Claudia, una veterana exactriz, acaba de recibir el diagnóstico de una enfermedad terminal. Su decisión inmediata es la de acudir a una asociación de suicidio asistido en Suiza junto a su marido Flavio, con quien lleva cuarenta años casada. Su hija Violeta se sorprende de esta decisión e intenta hacerles cambiar de opinión.
Carlos Marques-Marcet (10.000 km, Tierra firme, Los días que vendrán) da un salto al vacío con este musical protagonizado por dos sensacionales actores veteranos: la madrileña Ángela Molina y el chileno Alfredo Castro (No, Narcos). Sin embargo, la primeriza Mònica Almirall se convierte en un contrapunto que brilla con luz propia. Ella interpreta a la desconcertada hija que no piensa aplaudir el espectáculo final que preparan sus padres.
El guion utiliza la metáfora de la vida como escenario para contar una historia cargada de apariencias e ironía. En las notables coreografías se muestra una protagonista anciana pletórica de amor a la vida y a su familia, pero cuando la música se apaga, hay diálogos certeros que reflejan una genial manipuladora, un alma perversa envenenada de narcisismo que pretende arrastrar al resto de la familia. De esta manera, la película se acerca más al tono distante y reflexivo de Todo ha ido bien de François Ozon, que al reivindicativo de Mar adentro, de Alejandro Amenábar. No hay ninguna referencia a la trascendencia, pero sí que hay una exagerada frialdad en esa clínica suiza blanquecina e inútilmente adornada con guirnaldas, acompañada de una música clásica que pretende convertir la tragedia en desenlace romántico.