Desde la que se suele considerar su presentación pública en el congreso organizado por la Dana Foundation en San Francisco, en el año 2002, el nombre de «neuroética» se ha ido afirmando en los últimos años para designar el estudio de los problemas éticos relacionados con los recientes progresos de la neurociencia. Enrique Bonete explora en su libro esta nueva disciplina, expone sus orígenes y los temas de que se ocupa, y muestra sus relaciones con la bioética, junto con las razones que la han llevado a configurarse como un ámbito de estudio distinto.
El autor divide el amplio y variado campo temático que recoge la neuroética en tres subdivisiones: neuroética práctica, neuroética filosófica y neuroética social. La primera estudia las aplicaciones prácticas de la neurociencia, que interesan en primer lugar a los agentes sanitarios, y que se solapan frecuentemente con temas clásicos de la bioética. La segunda comprende los debates acerca de la contribución de la neurociencia a la ética, mediante el estudio de las bases neurales de la moral, lo que algunos llaman también “neurociencia de la ética”. La tercera se refiere a las implicaciones sociales de la neurociencia y de sus aplicaciones técnicas: un campo que afecta a muchos ámbitos, como la economía, el derecho, la política, y el público en general. Tras una presentación común, este escrito, de carácter introductorio, se centra en la neuroética práctica y, en particular, en dos problemas de especial relevancia: el estado vegetativo y la denominada “muerte cerebral”.
El libro ofrece una buena panorámica general, en la línea de otras obras recientes (como la de J.M. Giménez Amaya y S. Sánchez Migallón, De la neurociencia a la neuroética). Es de apreciar el buen conocimiento del autor sobre la bioética, desde la que realiza su acercamiento, y su amplitud de visión al considerar las diversas corrientes de ética filosófica. En ocasiones da la impresión de que se sobrevaloran las consecuencias filosóficas de los progresos en neurociencia o que se concede demasiado a quienes parecen proponer como uno de los principios de la neurociencia tesis reduccionistas del tipo “el yo es el cerebro”. De todos modos, la lectura ayuda a comprender la relevancia de las consecuencias teóricas y prácticas de los nuevos descubrimientos sobre el sistema nervioso central, también para nuestra visión del hombre.
Los dos últimos capítulos, ya dedicados a lo que el autor denomina “neuroética práctica”, presentan de modo sucinto, pero bien documentado, cómo el desarrollo de las ciencias neurales y de las técnicas de neuroimagen afecta a dos problemas clásicos. El estado vegetativo es un caso particular de la pregunta por los estados y tipos de conciencia. Las técnicas de neuroimagen nos ofrecen nueva información, a veces sorprendente, sobre la actividad del cerebro de quienes no pueden comunicarse con el mundo exterior o viven en un estado de aparente inconsciencia.
La aplicación que el autor propone de los principios clásicos de la bioética a este caso le conduce a las conclusiones más discutibles del libro, como aceptar en algunos casos la posibilidad o aun la conveniencia de disponer de la vida de los pacientes, con su consentimiento (adquirido mediante nuevas formas de comunicación indirecta que ahora resultan posibles) o incluso sin él.
Más matizado resulta, sin embargo, su tratamiento de la “muerte cerebral”, que contiene una buena presentación de los orígenes del concepto y de los problemas que lo acompañan. Resulta claro que los conocimientos de que disponemos nos permiten mejorar el diagnóstico de la muerte, pero también nos ayudan a replantear el problema a la luz de lo que ahora sabemos sobre el cerebro y el lugar que ocupa en el organismo vivo. En los dos casos se pone de relieve la importancia de comprender cuál es la relación de las actividades conscientes del hombre con el organismo vivo que las ejerce. El autor defiende que los avances científicos y tecnológicos no pueden arrinconar las consideraciones éticas, y muestra cómo la postura que se tome ante estas depende de la antropología que se sostiene.
Otro de los méritos del libro es advertir contra los riesgos de un tipo de dualismo muy difundido en estos ámbitos, que identifica al hombre con su cerebro o con algunas de sus funciones, y convierte el cuerpo en una mera herramienta a su servicio.