Por encargo del gobierno de Cameron, el Ministerio de Sanidad inglés está estudiando la posibilidad de retirar la prestación social por incapacidad a las personas con problemas relacionados con el alcohol, las drogas o la obesidad, si rechazan el tratamiento que se les ofrece (BBC News).
Igual que a los perceptores del seguro de paro se les exige participar en cursos de formación para mejorar su empleabilidad, se trataría de que los que no trabajan por un problema de salud recuperable acepten someterse a un tratamiento.
En Estados Unidos, un 5% de la población en edad de trabajar cobra un subsidio de invalidez
Por ahora, la medida no afectaría a la invalidez psicológica, pero ya se ha puesto en marcha un proyecto piloto para evaluar la eficacia de una nueva forma de incentivación para que las personas con problemas tratables (sobre todo enfermos de ansiedad o depresión) vuelvan a trabajar. Se trata de una terapia que combina sesiones con un psicoterapeuta, con la asistencia a charlas de orientación laboral y entrevistas de trabajo. La participación, a diferencia de lo que se está estudiando para obesos y alcohólicos, es voluntaria. No obstante, algún miembro del gobierno ya ha dejado caer que podría convertirse en obligatoria si el programa es exitoso.
Tanto el anuncio sobre posible fin de las ayudas a obesos y alcohólicos como el proyecto piloto dirigido a personas con ansiedad o depresión han despertado críticas. Desde el laborismo se ha acusado a Cameron de falta de sensibilidad: nadie, dicen, se mantiene en esas condiciones solo para recibir las prestaciones.
Según lo explica el gobierno, el objetivo de estas medidas es recuperar para el mercado laboral a las personas que puedan reincorporarse, y ofrecerles un tratamiento más personalizado. Sin embargo, hay quien ve una intención puramente económica (reducir el elevado gasto público) o política. Con las elecciones a la vista, el presidente ha hecho de la “reforma del Estado de bienestar” uno de sus argumentos para pescar votos entre las familias trabajadoras: ellas no deberían pagar con su sudor la abulia de algunos aprovechados.
La idea tiene su lógica, pero es fácil explotarla de forma populista. Un razonamiento parecido –“el dinero público no está para pagar vicios personales”– podría justificar que la sanidad pública no atendiese a los que desarrollan otras enfermedades relacionadas con el comportamiento, como las de transmisión sexual, la infección por V.I.H. o el cáncer de pulmón por tabaquismo.
Un proyecto piloto intenta recolocar a personas con ansiedad o depresión
Volver a trabajar
El Employment and Support Allowance (ESA) distribuye ayudas a personas que no pueden trabajar por algún tipo de incapacidad. En torno a dos millones de personas se benefician actualmente del programa (desde su implementación en 2008, cerca de un 40% de las solicitudes han sido rechazadas por no demostrar una invalidez suficiente).
La prestación económica (101 ó 108 libras semanales) depende de si son adscritas al grupo de los que podrían volver a trabajar (work-related group) o al de los que no (support group). Solo las del primero tienen obligación de acudir a reuniones de asesoramiento laboral y a entrevistas de trabajo. Las ayudas expiran después de un año, a no ser que el beneficiario tenga unos ingresos muy bajos.
Casi la mitad de los que reciben prestaciones a través del ESA acreditan padecer alguna enfermedad mental. Las más comunes son la ansiedad y la depresión. La mayoría de estos enfermos están adscritos al work-related group, y el gobierno estima que cerca del 90% puede ser rehabilitado para el trabajo (por ejemplo, a través del proyecto piloto antes mencionado).
EE.UU.: Epidemia de incapacidad
El equivalente al ESA en Estados Unidos es el Social Security Disability Insurance (SSDI), del que se benefician unos nueve millones de personas. Esta cantidad ha crecido bruscamente en la última década, y ya supone el 5% de toda la población entre 16 y 65 años. Esto se explica, en parte, por el aumento de la fuerza laboral –con una gran entrada de mujeres en el mercado– y por el envejecimiento de la generación del baby boom.
Con todo, un análisis de la Heritage Foundation en agosto del año pasado señalaba que un porcentaje importante del crecimiento en el número de beneficiarios no se explica por ninguno de estos factores, y sugiere que el cobro fraudulento de estas ayudas es una práctica extendida. Desde la aprobación del SSDI en 1956, las condiciones para entrar se han ido relajando, y las ayudas se conceden cada vez más por dolores musculares y del esqueleto (fundamentalmente de espalda) y por depresiones.
Pacientes con problemas de obesidad y de alcohol pueden perder las ayudas si rehúsan los tratamientos
El problema ha generado un intenso debate político. En enero, la mayoría republicana en la Cámara de Representantes consiguió que esta aprobara un reglamento para obstaculizar el trasvase de fondos desde la hucha de las pensiones al SSDI, una práctica frecuente en los últimos años para tapar el agujero generado por este programa. Los demócratas acusan a sus oponentes de estar utilizando este tema para plantear una guerra ideológica. Lo cierto es que si el Congreso no adopta alguna medida para remediarlo, a finales de 2016 la cantidad recibida por cada discapacitado podría reducirse un 20%.
La necesidad y la responsabilidad
El debate sobre el posible abuso de las prestaciones por invalidez suscita algunas cuestiones éticas: ¿debe el principio de solidaridad extenderse a aquellas personas cuyo comportamiento pone en riesgo su salud?; ¿con qué criterio calcular las ayudas para que los afectados puedan disfrutar de unos ingresos similares a los de una familia media?
La respuesta no es sencilla. Entre otras cosas debe tenerse en cuenta la situación económica del país; además, tampoco es fácil separar los factores puramente individuales de los sociales en el origen de la obesidad o el alcoholismo de ciertas personas. Sin embargo, el principio de solidaridad obliga al Estado a procurar a cada individuo –y especialmente a los más dependientes– los medios para llevar una vida digna; también a aquellos que hayan cooperado de alguna forma a su situación de dependencia. La necesidad, y no la responsabilidad, debe ser el criterio a seguir.
Otra cosa, mucho más discutible, es cuál sea la mejor manera de hacerlo. En algunos casos, ante la imposibilidad total de trabajar o la inexistencia de otras formas de ayuda, procurar los medios para llevar una vida digna significará ofrecer directamente una prestación económica. En otros, cuando el beneficiario de las ayudas pueda reintegrarse al trabajo, el deber del Estado es ayudarle a hacerlo, con ciertos incentivos –positivos o negativos– si se estima conveniente. Así, además, el dinero ahorrado podrá emplearse en quien realmente lo necesite. Esto satisface tanto el principio de solidaridad como el de justicia.
Pagar por tomar la medicaciónOtro tipo de incentivo llega incluso a dar dinero al enfermo para que siga el tratamiento. Es algo que se ha intentado con infectados por VIH en el Bronx y en Washington D.C., dos zonas donde las tasas de infección son especialmente altas entre gente pobre. En Washington, está infectada el 2,5% de la población, tasa al nivel de la de algunos países subsaharianos. A los participantes en el estudio se les pagaba 280 $ al año por tomar las píldoras antirretrovirales diariamente. Así se hizo a lo largo de tres años con 9.000 pacientes, en 39 clínicas. Sin embargo, los organizadores de la experiencia acaban de anunciar que ha fracasado, según informa el New York Times.. Las clínicas en las que se dio el dinero solo obtuvieron un 5% más de toma regular de las píldoras que las otras clínicas, lo cual se considera estadísticamente no significativo. La iniciativa tenía la esperanza de que los fármacos no solo mejoraran la salud de los infectados, sino que sirvieran también para frenar la extensión de nuevas infecciones. Pues los pacientes que toman la medicación regularmente tienen un 95% menos de probabilidad de infectar a otros. Y actualmente se estima que solo la cuarta parte de los 1,1 millones de infectados estadounidenses toman los fármacos con la suficiente regularidad para dejar de ser transmisores. Según un estudio citado en esa información, cada infección por VIH evitada supone un ahorro de 230.000 a 338.000 dólares, que en gran parte carga sobre los contribuyentes. Los datos indican también que en Washington el principal modo de transmisión es el sexo entre hombres, fenómeno que se repite a escala nacional. También en Europa las infecciones de VIH entre homosexuales han crecido un 33% desde 2004, mientras que la transmisión heterosexual ha bajado un 45%. A pesar de todas las campañas, la promiscuidad con parejas desconocidas y la no utilización de preservativos contribuyen a que las infecciones se disparen en este colectivo. Esto lleva a plantearse hasta qué punto se puede descargar sobre la comunidad los costes de unas conductas que ponen en riesgo la salud propia y la ajena, sin que los interesados hagan nada por cambiarlas. |