Gran libro, rico en contenido, escrito con fluidez y cordialidad. Al morir su hermano mayor, Tom, de unos 30 años, el autor decidió dejar el mundo acelerado en el que vivía y accedió a un puesto de vigilante en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (Met). Había sido tres años redactor en The New Yorker y había llegado a la conclusión de que sus pensamientos eran un barullo y sus ambiciones, pequeñas.
En su nueva ocupación su actitud fue la de intentar “absorber la plenitud del mundo” que se le ofrecía. Encontró tranquilidad: dejó de tener la vista puesta en la línea de meta y se acostumbró a una vida que parece “anticuada, incluso aristocrática, en la que las horas se desperdician con principesca indiferencia (por un modesto salario)…
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