No te he envenenado,Tobias. Jamás le haría eso a la comida
(Hannibal Lecter, 1.8: “Fromage”)
El doctor Hannibal Lecter es uno de los iconos de la cultura popular contemporánea. Su figura resulta sintomática, además, de la complicada empatía (moral) que demanda la posmodernidad, habitualmente antiheroica, cínica y relativista. El culto psiquiatra, el sofisticado connaisseur, el gourmet implacable interpretado por Anthony Hopkins estaba más loco que una cabra, cierto, pero había muchas cosas en él que cautivaban al espectador y tamizaban la repulsión de un tipo que se merendaba, y esto es literal, a sus víctimas regando el festín con un buen chianti.
Hace dos años el imaginativo Bryan Fuller (Pushing Daisies, Wonderfalls) desembarcaba en la NBC con una apuesta de altísimo riesgo: una precuela de la oscarizada El silencio de los corderos (Demme, 1991) emitida en abierto. Un título seco: Hannibal. El riesgo procedía de partir de un material tan sensible –un serial-killer que reclamaba violencia explícita, según la doctrina del shock que impera en la pequeña pantalla–, que podría indigestar a una audiencia generalista. Porque en Estados Unidos aún se cuida mucho la “moralidad pública”, por llamarlo de algún modo. Así, los canales generalistas en abierto (NBC, CBS, ABC, FOX…) se atienen a un código estricto donde desnudos o palabras malsonantes jamás son aceptadas. Sin embargo, el cable básico (canales como AMC o FX) tiene una mayor permisividad y el cable premium (las series de HBO, Showtime y Starz) constituye el reino del “todo-vale”.
La cuestión es que estas limitaciones quedan en tierra de nadie cuando se trata de reflejar violencia explícita. Ahí no hay regulación ni libro de instrucciones. De hecho, desde hace más de una década una serie tan popular como CSI Las Vegas conjugaba una visualidad extrema con una coartada científica. ¿Cómo abordaría, pues, la representación de la violencia Hannibal? ¿Empleando el exceso gratuito de The Following? ¿Emulando el aroma colorista, poético y onírico de las anteriores producciones de Fuller? Esto último. Por eso Hannibal es tan retorcidamente fascinante.
De momento, el creador de la serie solo tiene los derechos para adaptar la primera de las novelas de Thomas Harris, El dragón rojo, que se centraba en los primeros asesinatos de Lecter, así como en su caza y captura (El dragón rojo también tuvo su adaptación fílmica, con Edward Norton, Ralph Fiennes y el incombustible Hopkins). Sin embargo, uno de los grandes aciertos de la serie es el de asumir ese entorno narrativo simplemente como punto de partida, como perímetro por el que moverse. Una vez ahí, la serie Hannibal queda emancipada de sus famosos referentes fílmicos, de modo que esquiva competir con ella narrativa o dramáticamente. Tan solo genera ecos, cordones umbilicales. Pero es una historia única e independiente. Donde este intento de conjugar tradición e innovación resulta más evidente es en la decisión principal de casting: se mantiene la profesión, la inteligencia y la locura de Hannibal Lecter, pero la interpretación (¡incluso el acento!) del danés Mads Mikkelsen es fría y extrañada, de una rotundidad física que jamás afloraba en el Lecter de Hopkins.
Este alejamiento del referente queda reforzado desde la primera secuencia del piloto, en la que Hannibal avisa de su empeño en fotografiar la locura. El espectador asume habitualmente el punto de vista del agente Will Graham (un psiquiatra, paciente a su vez del Dr. Lecter, que colabora como consultor para el FBI): compartimos sus pesadillas, sus desorientaciones espaciales y las reconstrucciones mentales de los asesinatos. Este inquietante recurso de aire lynchiano multiplica el magnetismo de la serie, convirtiendo cada capítulo en una chuchería para los sentidos. Una hemorragia de encuadres abigarrados, escenas sabrosas, sonidos inquietantes, transiciones intrépidas y motivos barrocos que hacen de Hannibal una de las series más poderosas –y turbadoras– visualmente hablando de la última década. Es una serie que no solo se ve; se huele, se palpa… y hasta se mastica. No en vano, el chef español José Andrés es el asesor gastronómico de la serie, por lo que no extraña la delicia (siniestra) de muchos de los platos que se cocinan en Hannibal.
En “Hannibal”, la exhibición de la violencia pretende animar al espectador a reflexionar
Ética de la representación
Bajo toda esta parafernalia estetizante asoma, necesariamente, el asunto de la ética de la representación. Bryan Fuller crea belleza del mal, convierte el gore en arte, por lo que la pregunta emerge para cualquier espectador con sensibilidad: ¿es Hannibal una propuesta morbosa, inmoral? El debate está abierto, pero la sensación es que la violencia de Hannibal –tan brutal, tan siniestra– no se banaliza, sino que se estiliza para ubicarla en el campo de juego donde se mueve el Dr. Lecter en su lunática partida de ajedrez contra Will Graham, Jack Crawford y demás sabuesos. Forma y fondo se fusionan para exhibir el mal en todo su derroche, pero también en toda su enfermiza locura, saturado de símbolos, surrealista en su imposible lógica de serial-killer. Cada asesinato no es solo una muerte, sino también un mensaje, por lo que, lejos de convertirse en un carrusel sin sentido y gratuito, la exhibición operística de la violencia anima al espectador a una reflexión que ninguna otra serie rompehuesos propone.
Cada una de las dos temporadas emitidas hasta la fecha –la tercera acaba de comenzar a emitirse tanto en EE.UU. como en España– se estructura en torno a los platos de un menú La primera opta por la cuisine francesa; la segunda por el kaiseki nipón; la tercera se aromatizará con un menú italiano. Dada su dureza, puede que Hannibal no sea un plato para todos los paladares. Pero quien se atreva a degustar su carta ha de saber que encontrará sabores irresistibles que ni siquiera imaginaba que pudieran existir en la televisión contemporánea.
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