La “belleza cinética” de los Juegos Olímpicos

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El nadador francés Leon Marchand, durante una de sus pruebas. (foto: Michael Kappeler / Europa Press)

Se nos van los Juegos Olímpicos, y con ellos, toda una galería de imágenes dramáticas: de la desolación de Carolina Marín a la épica de los marchadores, pasando por el vértigo de los velocistas. Todos ellos nos dejan un testamento común: la belleza de los cuerpos sometidos al esfuerzo de ser gracia en el aire; una belleza virtuosa, en el sentido ético de la palabra, una virtud hecha carne.

Las piscinas siempre me han fascinado. En particular, las piscinas olímpicas. Tan largas, tan implacables. Uno de mis primeros recuerdos olímpicos tiene que ver con ellas. Fue en los Juegos de Londres de 2012 y Michael Phelps era la sensación. Nadó raro, sin ganas: estaba allí, porque tocaba. Pero, incluso con esa predisposición, fue un espectáculo visual. Esos brazos tan largos, el flap antes de lanzarse a la piscina, la mariposa perfecta, el viraje subacuático excepcional. Recuerdo que ese verano no conseguía despegar los ojos de la pantalla, me despertaba pronto por la mañana para las eliminatorias y por la tarde hacía todo lo posible para ver las finales. Estaba fascinada.

Estos días he pensado mucho en ese fervor. En la admiración que generaron en mí esos primeros Juegos Olímpicos. En cómo de la natación pasé a la natación sincronizada y luego al piragüismo, y después al atletismo y a la gimnasia artística; en cómo fui consciente de que esta competición no era solo una fiesta del deporte, sino también una celebración de la belleza.

Los Juegos Olímpicos tienen un cierto je ne sais quoi, que les diferencia del resto de competiciones deportivas, del resto de mundiales y encuentros internacionales. Quizá porque se trata de una amalgama de competiciones de distintas disciplinas que se llevan a cabo en un mismo lugar. O porque en las Olimpiadas, los deportistas no tienen como objetivo la victoria, sino que anhelan y persiguen la gloria. Y puede también que se deba a que es una exhibición de una belleza sobrecogedora, en distintos formatos y con diferentes matices, pero con unas coordenadas que apuntan en la misma dirección: la ansiada –y muchas veces inalcanzable– perfección de movimiento. Una perfección que es modelada por la gracia.

Belleza encarnada

Estos Juegos de París que hoy llegan a su fin nos han dejado instantes repletos de extraordinario bien hacer. De grandísima precisión, con deportistas en estado de gracia llevando a cabo movimientos apoteósicos. Unos instantes que ya han quedado para la historia: la carrera masculina de los cien metros lisos, ajustadísima, pero que, por un torso ligeramente adelantado, dio el oro a Noah Lyles; Léon Marchand en la piscina, protagonista de un espectáculo físico que le coronó como digno sucesor del tiburón de Baltimore Michael Phelps; Katie Ledecky, un portento de brazos y hombros que nadó (y dominó y ganó) la prueba de los 1.500 metros libres como si estuviese nadando unos cuantos largos en la piscina del jardín de su casa. O Stephen Nedoroscik con una victoriosa rutina en el caballo con arcos y Simone Biles ejerciendo ese dominio inigualable en el all-around. O el efecto visual de las saltadoras chinas Yuxi Chen y Hongchan Quan, que durante la final de plataforma sincronizada consiguieron estar tan acompasadas, que llegaron a parecer una única saltadora. O tantos otros momentos –tantísimos–, que hacen visible una presencia: la estela de la belleza en cada movimiento.

Los juegos olímpicos ofrecen un maravilloso espectáculo de virtudes humanas tatuadas en la carne

Por supuesto, la belleza no es el fin del deporte de competición; no es el objetivo primero que persiguen los deportistas de élite cuando se someten voluntariamente, día tras día, año tras año, a esos rigurosos planes de entrenamiento. La belleza no es su fin, pero sí es una presencia constante y un vehículo que sirve para transmitir y hacer palpable una realidad concreta: la belleza del rigor, pero, ante todo, la belleza del ser humano.

Decía el gran David Foster Wallace en un ensayo sobre Roger Federer que la belleza de los deportistas de élite era de un tipo que nada tenía que ver ni con el sexo ni con las normas culturales. Se trata de una relación –entre ella y el deporte– que se asemeja a la que hay entre la valentía y la guerra. Belleza cinética, dijo que se llamaba.

Es la belleza del empeño y de la tenacidad, de un movimiento perfeccionado, tras horas y horas de limar su trayectoria en el aire –y en el agua–. Es la belleza del esfuerzo y la renuncia, del tesón, del don y también del trabajo. Es la belleza del talento reconocido, del talento esculpido, del talento puesto en marcha. Es la belleza de las virtudes humanas tatuadas en la carne, porque el deporte es una de las pocas actividades que no admite engaño, en la que no se puede ir de farol: por mucho talento que tengas, o lo trabajas, o te quedarás en la casilla de salida.

Es la belleza de la virtud, de la educación en las costumbres cívicas del respeto al rival, del compañerismo y trabajo en equipo, de la generosidad y de la paciencia. Es una belleza que no se logra poner en palabras, porque es escurridiza, porque se escapa, porque solo admite la experiencia para su plena comprensión.

Pero, ante todo, es la belleza que se encarna en la reconciliación de los seres humanos con el hecho de tener un cuerpo.

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