La periodista e investigadora norteamericana Anne Applebaum ha hecho de los regímenes dictatoriales –y de sus émulos en sociedades democráticas– su campo de estudio. Suyas son obras como El ocaso de la democracia, Hambruna roja y Gulag.
En su último ensayo, la historiadora vuelve sobre el tema para ilustrar la transformación y el avance de los gobiernos autocráticos, regímenes que en los años 90 podíamos imaginar ya sepultados o en vías de serlo, tras una victoria en apariencia incontestable del orden liberal.
Pero los pronósticos, a lo que se ve, no se han cumplido con exactitud, y varios regímenes iliberales o dictaduras (cuasi)declaradas gozan de buena salud, la que les da –entre otros factores– el haber aprendido a fraguar alianzas entre ellos sin que las desemejanzas ideológicas sean obstáculo. No tiene nada que ver, por ejemplo, el ateísmo militante del régimen comunista chino con el credo extremista de la teocracia chiita iraní, ni el socialismo bolivariano de Venezuela con el nacionalismo de la Rusia de Putin; pero los líderes de esos países coinciden, eso sí, en la necesidad de colaborar en la represión de sus disidencias para ayudarse a mantener sus respectivos regímenes.
También lo hacen en los intentos de desestabilizar a las sociedades democráticas para que estas no se erijan en un modelo reproducible en sus países: uno que haga perder a los autócratas su poder omnímodo y sus ingentes patrimonios personales.
Claro que, si preocupante es la confabulación de los autócratas, también lo es que el aumento de su influencia se deba en parte a la complicidad de Occidente, que ha mirado para otro lado o ha sido laxo frente a las inversiones y la adquisición de activos en Europa, EE.UU. y demás por parte de esas figuras políticas y de oligarcas ligados a ellas.
Comprobada durante varios años la inacción del mundo libre y de los organismos internacionales ante su mal obrar, las autocracias contemporáneas ya no tienen los pruritos de antaño. En este “vale todo” que, a fuerza de hechos consumados, quiere dejar démodé el orden mundial posterior a 1989, Applebaum inserta igualmente un hecho tan grave como la invasión a Ucrania. Putin –dice– “esperaba demostrar al mundo que el viejo código de conducta internacional ya no vale”. La autora cita palabras del canciller Serguéi Lavrov que denotan abiertamente la intención: “Esto no es por Ucrania, sino por el orden mundial”.
Y ese es el “nuevo orden” contra el que desea alertar este libro: contra el que, de prosperar las intenciones del Moscú –y las de Minsk, Pekín, Caracas, La Habana…–, abandonaría el respeto por la soberanía de las naciones y el derecho internacional basado en normas. Contra ese mundo aún peor que el que conocemos, cuyo advenimiento vendría de la mano de las autocracias, tienen que plantarse las sociedades liberales, esas que, asegura la autora, pueden destruirse por influencia externa o por las divisiones internas, pero que pueden salvarse “solo si quienes vivimos en ellas estamos dispuestos a hacer el esfuerzo”.