Jean-Michel fue un hombre culto y prestigioso, pero solitario. Con 70 años, pasa la última fase de su vida en una residencia mientras contempla la eclosión de sensibilidades como el feminismo o el movimiento indigenista.
Desde que en 1986 fue nominado al Oscar a la mejor película extranjera por la película El declive del Imperio Americano, el canadiense Denys Arcand se ha convertido en uno de los directores y guionistas más ácidos y certeros del cine. Testament es un epílogo a toda una filmografía que el cineasta presenta a sus 83 años. La película recuerda mucho a algunas genialidades del director, como La edad de la ignorancia (2008) o Las invasiones bárbaras (2003), por su representación y distorsión de una realidad contemporánea que se muestra ridícula en su egocentrismo y banalidad.
La ventaja de Denys Arcand sobre otros cineastas crueles con su época, como Ruben Östlund, Paolo Sorrentino o Michael Haneke, es que su mirada no está tan invadida por la frialdad del cinismo escéptico y la superioridad intelectual. En el fondo de la historia de este anciano reflexivo hay una confianza en la redención humana y en cómo la familia, la apertura y la cultura pueden convertirse en antídotos modernos contra el tedio de una generación agotada de mitologías decepcionantemente individualistas.
Sorprende que el cineasta canadiense siga teniendo ese humor creativo y jovial, capaz de construir tantas escenas ingeniosas que imprimen ritmo y reflexión a una película que abre muchas posibilidades de un debate de hondura sobre los convencionalismos actuales.
