El vertiginoso desarrollo de la IA, la barbarie de las guerras actuales, el abuso de las redes sociales, la vergüenza de la corrupción y otros muchos asuntos llevan a reclamar el valor de la ética como límite a la arbitrariedad y la prepotencia de la voluntad. Se espera que aquella proporcione algunas normas que, como ocurre con las reglas de tráfico, aseguren que cada uno pueda hacer lo que desee sin avasallar ni obstaculizar a los demás.
Ahora bien, ¿es cierto que la ética solo tiene que ver con las normas y los deberes? José María Barrio, catedrático de Antropología Pedagógica en la Universidad Complutense de Madrid, enseña que, además de esa dimensión prescriptiva, la moral se ocupa de algo más importante: de cómo lograr una vida feliz. Esa es la aspiración humana más universal, inscrita de modo indeleble en el corazón de cada persona.
Culturas muy distintas han identificado cuáles son las conductas más nocivas para el ser humano; el decálogo también se refiere a ellas. Por otro lado, la ley natural aparece en la conciencia individual para después transformarse en base del ordenamiento social. Por mucho que se pretenda una sociedad más justa y humana a través de normativas y regulaciones, no es posible alcanzarla si las personas singulares no son honestas y buenas.
Sin embargo, las intuiciones morales y el principio que ordena hacer el bien y evitar el mal pueden resultar distorsionados e incluso oscurecerse debido a la superficialidad, las pasiones, los malos hábitos o los prejuicios. Es más, todos de algún modo hemos experimentado que la condición humana alberga cierta corrupción que distorsiona el deseo del bien.
La ética deja un gran espacio a la libertad, pues los caminos del bien no están trazados a priori. De hecho, es parte de la vida equivocarse y aprender de los errores, corregirse: la conducta recta es siempre correcta.
La bondad o la maldad moral de las elecciones y acciones del sujeto repercuten sobre él, pues le hacen bueno o malo. Esto es, los modos estables de actuar van forjando hábitos en la persona, que son como una segunda naturaleza en el sentido de que, sin eliminar la libertad, nos inducen de modo natural a elegir bien o mal. Aquellos que nos inclinan hacia el bien –las virtudes– nos liberan de la peor de las esclavitudes: la de uno mismo. Y es que solo es posible crecer como personas si somos capaces de autotrascendernos, de vivir para los demás superando el círculo estrecho de las propias necesidades, ideas, intereses y deseos.
Barrio concluye: “La opción fundamental que todos han de afrontar en la vida es esta: consumirla reteniéndola para uno mismo, o gastarla amando”. Y es muy diferente lo que se obtiene en uno y en otro caso: la ganancia “en el primero es suma cero y en el segundo inmensa”, aclara.