Desde su aparición en el pensamiento contemporáneo, la brillantez de Byung-Chul Han le ha convertido en un profeta de distopías reales. Su estética austera, ligada al color negro, se alinea con nuestros clichés hollywoodianos de lo que debería ser un emisario de lugares –e incluso de tiempos– remotos con la desagradable misión de advertirnos del desmoronamiento de nuestras sociedades. Con gesto sereno, el filósofo surcoreano ha construido una crítica feroz al sistema político y económico de nuestro tiempo. Necesitábamos –y, por fin, tenemos– una palabra de aliento que nos invitara a reconstruir lo que tantas décadas de deconstrucción han desmoronado. Y ese consuelo nos lo ofrece Han con su último ensayo.
Con su parquedad habitual, el autor de Psicopolítica esboza el potencial positivo de la situación. En apenas ciento cincuenta páginas, Han recorre las relaciones de la esperanza con la acción, el conocimiento y el modo de vivir.
Resulta evidente que la de Han es una esperanza muy marcada por una visión profundamente cristiana. Y es distinta del optimismo. Representa, en cierto modo, etapas diferentes de madurez. El optimista nos hace pensar en el niño o adolescente que confía ciegamente en que todo irá bien. Aun sin mencionarlo expresamente, los trabajos previos de Han nos permiten inferir que el narcisismo actual ha convertido el optimismo en un fenómeno masivo. Padecemos una epidemia de optimismo –también una de su opuesto, el pesimismo– que nos hace ciegos a las posibilidades reales.
Además, el optimismo nos inclina a delegar nuestra responsabilidad –política o de otro orden– y, con ello, nos paraliza e impide cualquier acción. Nadie se esfuerza por lo que considera ajeno a su ámbito de influencia. Se limita a confiar pasivamente. Y en esta inacción deja de idear alternativas a aquello que juzga inaceptable. En este sentido, hoy el optimismo se nos presenta como un sucedáneo de la esperanza.
Lo anterior cobra sentido cuando nos percatamos de que la esperanza nace frecuentemente después de un esfuerzo expreso. En nuestro inconsciente, nacimiento y esperanza están fuertemente ligados con la idea de proyecto. La esperanza tiene ese poso de madurez que no dan los años, sino la experiencia de la vida. Si tenemos esperanza es porque hemos sufrido; pero también porque miramos al futuro sin desentendernos de nuestras circunstancias presentes. La esperanza nos impulsa a actuar, nos ilusiona tanto como nos enfrenta al riesgo del fracaso, explica el autor.
La actitud esperanzada nos hace responsables de nuestra existencia y, por extensión, del devenir de nuestras sociedades. Por eso el cristianismo es la religión de la esperanza y tiene una vertiente social fuera de toda duda. El creyente no es un optimista que aguarda pasivamente la redención, sino alguien que se abre activamente a romper con lo viejo para abrazar lo nuevo. Paradójicamente, cierta dosis de negatividad es esencial para que la esperanza no se degrade en optimismo irracional.
La enseñanza de Han, nuestro profeta distópico, es clara: vivimos tiempos propicios para la esperanza. Precisamente porque la sociedad neoliberal ha impuesto un sistema basado en el aislamiento, la merma de la auténtica creatividad e imaginación y la angustia ante el fracaso, tomar conciencia de nuestra responsabilidad resulta más posible y necesario que nunca. Justo cuando parece que las decisiones nos vienen impuestas, esta reflexión sobre la esperanza nos recuerda que aún podemos tomar las riendas de nuestro futuro –personal y colectivo– y entusiasmarnos con nuevos mundos. Porque la esperanza no se guía por el pasado y la muerte, sino por lo venidero y por el nacimiento de aquello que soñamos.