Me sugirió leer Lejos del árbol (1), de Andrew Solomon, un amigo que esperaba encontrar en esas páginas algún apoyo con respecto a la enfermedad congénita de dos de sus hijos. Y es que el autor investiga la relación de los padres con aquellos hijos que presentan diferencias –discapacidades– que los alejan de lo normal, de lo sano o –y este es mi punto de debate– de lo natural.
Historias de padres e hijos que han aprendido a quererse
Autor: ANDREW SOLOMON
Barcelona (2014).
1.072 págs.
Solomon dedica capítulos respectivamente a sordos, enanos, personas con síndrome de Down, autistas, esquizofrénicos, los que sufren parálisis, niños prodigio, niños nacidos fruto de una violación, criminales o transexuales. También hay una referencia habitual a la homosexualidad: el autor se presenta como gay, nos habla de su historia personal y trata de justificar o demostrar lo natural –innato– de su condición.
Es en el primer capítulo donde plantea sus tesis de fondo. La lectura de ese texto ha levantado en mi interior un montón de cuestiones, al tiempo que me ha provocado ciertas perplejidades. Me gusta su defensa de las posibilidades que un hijo con problemas ofrece para una familia, «cuando los padres concluyen que cuando ellos supusieron que cargarían con una inmensa y catastrófica pérdida de esperanza, en realidad estaban enamorándose de alguien a quien todavía no conocían lo suficiente como para amarle (…) y ven cómo cada etapa de amor hacia sus hijos les ha enriquecido de modos que jamás hubieran imaginado».
Aplaudo su crítica al diagnóstico prenatal, a lo que se ha llamado «eugenesia comercial», en la que «los padres actúan como consumidores que tratan a sus hijos como mercancía que debe reunir ciertas especificaciones». Le preocupa que lo que ahora se aplica en el caso del síndrome de Down y otros, hasta el punto de que «Marsha Saxton, profesora en Berkeley que tiene espina bífida, escribe: ‘Aquellos de nosotros que tienen alguna enfermedad representamos fetos adultos vivos que no llegaron a ser abortados. Nuestro enfrentamiento al aborto (…) es un reto frente a la falta de humanidad, frente a la carencia de estatus del feto’».
El hecho de que una inclinación sea innata o adquirida no justifica que se la siga de manera incondicional
Me gusta cómo Solomon abre el concepto de limitación. El mundo es más interesante en la medida en que hay toda clase de personas en él, y la vida se enriquece gracias a la dificultad, del mismo modo como el amor se agudiza cuando tiene que vencer la dificultad. Lo resume al final del primer capítulo: «Si prohíbes los dragones, prohíbes también los héroes».
Identidad e inclinaciones
Y, sin embargo, en el punto clave Solomon chirría: ¿qué es la diferencia?, ¿qué es la enfermedad? ¿Se debe curar a los diferentes?, ¿debe aplaudirse cualquier diferencia? Ocurre en el caso de los sordos: existe un movimiento «anti implante coclear», que considera la sordera como una identidad social que merece ser protegida, como se protege una minoría étnica o un grupo de afinidad cultural. El tratamiento en la cóclea es eficaz si se realiza en la primera infancia. ¿Hay que anular su identidad de sordo, o defenderla impidiéndole el uso de lenguaje oral?
Voy entonces al punto complejo, en el que Solomon muestra su posible incoherencia. Nos cuenta que sufrió dislexia en la niñez, y cómo los esfuerzos de su madre por enseñarle a leer le permitieron lograr su licenciatura en Yale y ser un brillante escritor. Solomon también es homosexual. Narra los recuerdos de la escuela: sus compañeros se burlaban por las cosas que le interesaban o por su forma de caminar; su madre no le comprendía. Recuerda su descubrimiento de los bares «de ambiente» a los catorce, y cómo a los diecisiete comenzó a tener relaciones sexuales casuales con hombres asiduos a esos locales, y cómo eso le dañaba. ¿Qué hacer en este caso?: ¿aceptar esa entrega del propio cuerpo a desconocidos, aceptar colocar la sexualidad como prioridad existencial?, ¿o más bien ver allí una herida tan necesitada de tratamiento como aquella dislexia de la primera infancia?
El hecho de tener una inclinación, ¿justifica seguirla? Muchos deprimidos se ven inclinados al suicidio por causas endógenas (biológicas, de nacimiento), y sin embargo entendemos que hay que ofrecerle ayuda profesional. El hecho de que algo sea innato (como lo es la sordera) o adquirido (como la inclinación a actitudes violentas) no justifica que se siga esa conducta de manera incondicional. ¿Debemos aplicar esto en algunas cosas y no en otras, aunque en ellas ande en juego la propia felicidad?
En el diagnóstico prenatal, dice Solomon, “los padres actúan como consumidores que tratan a sus hijos como mercancía que debe reunir ciertas especificaciones”
Escribe Solomon: «Es claro que la identidad es un concepto finito. Lo que no es clara es la localización de sus límites. En mi propia vida, la dislexia es una enfermedad, mientras que ser gay es una identidad. Me pregunto, sin embargo, si hubiera ocurrido todo lo contrario si mis padres hubieran fracasado al ayudarme a compensar mi dislexia, pero hubieran alcanzado su objetivo de alterar mi sexualidad». Y esta pregunta que se hace Solomon es, indudablemente, la cuestión clave: la distinción entre identidad y enfermedad.
La homosexualidad no se discute
Identidad, normalidad, naturaleza, enfermedad. Son cuatro puntos cardinales en torno a los que se construye este libro, largo y bien escrito. Además de las luces que pueda darnos para entender –apoyar, querer– a personas diferentes, ¿nos permitirá ser lo suficientemente honrados como para no dejarnos arrastrar por lo políticamente correcto? El arranque de Solomon no invita a ser optimistas en este punto: el sentido crítico que muestra en tantos aspectos, lo silencia al tratar de la homosexualidad, punto para el que no ha querido dejar espacio de discusión. En su texto no hay ninguna referencia a la amplia literatura científica sobre la interpretación psicopatológica de la inclinación homosexual, sino que reduce las críticas a homofobia, como si solo pudieran ser irracionales, violentas.
Si el lector es paciente y llega al último capítulo («Father») descubrirá que Solomon desea ser padre, y está dispuesto a pagar cualquier precio, porque está convencido de que la paternidad le ofrecerá una vida plena. Le gustaría serlo con su «marido», cosa biológicamente imposible. Al final, una amiga lesbiana a la que él había donado su esperma para que tuviera su propio hijo, ofrece su vientre para ser la madre «subrogada» del hijo de Solomon y su pareja (en realidad solo de Solomon, pues el otro no puede aportar «material genético»). Así nace un niño que es hijo sin madre, hermano sin hermano de los hijos sin padre de su madre que no es madre, y una víctima del deseo de identidad de Solomon que en pocos años deberá preguntar sobre su propia identidad (¿quiénes son mis padres?, ¿quiénes mis hermanos?).
Por cierto, aunque Solomon hable de su indudable amor hacia este niño, no dice nada sobre todos los hermanos (los embriones) que duermen congelados en los laboratorios de las fábricas de donde proceden tantos seres humanos: el amor puede ser ciego, incluso al daño que causan siempre algunas decisiones.
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(1) Andrew Solomon, Far from the Tree. Parents, Children, and the Search of Identity, Scribner, Nueva York, 2012, 976 págs. (Ed. española: Lejos del árbol. Historias de padres e hijos que han aprendido a quererse, Debate, Barcelona, 2014, 1.072 págs.).