¿Ha sido la de París la ceremonia menos inclusiva de la Historia de los JJ.OO.?

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Encendido de la llama olímpica en la inauguración de los Juegos de París, 26 de julio de 2024 (foto: Jan Woitas/DPA vía Europa Press)

Thomas Jolly, el artista queer al que Francia encargó la inauguración de los Juegos Olímpicos de París confiesa que diseñó el espectáculo con un sentido político y con la idea de transmitir las ideas republicanas francesas de inclusión y solidaridad. Sin embargo, después de ver la ceremonia y leer y escuchar las reacciones de muchos espectadores, queda la duda de si, pese a los buenos deseos, la inauguración de estos Juegos resultó excluyente para una gran parte del público.

La ceremonia tuvo una primera polémica muy encendida que, con el paso de las horas y algunas explicaciones, fue bajando en intensidad. Bajo el epígrafe de Festividad parecía representarse La última cena de Leonardo da Vinci. Jesús y los apóstoles se sustituían por dragqueens con posturas insinuantes y la presencia de algunos niños. Fueron muchos los que protestaron por considerar blasfema la figuración. Entre otros, la Conferencia Episcopal francesa, que –con un comunicado ejemplar en el que reconocía los logros de la ceremonia– lamentaba el carácter ofensivo de la perfomance. Sorprendió la reacción del líder de la ultraizquierda, Jean-Luc Mélenchon, que también manifestó su disgusto por la escena: “¿Por qué arriesgarse a herir a los creyentes? ¡Incluso cuando seamos anticlericales! Esa noche –escribió en su blog– estábamos hablando con el mundo. Entre los mil millones de cristianos que hay en el mundo, ¿cuántas personas valientes y honestas hay a quienes la fe les ayuda a vivir y saben participar en la vida de todos, sin molestar a nadie?”.

Al día siguiente, Jolly se defendió diciendo que La última cena no había sido su referencia, que no quería ofender, y que la idea era mostrar un gran festival pagano conectado con los dioses del Olimpo. Jolly no nombró ninguna obra, pero los internautas hicieron los deberes y pusieron nombre a la posible referencia de Jolly, El festín de los dioses, de Van Biljert. En cualquier caso, la “confusión” de los espectadores era explicable. En primer lugar, porque unos minutos antes, el guion de la ceremonia había mostrado el robo de la Mona Lisa –otra célebre obra de Leonardo da Vinci–- por parte de unos minions. Pero, sobre todo, porque la pintura de Leonardo es infinitamente más conocida que la de Van Biljert.

Parece que esto no tiene nada que ver con la inclusión. Pero un poco sí. Diseñar una ceremonia para millones de espectadores en todo el mundo supone tratar de adoptar unos códigos entendibles para la mayoría. Es lo que hizo el director de cine Danny Boyle, creador de la ceremonia de los juegos de Londres 2012, cuando hizo saltar a James Bond de un paracaídas para custodiar a la reina Isabel de Inglaterra. Boyle respetó los códigos, dialogó con los espectadores y no dio lugar a equívocos. Y nadie confundió a James Bond con Jesucristo.

Logros inclusivos

Al margen de esta polémica, hay que elogiar –efectivamente– algunos logros inclusivos. Sacar la ceremonia del estadio y llevarla a la ciudad, además de una novedad, era una manera de acercar los Juegos a un público mucho más amplio. Incluir entre los portadores finales de la antorcha a atletas paralímpicos supone visibilizar y elogiar a estos deportistas y, de paso, a todas las personas que sufren una discapacidad. Al igual que dar protagonismo a Alain Calmat, el ganador olímpico francés más longevo, que recibió la llama olímpica en su silla de ruedas. Por otra parte, y a pesar de las quejas de algunos, tiene bastante sentido la actuación de una cantante como Aya Nakamura: que nació en Mali, se crió en Francia y ha roto todo tipo de récords de ventas y reproducciones. Y no deja de ser un guiño ingenioso que cantara el For me formidable, de Charles Aznavour.

En el diseño de la ceremonia, los deportistas, excepto en el tramo final, fueron actores absolutamente secundarios

Aunque quizás, y en el culmen de la inclusión, estuvo el maravilloso broche final. Una Céline Dion que llevaba cuatro años sin actuar como consecuencia de una grave enfermedad neurológica y que, emulando a Edith Piaf, cantó desde el primer piso de la torre Eiffel y bajó una tormenta inclemente, el Himno al amor.

Una mirada y una ideología que expulsan

Sin embargo, no todo fue inclusión, y en la ceremonia del pasado 26 de julio hubo muchos que se sintieron excluidos. Jolly ha manifestado en alguna entrevista que, al idear la ceremonia, no pensó tanto en el deporte sino en su significado político. Eso fue patente en un diseño de producción en el que los deportistas –excepto en el tramo final y con algunos momentos muy conseguidos como la aparición de Zinedine Zidane y Rafael Nadal– fueron actores absolutamente secundarios. Casi atrezzo.

Pero es que, además, el sentido político de la ceremonia fue dejando “cadáveres” por el camino. Por ejemplo, en la selección de las diez mujeres homenajeadas. La simple enumeración –Olympe de Gouges, Alice Milliat, Gisèle Halimi, Simone de Beauvoir, Paulette Nardal, Jeanne Barret, Louise Michel, Christine de Pizan, Alice Guy y Simone Veil– suscita dudas sobre la amplitud de miras y el deseo de concordia. Sorprendió la insistencia en destacar a varias de ellas como defensoras del aborto, un tema que –se quiera o no– siembra división en la sociedad. Y sorprende también porque no se termina de entender por qué se dejó fuera a mujeres como Marie Curie, Teresa de Lisieux, Sonia Delaunay o incluso Coco Chanel. Por qué ni siquiera se incluyó a las –escasas– mujeres que están en el Panteón de los hombres ilustres. Por aquello de la diversidad y para no reducir todo a la política. Y a una determinada política.

También fue muy criticada la perturbadora representación de María Antonieta decapitada. Algunos vieron una exaltación de la violencia y, de nuevo, el propio Mélenchon denunció “la vuelta a épocas pasadas que nadie querría rememorar”. Otros reprobaron la lectura histórica que transmitía la escena. Unos y otros coincidieron en lo inoportuno de mostrar decapitaciones sangrientas en el contexto de unos Juegos Olímpicos. Simplemente no era ni el lugar ni el momento.

Una parte de la ceremonia se convirtió en un festival “queer”, con su gusto por el exceso, la hipersexualización, lo perverso y lo feo

Pero lo que finalmente excluyó a muchos de la gala fue el activismo queer de Jolly. Un activismo que conlleva una mirada que incluye a algunos…, pero termina dejando fuera al resto. Recurriremos a un filósofo francés –Jean-François Lyotard– para explicarlo. Lyotard sostiene que, una de las características de la sociedad posmoderna es el fin de los metarrelatos, de las explicaciones comunes y casi omnicomprensivas que podían, incluso, dar forma a los Estados. Esta crisis del metarrelato se traduce en la multiplicación de microrrelatos, explicaciones parciales basadas en la subjetividad y que aglutinan a unos cuantos. En las últimas décadas, y con la proliferación de la cultura woke, las políticas identitarias han adoptado estos microrrelatos y, de paso, se han puesto a pelear entre ellas y contra el resto. En ocasiones, parece que estos microrrelatos aspiran a convertirse en el objetivo, convirtiendo lo que por naturaleza es minoritario en general o, al menos, mayoritario. Confundiendo a veces el respeto con la imposición de la mirada.

Esto es lo que pasó en París: una parte de la ceremonia se convirtió en un festival queer, con su gusto por el exceso, la transgresión, la hipersexualización y su imán hacia lo perverso y lo feo. Y lo siguiente que pasó es que por la misma puerta por la que entra esta cosmovisión, salen muchos. Salen los niños (y protestan con razón los que denuncian que en esos momentos de la ceremonia no tendrían que haber actuado niños), muchas familias, otros que no conectan en absoluto con una estética anclada en la extravagancia o que, simplemente, no comparten un credo ideológico. Un credo que, además, se mostró con una agresividad que parece querer esconder los últimos resultados electorales. La gala evidentemente estaba guionizada antes, pero muchos vieron en las encendidas y exageradas manifestaciones alrededor de la ceremonia –“esto es Francia y estos son nuestros valores”– una accusatio manifesta. Un deseo de olvidar que, hace solo unas semanas, millones de franceses habían votado al partido de Marine Le Pen.

Pero hablábamos de inclusión. Y al final, si en una ceremonia en la que apuestas por ella, has dejado fuera a los deportistas, a las familias, a los niños, a las personas provida, a los heterosexuales, a los creyentes y a todos los que no comparten tus ideas políticas, has dejado fuera a millones, muchos millones de personas.

Y eso no es bonito. Y menos en unos Juegos Olímpicos.

Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta

3 Comentarios

  1. Ciertamente confiamos en un diagnóstico que parece mostrar los ultimos e innecesarios alardes perversores de Francia como el canto de cisne de una cosmovisión caduca, quemada por la evidencia, después de dos siglos de lucha contra un irreductible cristianismo bimilenial (y eterno).

  2. “Creo que cuando los hombres de estado se olvidan de su propia conciencia y anteponen sus deberes públicos, conducen a su patria por el camino más corto hacia el caos” (Un hombre para la eternidad, 1966). ¡Enhorabuena, Ana! Un artículo ponderado, incisivo, positivo, documentado y profundo! Felices vacaciones.

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