Un aura rodea todavía a la figura de Trotsky, como si hubiera sido un revolucionario auténtico y no hubiese caído en la tentación personalista del poder, a la manera de Stalin. Esta fama de hombre intachable en lo doctrinario explica que durante la segunda mitad del siglo XX, ser trotskista fuera la forma política más extendida de esnobismo, en especial en Estados Unidos. Y muchos intelectuales –entre ellos Rorty, por ejemplo- sucumbieron a esa moda. Hoy día sigue vigente la Internacional auspiciada por este personaje clave en la Revolución de Octubre, y el trotskismo está situándose estratégicamente dentro del movimiento anticapitalista.
Además de todo ello, hay una razón más para leer este breve repaso por la vida de tal vez el mayor revolucionario del siglo XX y es que la apertura pública de diversos archivos permite enriquecer lo que se conoce tanto sobre los crímenes perpetrados por la maquinaria soviética como sobre sus principales protagonistas. En el caso de Trotsky, auténtico artífice de la Revolución de Octubre, su participación en la caída del zarismo fue subestimada conscientemente cuando Stalin llegó al poder.
Hay un riesgo en la lectura de estas biografías que, sin ocultar el lado más criminal del personaje, aluden a su autenticidad revolucionaria. Por ejemplo, Trotsky se enfrentó a Lenin en las primeras tentativas de los soviets, aunque luego acercaran posturas, de la misma manera que se opuso, ya en los veinte, a la dictadura del partido y a la divinización del líder; pero no hay que olvidar que quien exigió democracia interna para contrarrestar el monopolio de Stalin, reprimió la disidencia unos años antes con una virulencia similar.
Dicen que Trotsky estaba llamado a ocupar el puesto de Lenin, pero que precisamente su activismo y su fama impidieron que alcanzara el poder, a pesar de haber sido el cabecilla del soviet de Petrogrado y de que era sin duda más conocido que Lenin. Éste supo aprovechar, sin embargo, las habilidades retóricas y organizativas de su compañero tanto en asuntos exteriores como a la hora de organizar el ejército rojo en la guerra civil.
En cualquier caso, la vida de Trotsky fue una vida esencialmente política: obsesionado con el marxismo, con la revolución permanente y el internacionalismo, realizó en verdad el sueño de todo dogmatismo ideológico, según el cual es preciso perseguir el fin con independencia de los medios. Tampoco, a juzgar por lo que se cuenta en esta biografía, hubiera sido más humano el régimen de haber logrado Trotsky el poder tras la muerte de Lenin. Estaba más preparado, era más competente intelectualmente, pero ¿habría servido de algo? Trotsky fue responsable directo de muchos crímenes e incluso expuso a familiares y amigos. Tal vez no traicionara la revolución, pero ¿es esta obcecación una garantía política?
Más allá del interés histórico o político, lo cierto es que la vida de Trotsky es, en sentido literal, una novela, dramática e inverosímil.