Retirar el crucifijo de la escuela no es una postura neutral

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La Gran Cámara del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, reunida el 30 de junio para decidir la apelación de Italia contra la sentencia que obliga a retirar el crucifijo de la escuela pública, escuchó la intervención de Joseph Weiler, que representaba a ocho gobiernos europeos como partes interesadas a favor de Italia. Joseph Weiler, constitucionalista, profesor de Derecho en la New York University, ha situado la cuestión del crucifijo en el contexto de la laicidad en Europa.

Weiler hace notar que el Tribunal de Estrasburgo invocó en su decisión tres principios claves (cfr. Aceprensa, 23-11-2009). Sobre dos de ellos, los Estados interesados están plenamente de acuerdo: el Convenio Europeo de Derechos Humanos garantiza la libertad religiosa (la positiva y la negativa) y es necesario que la escuela eduque en la tolerancia y en el pluralismo.

Las fórmulas son muy variadas. En Francia, por ejemplo, la laicidad forma parte de la definición del Estado, por lo que el Estado no puede proponer un símbolo religioso en el espacio público. Pero “el Convenio no obliga a ningún Estado a abrazar la laïcité”. Al otro lado del Canal de la Mancha, “en Inglaterra hay una Iglesia oficial, y el Jefe del Estado es también Cabeza de la Iglesia, en la cual los líderes religiosos son miembros de oficio del Parlamento, la bandera muestra la Cruz y el himno nacional es una oración a Dios para que salve al Monarca, y le dé la victoria y la gloria”. Inglaterra no entraría por los estrechos límites de neutralidad marcados por la Cámara.

En Europa hay una gran variedad de sistemas de relaciones entre la Iglesia y el Estado. Más de la mitad de la población europea vive en Estados que no pueden ser descritos como laicos. Inevitablemente, en la educación estatal, el Estado y sus símbolos tienen su puesto. Muchos de ellos, sin embargo, tienen un origen religioso o expresan una identidad religiosa actual. En Europa, la Cruz es el ejemplo más visible, pues aparece en innumerables banderas, cumbres, edificios, etc. Sería erróneo sostener, como han dicho algunos, que la cruz es solo o meramente un símbolo nacional. Es ambas cosas, dada la historia, parte integrante de la identidad nacional de muchos Estados europeos.

Weiler pone un ejemplo: “Consideremos una representación de la Reina de Inglaterra colocada en un aula. Como la Cruz, tiene un doble significado. Es la imagen del Jefe del Estado y es la imagen de la Cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Es casi como el Papa, Jefe de un Estado y Cabeza de una Iglesia. ¿Sería aceptable que alguno exigiera que se quitara la foto de la Reina de la pared de la clase por no ser compatible con sus convicciones religiosas y su derecho a la educación, por ser católico, judío o musulmán?”. Igualmente tampoco podrían ser leídas en clase la Constitución de Irlanda, que hace referencia a la Santísima Trinidad y a Jesucristo, o la alemana, que menciona a Dios.

Ciertamente el derecho a la libertad religiosa debe garantizar que un alumno que no lo desee no pueda ser involucrado en un acto religioso, ni obligado a participar en un ritual religioso, ni que la afiliación religiosa sea una condición para gozar de derechos estatales. El o ella deberían tener derecho a no cantar God save the Queen, si esto contrasta con su visión del mundo. Pero ¿este alumno puede pedir que no lo canten los demás?”.

Una lección de pluralismo

Weiler ve aquí “una enorme lección de pluralismo y tolerancia. Todos los niños en Europa, ateos o creyentes, cristianos, musulmanes o judíos, aprenden, como parte de la herencia europea, que Europa insiste en el derecho a practicar una religión libremente -dentro de los límites del orden público y de los derechos de los demás- y, por otra parte, en su derecho a no creer”.

En muchos de estos Estados no laicos, grandes sectores de la población, quizá incluso la mayoría, no son ya creyentes. Pero la presencia continua de símbolos religiosos en el espacio público, y por parte del Estado, es aceptada por la población secularizada todavía como parte de la identidad nacional y como acto de tolerancia hacia los propios connacionales”.

Puede ser, afirma Weiler, que un día los británicos, como hicieron los suecos, prescindan de la Iglesia nacional o que los italianos decidan democráticamente tener un Estado laico. “Pero esto les corresponde a ellos, y no a este Tribunal, y nunca se ha interpretado que el Convenio les obligara a hacerlo”. “La recurrente, la Sra. Lautsi, no quiere que este Tribunal reconozca el derecho de Italia a ser laica, sino imponérselo como un deber. Pero esto no tiene ningún fundamento en el Derecho”.

¿Pero qué ocurre con la identidad cultural de Europa en una época en que recibe inmigrantes de muy distintos orígenes y religiones? “El mensaje de tolerancia hacia el otro no debe ser traducido en un mensaje de intolerancia hacia la propia identidad”, ni exige que “el Estado se despoje de una parte de su identidad cultural solo porque las expresiones de dicha identidad puedan ser religiosas o de origen religioso”.

A juicio de Weiler, la posición tomada por el Tribunal en su sentencia no refleja el sistema del Convenio, sino que es expresión de los valores de un Estado laico. Adoptar este enfoque supondría “la americanización de Europa, en dos aspectos: primera, una sola y única regla válida para todos; segundo, una rígida separación, al estilo americano, entre la Iglesia y el Estado, como si los pueblos de los Estados no laicos no pudieran practicar la tolerancia y el pluralismo”.

Una postura de parte

El segundo error de concepto que Weiler advierte en la sentencia del Tribunal, ahora apelada, es “la superposición confusa entre laicismo, laïcité y neutralidad”.

Hoy, en nuestros Estados, la principal fractura social respecto a la religión no es, digamos, entre católicos y protestantes, sino entre el creyente y el laico. La laïcité no es una categoría vacía que signifique la ausencia de fe. Muchos la consideran un rico punto de vista que mantiene, entre otras cosas, la convicción política de que la religión solo tiene un puesto legítimo en la esfera privada”.

La laicidad, añade Weiler, es “una posición política respetable, pero ciertamente no neutral. (…) La laïcité quiere un espacio político desnudo, una pared en la clase sin ningún símbolo religioso. Es jurídicamente deshonesto adoptar una posición política que divide a nuestra sociedad, y pretender que de algún modo sea neutral”.

El que haya un crucifijo en el aula no tiene por qué ser percibido como algo coercitivo. “Corresponde al programa desarrollado en la clase italiana contextualizar y enseñar al alumno la tolerancia y el pluralismo. Podría haber también otras soluciones, como mostrar los símbolos de más religiones o encontrar otros modos educativos de apropiados para transmitir el mensaje del pluralismo”.

Las soluciones pueden ser varias y distintas según los países, sugiere Weiler. “Es claro que, dada la diversidad de Europa en este punto, no puede haber una solución vinculante para cada país miembro, para toda aula y toda situación. Hay que tener en cuenta la realidad política y social de los diversos lugares, de su población, de su historia y de la sensibilidad y susceptibilidad de los padres. Pero ni Francia sería la misma con el crucifijo en la clase, ni Italia sin él, ni Inglaterra sin el God save the Queen.”

Una sola regla para todos, como ha decidido la Segunda Cámara, desprovista de un contexto histórico, político, demográfico y cultural, no solo es desaconsejable, sino que perjudica el pluralismo, la diversidad y la tolerancia más auténticas que el Convenio pretende salvaguardar y que son el marco de Europa”.

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