este enfoque reflexivo permite descubrir “muchos temas en los que, por así decirlo, la moralidad va con la modernidad”. Junto a aspectos negativos, la modernidad también “contiene grandes valores morales, que justamente provienen del cristianismo (…). Cuando se los sostiene –y el Papa tiene que sostenerlos– hay consenso en amplios ámbitos”. Y ponía como ejemplos la lucha a favor de los derechos humanos, la paz, la libertad o el cuidado del medio ambiente.
En estos y otros muchos asuntos, la Iglesia desea ayudar desde su propia identidad. Así, Benedicto XVI destacaba la contribución que la Iglesia podía hacer para que la nueva sensibilidad ecológica se traduzca en “una disposición a la renuncia que sea concreta” y lleve a modificar los estilos de vida. Eso difícilmente puede lograrlo la política. Pero sí “una instancia que toque la conciencia, que esté cerca de la persona individual y que no se limite a convocar manifestaciones aparatosas”, sino a inculcar “actitudes fundamentales”.
La pregunta sobre la dimensión ética del progreso evita que lo mitifiquemos y que degenere en un proceso destructivo
Discernir lo bueno
Es evidente que también habrá desacuerdos. La pregunta entonces es: “¿Dónde la fe tiene que hacer propias las formas y figuras de la modernidad y dónde tiene que ofrecer resistencia?”. Para Benedicto XVI, “lo importante es que intentemos vivir y pensar el cristianismo de tal manera que asuma en sí la buena, la correcta modernidad, y que al mismo tiempo se aparte y distinga de lo que se ha convertido en una contrarreligión”.
Esto exige de los laicos “un fuerte sentido crítico frente a la cultura dominante” y “valentía para contrarrestar un secularismo reductivo” que pretende excluirles de la vida pública, como subrayó en otra ocasión.
Pero ese sentido crítico frente a las opiniones de moda, al que también instó Juan Pablo II, no significa mantener una actitud de permanente confrontación con la cultura contemporánea. Más bien, aclaraba el Papa polaco, es una invitación a seguir la exhortación de san Pablo: “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Ts 5, 21).
También el Papa Francisco invita con frecuencia a discernir los signos de los tiempos. Y aunque tiende a censurar con firmeza los excesos de la sociedad actual –desde el “cáncer de la corrupción” hasta la “globalización de la indiferencia” ante quienes sufren, pasando por la “cultura del descarte” de los no nacidos, los ancianos y las personas con discapacidad–, también pide creatividad a los cristianos para que no renuncien “al bien posible” en el concreto momento histórico que les ha tocado vivir, “aunque corra[n] el riesgo de mancharse con el barro del camino” (Evangelii gaudium, n. 45).
Se podría decir que el realismo de los tres últimos pontífices les lleva a huir tanto de la nostalgia por una supuesta época dorada de la Iglesia como de un idealismo utópico, incapaz de ver algo bueno en las tendencias que ha traído la modernidad, solo porque no coinciden al 100% con la doctrina católica.
Un camino necesario
Un ejemplo elocuente es el elogio que hizo Juan Pablo II al movimiento en defensa de la dignidad y los derechos sociales, económicos y políticos de las mujeres. “Como expuse en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año [1995] –decía en su Carta a las mujeres–, mirando este gran proceso de liberación de la mujer, se puede decir que ‘ha sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente positivo’ (…) ¡Es necesario continuar en este camino!”.
Este reconocimiento no le inhibió de corregir al mismo tiempo aquellos aspectos del feminismo que consideraba perjudiciales, como los intentos de encasillar las relaciones entre ambos sexos en el igualitarismo o el conflicto. Ni le privó de pedir la superación de un enfoque centrado en la denuncia –necesario, pero insuficiente– por “un eficaz e ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos los ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer”.
Entre otras cosas, ese proyecto aspiraría a integrar lo que a menudo se presenta como falsos dilemas. Y así, Juan Pablo II recordaba que la “plena inserción [de las mujeres] en la vida social, política y económica” exigía mejorar la situación de las que son madres. Y veía compatibles “la efectiva igualdad” de derechos (n. 4) con “una cierta diversidad de papeles”, siempre que no fuera fruto de imposiciones arbitrarias ni una excusa para justificar desventajas para las mujeres (n. 11).
Como se ve, entre su actitud –de manifiesto aprecio, en lo esencial– y la de los antifeministas hay un abismo. Seguramente por eso, no es tan extraña la coincidencia entre la Iglesia y el feminismo cuando se plantan ante prácticas como la prostitución, los vientres de alquiler o la pornografía. O cuando Juan Pablo II, adelantándose al Me Too, denunciaba “las formas de violencia sexual que con frecuencia tienen por objeto a las mujeres”, así como “una cultura de permisivismo hedonístico, en que prosperan también más fácilmente tendencias de machismo agresivo” y el aborto (n. 5).
Ganar al padre en casa
Siempre habrá quienes vean el ecologismo y el feminismo como los peajes que la corrección política exige pagar a todos para ser aceptados en la sociedad. Pero también cabe verlos como dos corrientes que han logrado que cale en el espíritu de la época hábitos sociales necesarios.
Así ha ocurrido también con el nuevo ideal de paternidad. Durante mucho tiempo, la creencia comúnmente aceptada en Occidente era que tanto el padre como la madre eran necesarios en la familia. Pero lo cierto es que, hasta que los varones no han empezado a implicarse más horas y de forma más afectuosa en el cuidado de los hijos, el padre tendía a ser una figura lejana.
Al mismo tiempo, va creciendo el aprecio en la sociedad por el cuidado familiar no remunerado. Como señalaba la socióloga María Ángeles Durán, organizaciones como la OIT y la OCDE “han introducido el trabajo del cuidado en su agenda”. Y han comenzado a interesarse “por estimar el valor del cuidado producido y los costes de su sustitución”. Es más: el reconocimiento social del trabajo en el hogar empieza a verse como un signo de progreso: “¿Merece el nombre de riqueza o desarrollo –preguntaba Durán– un crecimiento que destruya el cuidado o margine a la población que cuida, el cuidatoriado?”.
En la misma línea va la ampliación de los permisos retribuidos por maternidad y paternidad, las desgravaciones fiscales por hijo o las prestaciones familiares, que traducen en ayuda económica ese reconocimiento.
Quedan por resolver importantes asuntos, como la mejora de la situación real de las mujeres que quieren ser madres sin renunciar a su carrera profesional. O un problema creado por la modernidad tardía: cómo hacer compatible el nuevo ideal de corresponsabilidad en el cuidado de los hijos con la promoción de ciertos estilos de vida que excluyen esa opción de partida, como ocurre en las parejas del mismo sexo o la maternidad en solitario por elección. Lo que muestra que, por mucha diversidad familiar que pueda darse en la práctica, al final una sociedad tiene que tomar partido por una mejor forma de familia o sus alternativas.
Pero en términos generales sigue siendo cierto que las generaciones más jóvenes crecerán con un nuevo ideal en mente: por fin, lo deseable socialmente es que los hijos se beneficien del modo de ser y hacer tanto de la madre como del padre, aunque estos se distribuyan los cuidados del modo que les parezca mejor o les sea posible.
Sociedades más familiares
Si la incorporación del hombre al cuidado familiar ha logrado que la riqueza de lo masculino se haga más presente en el hogar, el protagonismo de las mujeres en cada vez más ámbitos de la vida ha multiplicado el talento femenino en la sociedad.
Ninguno de los dos procesos ha estado libre de tensiones; pensemos, por ejemplo, en la sobrecarga de trabajo que hoy recae sobre no pocas mujeres. Pero el reequilibrio de ambos sexos en las esferas pública y privada nos dispone mejor como sociedad a realizar la afirmación de Juan Pablo II: “Solo gracias a la dualidad de lo ‘masculino’ y de lo ‘femenino’ lo ‘humano’ se realiza plenamente”.
¿Cómo eran las cosas antes? Aunque no faltaron quienes defendieron que las sociedades prosperan gracias a la suma de los talentos femenino y masculino, en la práctica las aportaciones de las mujeres quedaban relegadas al ámbito doméstico, por mucho que se dijera que desde ahí irradiaban al resto de la sociedad. El resultado fue el diseño de un espacio público con unas reglas de juego a la medida de los hombres.
“¿Merece el nombre de riqueza o desarrollo un crecimiento que destruya el cuidado o margine a la población que cuida?” (María Ángeles Durán)
La exministra noruega de Asuntos Exteriores Janne Haaland Matlary, casada y madre de cuatro hijos, alertó de este problema en su libro El tiempo de las mujeres. De un lado, lamentaba que, pese a que cada vez es mayor el porcentaje de mujeres que trabajan fuera de casa, “la vida profesional sigue estando organizada como si las mujeres no fueran madres”, ni los padres tuvieran obligaciones familiares. De otro, reprochaba al feminismo igualitario que en vez de haberse preocupado de corregir esta situación con medidas de conciliación entre familia y trabajo, se hubiera limitado a “demostrar que las mujeres podían trabajar de igual modo que los hombres”. Lo que llevó a muchas mujeres a aceptar “los términos impuestos por ellos en la vida profesional”.
Más que la falta de paridad en los puestos directivos, el nervio del asunto es que el mundo empresarial se ha levantado en buena medida de espaldas a una realidad básica: que las personas somos seres familiares. Por eso son tan interesantes las propuestas que hacía Ashleen Menchaca-Bagnulo, profesora de ciencias políticas en la Universidad Estatal de Texas, para que los lugares de trabajo faciliten tanto a hombres como mujeres sus roles de cuidado familiar.
Cambiar la organización laboral es seguramente la forma más realista de favorecer otras tendencias sociales decididamente progresistas, como el fomento de la natalidad o el cuidado de los familiares dependientes. Pero ¿cómo vamos a lograr estos avances en un mundo laboral que cada vez demanda un ritmo de producción mayor?
Un nuevo salto de época
Si admitimos que hoy el progreso social pasa por que tengamos más hijos, por que padres y madres podamos dedicarles más tiempo, por que nuestros mayores estén mejor atendidos y menos solos, debemos preguntarnos cómo vamos a tener todo esto si el trabajo se lleva la mejor parte del tiempo y de las energías. Si solo importa producir, ¿cómo vamos a cuidar?
Cambios de este calado son los que permiten hablar de un verdadero progreso, de un salto de época a mejor. Es lo que hizo la Ilustración con el Antiguo Régimen: dar la vuelta a una organización estamental de la sociedad, para entregar el protagonismo a una amplia clase media que fue ganando derechos hasta convertirse en ciudadanos libres.
Ya se sabe que, en el camino, hubo de todo. Y lo mismo ocurre en el ámbito de las transformaciones culturales, que pocas veces suelen ser unívocas. Lo habitual es que lo que se toma por progreso en una época determinada, incluya aspectos positivos y negativos.
Por eso, ante un fenómeno con visible tirón en la sociedad resulta útil preguntarse dónde está su atractivo; a qué necesidades humanas responde; qué sed –qué aspiraciones– trata de saciar. Esta actitud abierta dispone ante esos cambios mejor que el lamento, y permite descubrir cuál puede ser la aportación de cada cual a ese progreso en construcción.
La libertad religiosa, un progreso moralEl avance logrado con el derecho a actuar conforme a la propia conciencia en materia religiosa debería extenderse a otros asuntos. Desde que la Declaración Dignitatis humanae (1966) proclamó la libertad religiosa un derecho humano fundamental, la Iglesia no ha dejado de defender frente a todo tipo de regímenes políticos que “la verdad no se impone de otra manera sino por la fuerza de la misma verdad” (n.1). En España, un fruto inmediato –pero insuficiente– de esa Declaración fue la Ley de Libertad Religiosa de 1967, aprobada al final del franquismo. Aunque la norma hizo algunas concesiones a los no católicos, siguió pesando más la confesionalidad del Estado que la libertad. Así, por ejemplo, los bautizados como católicos no tenían opción de contraer matrimonio civil, salvo que demostraran que habían abandonado la Iglesia. La democracia cambió las reglas de juego. Tras la Constitución de 1978 y sus posteriores desarrollos legislativos, nadie tendría que verse obligado a casarse por la Iglesia si no quería o a apostatar. De esta forma, la sociedad española no solo ganó en libertad y pluralismo, sino también en autenticidad. A la vuelta de los años, el aumento de los matrimonios civiles y la legalización del divorcio han hecho patente el retroceso del catolicismo cultural en España. Pero el progreso moral que pedía la Iglesia en Dignitatis humanae queda en la historia como un luminoso testimonio a favor de los derechos humanos. La libertad religiosa pinchó en ese país la “burbuja católica”; esto es, la apariencia inflada de consenso en torno a unos valores y unas creencias que el régimen franquista consideraba intocables. Y de paso, se llevó por delante el caldo de cultivo para un anticlericalismo resentido, que no dejaba de ser una reacción al hecho de que alguien fuera obligado a actuar en contra de sus convicciones íntimas. En las modernas democracias liberales, hoy no hay peligro de que alguien vaya a ser coaccionado para que contraiga matrimonio religioso. Pero eso no significa que la libertad religiosa y de conciencia estén garantizadas en todos los temas. Mientras el progresismo cultural –el nuevo consenso aparente– siga tolerando mal la libertad para salirse de la burbuja de las ideas dominantes, el pluralismo seguirá siendo un mito a la espera de concretarse en un progreso real. |