Carlos Saura llamaba exposiciones fílmicas a sus maravillosas películas que otros denominaban documentales de creación: Sevillanas, Flamenco, Iberia, Fados, Zonda, Jota, Las paredes hablan... En ese singular género cabe incluir Los restos del pasar, premiada película –Gijón, Sevilla, los Feroz…– con un apropiado título de poemario. La han dirigido dos jóvenes cineastas nacidos en Baena (Córdoba): el debutante Alfredo Picazo y Luis Muñoz, alias Soto, que ya dirigió El cuento del limonero (2021) y Sueños y Pan (2023), y que aquí firma también el personalísimo guion. Un libreto íntimo y melancólico, hilvanado por la poderosa voz del actor Antonio Reyes, que relata con mimo la amistad entre el pintor baenense Paco Ariza –fallecido en 2023– y un chaval, Pedro (Rodrigo Ramírez), que quiere aprender a dibujar burros y saber quiénes son los ángeles de la guarda, de los que habla mucho el simpático cura del pueblo, Don Jesús (Jesús J. Corredor). Todo ello, justo antes, durante y después de la majestuosa celebración de la Semana Santa, que inunda de belleza y fervor popular las calles de la ciudad, ante la silenciosa mirada de los olivos milenarios y los muertos del cementerio.
En una escena, una mujer es rodada lateralmente y en claroscuro mientra llora entera una saeta a un Cristo en el Huerto de los Olivos que está fuera de campo. Esos tensos cuatro minutos forman parte ya de la antología del mejor cine español. Pero hay otros muchos momentos escalofriantes, la mayoría captados en glorioso blanco y negro por Joaquín García-Riestra Guhl, al estilo de las impresionantes fotografías de José Ortiz-Echagüe sobre la Semana Santa de Cuenca. A ratos, explotan los colores en la subtrama del niño y el pintor. Y, mientras, las dolorosas esculturas siguen saliendo a la calles de Baena, al ritmo sostenido del montaje de Rafael Cano –que siempre saca brillos a la sucesión de pictóricos encuadres– y maravillosamente acompañadas por otras saetas y marchas procesionales, o por la espléndida partitura original de Juan Marpe y Pedro Catalán. Rostros, manos, tambores, trompetas, adoquines, velas, faroles… se suceden en este sentido homenaje a las tradiciones y a la creación artística, convertido también en una lúcida meditación sobre la religión y el inexorable paso del tiempo: la infancia, la madurez y la muerte.
Uno podría estar horas y horas contemplando con asombro y emoción estos ¿recuerdos de infancia? de Alfredo Picazo y Luis (Soto) Muñoz, cuya autenticidad conmueve hasta la lágrima. Pero, desgraciadamente, finalizan a los 83 minutos. No importa, porque se quedan dentro de uno quizás para siempre. Es lo propio del gran cine, lo llamemos como lo llamemos.
Jerónimo José Martín
@Jerojose2002