Una remesa de robots naufraga cerca de una isla desierta. Casi todas las máquinas resultaron destruidas o muy dañadas. Una de ellas, la unidad ROZZUM 7134 –o “Roz”–, quedó intacta y, accidentalmente, se activó. Programada para servir, Roz intenta comunicar con las criaturas que encuentra: animales todas ellas. No resulta fácil porque la consideran “un monstruo”.
La novela Robot salvaje, de Peter Brown, apareció en 2016. Fue un éxito inmediato y se ha convertido en una serie; van cuatro libros. Una fábula encantadora que habla de tener corazón, de cuidar de los demás, de servir y proteger el planeta, y que utiliza referentes del calibre de El libro de la selva o El principito, entre otros, no está nada mal.
La película tiene ritmo, tiene humor, y plantea preguntas interesantes sin dar ninguna clase magistral. Roz quiere cumplir su función en un contexto extraño y da sentido a su existencia a costa de superar los límites impuestos por sus programadores, esa Inteligencia Artificial que le lleva –fábula obliga– a ser autoconsciente y a tener sentimientos.
La primera parte es muy divertida y está llena de ocurrentes gags. Con la aparición del pequeño ganso y del zorro, la trama gana en interés dramático y profundidad. A través de estos animales se van anudando relaciones con el resto de los habitantes de la isla. Resulta tan idílico que el director cae en algún tópico ingenuo. La banda sonora de Kris Bowers es excelente.