¿Es posible encontrar alguna constante en medio de las distintas facetas del hombre, pastor, teólogo y profesor que fue Joseph Ratzinger? Una de las claves de este clarividente ensayo de Josemaría Carabante es, a mi entender, la respuesta positiva a esta pregunta, sin menoscabo de lo peculiar de cada una de las dimensiones mencionadas. Esa constante es la convergencia, señalada con abundancia de detalles en el ensayo, entre religión, razón y praxis, purificando a las tres de sus unilateralidades y regresiones. Para dar con ella basta con apurar la religiosidad hasta su verdad como fe en el Logos hecho carne, así como ampliar la razón en sus posibilidades, abriéndola a la trascendencia y, por último, dotar a la praxis de su norte.
Desde esta unidad de fondo se pasa –a modo de ilustración– de ver el juicio final como una amenaza, a entenderlo como el consolador restablecimiento de la verdad y la justicia objetivas, o de considerar la proclamación de la verdad salvadora como una señal de arrogancia, a convertirla en el signo de humildad instaurador del encuentro entre los hombres. Igualmente, el reconocimiento de la verdad prepolítica, en vez de fiarlo todo a la imposición de los unos sobre los otros, como pudiera parecer, lo que hace es conferir a la democracia sus límites y sus valores genuinos, según se explica en estas páginas.
Con toda nitidez destaca Carabante cómo para Ratzinger el cristianismo adoptó desde los comienzos, en seguimiento del Maestro, la vía racional de la verdad frente a las religiones paganas y usó las categorías filosóficas griegas, si bien plegándolas a una verdad de mayor alcance, que tiene su expresión plena en la noción de creatio ex nihilo, en la persona humana como criatura relacional, en el mundo creado por Dios por amor y confiado como tarea al hombre, y en la conciencia moral, que se vincula con la verdad en su vertiente práctica.
El libro también se hace eco en un capítulo del encuentro que tuvieron en Baviera, en 2004, Ratzinger y Habermas. Sobre la base de la necesidad de ensanchar el ámbito de la razón ilustrada moderna, ambos pensadores, pese a sus divergencias de planteamiento, coincidieron en que deben hacerse presentes en la esfera pública las cuestiones de sentido ligadas a las tradiciones culturales y religiosas. Sin ellas, la razón se extravía y engendra sus propios monstruos.
