En una época como la nuestra que ensalza la autonomía, llevar el estilo de vida que uno prefiera se ha convertido en un derecho. Pero siempre hay conductas más arriesgadas que otras. Y como también buscamos la máxima seguridad, se plantea quién debe cubrir esos riesgos: cada uno personalmente o la comunidad. Si uno quiere escalar el K2 o ser corresponsal de guerra en Siria, necesitará contratar un seguro de vida privado. En cambio, cuando se trata de proteger contra el riesgo de enfermedad, el Estado de bienestar –al menos en Europa– cubre esa eventualidad.
Pero como hoy se “medicalizan” tantos problemas, es preciso delimitar lo que entra o no en el seguro. De ahí que los servicios nacionales de salud fijen una cartera de prestaciones cubiertas. La cuestión es especialmente polémica cuando el riesgo de enfermedad no es algo fortuito, sino consecuencia de un estilo de vida libremente elegido.
Adictos al riesgo
También se debate esta cuestión en el Reino Unido, donde la High Court decidió el pasado agosto que el Servicio Nacional de Salud (NHS) debe financiar un fármaco que puede reducir la probabilidad de infección por el VIH de personas que tienen conductas sexuales de riesgo y no quieren cambiarlas.
En el ámbito de la conducta sexual, se extiende la cómoda postura que lleva a defender “mi cuerpo es mío” y, a la vez, “la factura de todos”
Entre estos grupos de mayor riesgo se encuentran los hombres que mantienen relaciones homosexuales, las prostitutas, los transexuales y los adictos a drogas inyectables. Según datos de la OMS, entre los hombres que mantienen relaciones sexuales con otros hombres la prevalencia de la infección por VIH es 19 veces mayor que entre la población en general. En Europa Occidental y Central, mientras que las infecciones a través de relaciones heterosexuales han bajado un 45% en los últimos diez años, las originadas por relaciones homosexuales han subido un 33%, y han vuelto a ser la mayor parte de las infecciones (un 42%). En EE.UU., los varones homosexuales constituyen el 63% de los que se infectan por VIH.
A estas alturas, el hecho de que la epidemia no remita entre los gais no puede atribuirse a ignorancia. Son otros factores los que influyen. La prevalencia del VIH entre los gais es ya alta. Además, la existencia de fármacos retrovirales efectivos puede haber rebajado la percepción del riesgo del sida, aunque de hecho la enfermedad sigue causando víctimas mortales.
Las campañas dirigidas especialmente a este público no han evitado que cada vez más hombres que tienen relaciones sexuales con otros hombres no utilicen preservativos. A menudo se trata de relaciones promiscuas con parejas desconocidas, conectadas a través de Internet.
¿Reducción o compensación de riesgos?
Ante la escasa disposición a protegerse de los interesados, ha surgido la idea de medicar por anticipado a personas que no tienen el VIH, pero cuyas prácticas les ponen en un alto riesgo de contraerlo. No se trata de una vacuna, que no existe, sino de la llamada profilaxis pre-exposición (PrEP), con un fármaco de nombre comercial Truvada, que combina dos antirretrovirales utilizados en el tratamiento de HIV/SIDA.
Según los Centers for Desease Control (CDC), la PrEP reduce en un 90% el riesgo de transmisión sexual del VIH, si el fármaco se utiliza sistemáticamente cada día. Otros estudios son menos optimistas, y rebajan la reducción del riesgo a un 51%, dependiendo del uso continuado del fármaco. Pero, ¿es realista esperar un uso fiel de la pastilla entre quienes no toman precauciones más fáciles a su alcance? Cabe plantearse si no contribuirá a acentuar la “compensación de riesgos”, es decir, a abandonarse a conductas de riesgo, creyéndose más seguro.
Pero es llamativo que se trate como enfermo anticipado a quien podría prevenir el contagio con un cambio de conducta. No se trata aquí de medicina preventiva, sino más bien de “reducción de riesgos”, igual que se proporcionan jeringuillas nuevas al drogadicto, sin que esto reduzca su dependencia. En definitiva, la estrategia PrEP supone reconocer que entre los varones homosexuales las prácticas sexuales de riesgo son altamente adictivas, y que no cabe esperar de ellos un cambio de conducta. Pero el hecho de que haya que utilizar con estos gais la misma política que con los drogadictos, no concuerda bien con la idea de la normalidad de las relaciones homosexuales.
La factura es de todos
La sentencia de la Corte Suprema británica, que obliga al NHS a financiar Truvada, plantea también una cuestión de justicia. El tratamiento cuesta 400 libras (444 euros) al mes por persona. El NHS calcula que le puede costar entre 10 y 20 millones de libras.
Es llamativo que se trate como enfermo anticipado a quien podría prevenir el contagio con un cambio de conducta
¿Por qué el resto de ciudadanos están obligados a financiar cada mes una pastilla de 400 libras para que una persona, que no está enferma, pueda seguir despreocupadamente sus diversiones sexuales? ¿No podría reclamar también una financiación del mismo nivel el que “necesita” utilizar cada semana los servicios de una prostituta? ¿No cabe exigir un cambio de conducta a quien quiere trasladar a otros los costes de los riesgos que libremente asume? En otros casos, como en la lucha contra el tabaquismo, el Estado puede financiar tratamientos que ayudan a quienes quieren dejar de fumar, lo cual evita también costes futuros al sistema de salud. Pero en el caso de Truvada, lo que se costea es un tratamiento no para cambiar sino para seguir corriendo un riesgo.
Esta cómoda postura que lleva a defender “mi cuerpo es mío” y, a la vez, “la factura de todos”, se manifiesta especialmente en la conducta sexual. En este ámbito, las consecuencias de estilos de vida libremente elegidos reclaman la cobertura sanitaria como si fueran enfermedades. La lesbiana, cuya única dificultad para concebir es que no quiere saber nada con un hombre, exige que le financien la procreación asistida. La mujer que decide abortar espera que el aborto sea tan gratuito como el parto. El transexual negará que su tendencia sea una patología, pero si quiere pasar por el quirófano para que su anatomía responda a lo que siente, reivindicará que la factura la paguemos entre todos. Y es de temer que pronto la pareja que recurre a un vientre de alquiler exigirá que el pago a la madre subrogada sea a cargo del erario público; si no, ¡solo los ricos podrían permitírselo!
En estos y otros campos, da la impresión de que el Estado respeta más la autonomía de los que crean problemas que la de los que contribuyen a solucionarlos. Si en uso de la libertad de enseñanza, un grupo de familias y de profesores crean un colegio, invirtiendo su propio dinero, y contribuyen así a proporcionar educación, pueden encontrarse con muchas dificultades para que el Estado subvencione esta enseñanza con fondos públicos. ¡Atención, la enseñanza se privatiza! En cambio, se considera normal que en España el Estado derive y pague el 90% de los abortos a clínicas privadas, cuya lucrativa actividad solo puede contribuir a agravar el problema demográfico español.
Esta “medicina del deseo”, que pone el sistema nacional de salud al servicio del estilo de vida del cliente y no ya de las necesidades de un paciente, supone una sutil privatización que rara vez se denuncia.