Baron Noir

PÚBLICOJóvenes-adultos

CLASIFICACIÓNLenguaje soez, Sexo

ESTRENO08/02/2016

EPISODIOS3 temporadas, de 8 capítulos de 50 min. cada una

PLATAFORMAS

“¿Estás enfadado? ¿Los odias? Bien, pues usa ese odio. En política el odio es lo que lleva más lejos” (Philippe Rickwaert, 1.5.). Esta frase que el protagonista de Baron Noir le suelta a un líder estudiantil puede encapsular la postura moral de esta serie francesa tan alabada por los políticos españoles.

En mayo de 2020 Pablo Iglesias, gran aficionado al streaming, tuiteaba: “Acabada Baron Noir. No son tiempos quizá para hablar de series, pero esta es una obra maestra que me encantaría trabajar con estudiantes de políticas. Gracias por la recomendación @sanchezcastejon”. El runrún seriéfilo ha regresado ahora que el vicepresidente ha dejado el gabinete para concurrir en las elecciones madrileñas contra Isabel Díaz Ayuso, en una jugada entre lo nacional y lo regional que emula al protagonista de la serie.

Y es lógico el predicamento de Baron Noir entre el establishment parlamentario. Es un thriller político muy entretenido, repleto de golpes de efecto, puñaladas traperas, discursos memorables, complots de pasillo y lealtades comprables. Todo quisqui se apellida, en realidad, Maquiavelo o Rasputín, y las inacabables intrigas –a ratos, vertiginosas– viajan de Matignon al Elíseo, pasando por la sede del Partido Socialista o el ayuntamiento de Dunkerque.

Porque esa especificidad tan pegada a lo real es una de las claves del éxito de Baron Noir. No ficcionaliza un partido cualquiera, sino el Socialista Francés, con sus tensiones internas y sus tira-y-afloja con los comunistas. No es una ciudad cualquiera, sino la industrial Dunkerque, con su belleza costera nublada, y la sofisticada París, con su coquetería visual palaciega. No son problemas políticos inventados o remotos, sino que se cita el Frente Nacional, las luchas con Bruselas, las limitaciones del sistema educativo, la compra de caciques locales, la integración de los árabes o el inesperado éxito centrista de Macron, espejado en la Amélie Dorendeu de la segunda temporada. Incluso comparece esa tendencia tan francesa de mezclar política y alcoba; recordemos los amoríos y separaciones de Ségolène Royal y François Hollande, por ejemplo. De hecho, todo suena tan familiar y realista que una de las dificultades de la trama estriba en la complicada arquitectura institucional del semipresidencialismo francés, esencial para poder seguir con nitidez las luchas de poder que el relato retrata.

No obstante, aunque a primera vista ese lema de “política, odio y ambición” conforme la espina dorsal, Baron Noir es brillante por su capacidad para trascender las maquinaciones con doble tirabuzón y la retórica populista. Ahí es donde la trillada comparación con House of Cards se queda corta. Haber escogido a un consolidado actor de comedia como Kad Merad (Bienvenidos al Norte, El pequeño Nicolás) para meterse en la piel de un político sin escrúpulos es un acierto de casting, puesto que su aura simpática, de vecino del quinto, le aporta esas briznas de humanidad que lo alejan de la villanía de opereta. Su Philippe Rickwaert es vengativo, taimado y vive en un estado de conspiración perpetua, sí, pero también es un padre preocupado, un amante genuino y un antiguo obrero de convicciones ideológicas a pesar de todo. Esa ambigüedad moral aporta un plus que la serie explota desde el punto de vista emocional, para espolear la tridimensionalidad de sus personajes añadiéndoles humanidad y contrarrestando, aunque solo sea un poco, el cinismo que define su historia.

Cuando aún estaba en rodaje en el Canal+ galo, el título provisional de Baron Noir era Gángsters de la República. No en vano, el detonante de la primera temporada es la desviación de unos fondos públicos –inicialmente destinados a viviendas sociales– que acaban financiando al partido. Crimen y política. Malversación y liderazgo. Mentiras y progreso. Militancia y sociedad. Gángsters y República. Una contradicción que la serie convierte en la base de su constante equilibrismo, una melodía que el propio Rickwaert reivindica para sobrevivir en la esfera pública: “La política es como el jazz. Cuando tocas una nota equivocada, tienes que insistir en ella, y luego se convierte en una improvisación de culto que todos intentarán imitar”. Porque, al final, Baron Noir es la crónica de cómo los principios negocian el poder y cabalgan sus contradicciones. O viceversa.

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