A menudo, cuando alguien decide hacer una secuela de una gran película, corre el riesgo de caer en la repetición o, incluso, en el simple mimetismo. Es el caso de, por ejemplo, La guerra de las galaxias. Episodio VII: El despertar de la fuerza o El regreso de Mary Poppins, que, sin desmerecer sus predecesoras, evidencian la falta de ideas frescas en Hollywood.
Con Gladiator II, una de cal y otra de arena. Han pasado veinticuatro años, y Ridley Scott y el guionista David Scarpa –con quien Scott ya trabajó en Napoleón y Todo el dinero del mundo– consiguen ofrecer una historia muy entretenida, similar en ciertos aspectos a la del gladiador de Russell Crowe, pero con una trama mucho más compleja, de aires shakespearianos. En esta nueva entrega, las ambiciones, las envidias y las venganzas del mundo político cobran gran protagonismo. Como si de un nuevo capítulo de Juego de Tronos se tratara.
La acción tiene lugar dos décadas después de la muerte de Máximo. El sueño de Marco Aurelio de una Roma “del pueblo y para el pueblo” ha sido rechazado por la ambición de algunos, y ahora la ciudad es gobernada despóticamente por los hermanos Geta y Caracalla. Acacio, el mejor general del imperio, vuelve victorioso de África con un grupo de prisioneros, futuros gladiadores. Entre ellos está Lucio, ahora conocido como Hanno.
Ridley Scott, fiel a su pasión por llevar el cine al límite, aprovecha los avances tecnológicos para superar la espectacularidad de la película original. Las secuencias de batalla, la recreación de Roma y el Coliseo, así como las escenas de la revuelta, se presentan con una grandiosidad visual que impresiona. Y, a pesar de que la historia empieza con una introducción algo larga y lenta, el guion está bien equilibrado y consigue cautivar al espectador a medida que avanza la acción.
Gladiator II es una historia mucho más coral que la primera, y Scott ha sabido rodearse de grandes actores: Joseph Quinn y Fred Hechinger interpretan a los ambiciosos y despiadados emperadores, al nivel del memorable Joaquin Phoenix; mientras que el triángulo formado por Paul Mescal, Pedro Pascal y un imponente Denzel Washington aporta intensidad a la trama. Washington, de hecho, ofrece una actuación que bien podría merecerle una tercera estatuilla.
Uno de los puntos débiles es la banda sonora. A pesar de que siguen presentes algunos acordes de la versión de 2000, la nueva partitura queda lejos de aquella que marcó a toda una generación de cinéfilos. Otro punto débil: algunas licencias históricas, como los tiburones en el Coliseo, o un ciudadano leyendo algo parecido a un periódico, mientras toma un té, son algo ridículas. No obstante, el resultado final es una película notable que demuestra que, más allá del frustrado intento de Napoleón y otros fracasos en su abultada filmografía, es capaz también de llevar a la pantalla grande historias que emocionan y entretienen.
Jaume Figa Vaello
@jaumefv