El virginiano de 34 años Josh Boone debuta en el largo con una película con un tráiler y un título espantosos (el original es malo; el español, peor). Sus primeros minutos pueden resultar engañosos: te da en la cara un chaparrón de sexo mecánico y cosificado; drogas; un divorciado obsesionado con espiar a la que fue esposa; una chica de 18 años que parece tener 90, cínica y grosera. Y puedes pensar que estás en otra película más de familia disfuncional, humor negro y cinismo a todo volumen, aquí no ha pasado nada, viva la libertad…
Pero no, o al menos no en la línea de papanatismo sensiblero y mentiroso de casi todo el cine norteamericano que se acerca a este jardín; esta película es otra cosa, con sus defectos, con sus incoherencias, pero es otra cosa.
Boone no chapotea entre los restos del naufragio con un bol de palomitas y un algodón dulce. La película duele porque va de un naufragio: te cuenta descarnada que los actos humanos tienen consecuencias y que la playa resultante es un puro pecio. Que si eres promiscuo y destrozas tu matrimonio con infidelidades peliculeras, revientas tu vida y la de tus hijos, que probablemente te imiten o piensen que comprometerse o casarse es una estupidez.
Acierta la película al situar conflictos ya muy vistos en una familia de escritores. El padre, un perfecto imbécil, ha ganado dos veces el Pen Faulkner; la hija acaba de publicar su primera novela en la que ajusta cuentas con la vida, con su vida; el hijo es un porreta sin proyecto que tiene como ídolo a Stephen King; la madre se fue a vivir con el dueño de un gimnasio. La dimensión literaria le sienta muy bien a la historia.
Ciertamente, se puede reprochar a la película que, por desgracia, no siempre hay segundas oportunidades. Pero es una película, hace frío ahí fuera y agradezco que enciendan la calefacción, el calor que desprenden unos actores magníficos que han entendido el guion.