Apelar a la libertad religiosa en los conflictos entre conciencia y ley está resultando eficaz para los creyentes en Estados Unidos. Pero algunos temen que la judicialización de este derecho tenga un efecto rebote en la opinión pública, por el que se acaben viendo sus convicciones como puramente de fe.
La llegada al Tribunal Supremo estadounidense del caso de un pastelero de Colorado, Jack Phillips, que se negó a hacer una tarta para una boda gay por sus convicciones cristianas ha devuelto a la actualidad los conflictos entre conciencia y leyes antidiscriminación por motivos de orientación sexual.
El aumento de la litigiosidad por estas leyes también es visible en el Reino Unido. Un caso parecido es el de unos reposteros de Belfast, condenados a una multa por rehusar hacer una tarta con un lema a favor del matrimonio gay. Nada impide que estos conflictos se extiendan a otros países que cuentan con similares leyes antidiscriminación, como Australia, Canadá, Brasil o España.
Jurisprudencia paradójica
Los abogados de Phillips han fundamentado su defensa en la libertad religiosa y la libertad de expresión, amparadas en Estados Unidos por la Primera Enmienda de la Constitución.
En teoría es una buena baza. Esta línea de defensa ha funcionado en la batalla legal contra el llamado “mandato anticonceptivo”, la norma de la Administración Obama que obligaba a los empleadores a garantizar que sus empleadas recibían sin coste adicional anticonceptivos, incluidos varios tipos de píldora con posible efecto abortivo, y la esterilización en los seguros médicos. En los dos casos que han llegado al Supremo, este se ha puesto del lado de la libertad religiosa.
En Burwell v. Hobby Lobby Stores, Inc. (2014), sentenció que las empresas familiares podían objetar frente al mandato, por imponer a sus dueños una carga excesiva al libre ejercicio de la religión. Y en Zubik v. Burwell (2016), ordenó a los tribunales federales que acomodaran el mandato a las creencias religiosas de las Hermanitas de los Pobres y otras instituciones de inspiración religiosa, obligadas a prestar esos servicios como cualquier otro empleador.
Sin embargo, lo que ha ido bien con el mandato anticonceptivo podría no valer en los casos relativos a las leyes antidiscriminación. Las quinielas aquí son aventuradas. Entre otras cosas, porque “la jurisprudencia en materia de libertad religiosa norteamericana es esencialmente inestable y está llena de paradojas”, como ha explicado en distintas ocasiones Rafael Navarro-Valls, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y experto en relaciones entre Iglesia y Estado.
Además, en el caso del pastelero de Colorado hay una diferencia clave. En Burwell v. Hobby Lobby Stores, Inc., las empresas recurrieron una norma aprobada por el Departamento de Salud y Servicios Humanos. Al ser de rango federal la norma recurrida, el Supremo pudo basarse en la Religious Freedom Restoration Act (RFRA) para reconocerles la objeción de conciencia.
Esta ley federal, aprobada en 1993 con amplio consenso entre republicanos y demócratas, prohíbe al gobierno imponer “una carga excesiva” al ejercicio de la religión, a menos que esa carga sea el medio menos restrictivo de todos los posibles para conseguir un interés público imperativo. El problema es que desde 1997 no se aplica en los estados, por propia decisión del Supremo.
Hasta hace escasos años era relativamente fácil que un estado aprobara su versión de la RFRA: 21 de los 50 contaban con leyes de este tipo. Pero el boom de las RFRA estatales cesó cuando empezaron a verse como licencias para discriminar a los homosexuales, tras una fuerte campaña contra estas iniciativas en Indiana y Arkansas. A principios de 2017, la asamblea legislativa de Colorado rechazó un proyecto de RFRA presentado por los republicanos.
Opción e identidad
A la vista de los dos casos relativos al mandato, cabría esperar que el Supremo instara a alcanzar una acomodación razonable entre las leyes antidiscriminación y las reservas de las personas o instituciones que no quieren verse obligadas a participar en prácticas contrarias a su conciencia.
Es lo que demandan, por ejemplo, las agencias de adopción confesionales que prefieren poner a los niños bajo el cuidado de una madre y un padre, habida cuenta de que ya hay otras agencias que sí aceptan como adoptantes a parejas homosexuales.
Sin embargo, el caso del pastelero de Colorado sugiere que el argumento de que “ya hay otros” dispuestos a prestar sus servicios en bodas gais puede ser insuficiente en estos conflictos. Una de las autoridades estatales que condenó al pastelero tildó su invocación a la libertad religiosa como “una de las retóricas más despreciables que se pueden usar: la religión como pretexto para herir a otros”.
¿Por qué la ponderación de intereses en juego –un criterio habitual para resolver conflictos jurídicos en otros ámbitos– es vista por uno de los lados como un ataque personal en estos casos? Rafael Palomino, catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad Complutense de Madrid, da una pista interesante en su libro Neutralidad del Estado y espacio público.
Su tesis es que, desde la óptica del liberalismo político, la religión tiende a concebirse como una opción de estilo de vida, limitada al ámbito de las preferencias privadas. De ahí que sea más fácil obligarla a ceder ante “las reclamaciones surgidas de la ideología de género [que] han logrado instalarse en el área de la identidad”. Según esta mentalidad, “los ciudadanos no deben discriminar una identidad, que no es cuestión de elección, desde una posición que sí es electiva”.
Discriminado por sus ideas
Un ejemplo de este modo de pensar es la argumentación que sigue el columnista del New York Times David Brooks en el caso del pastelero de Colorado. Si bien Brooks sostiene que Phillips “solo está pidiendo que no le obliguen a participar” indirectamente en la boda, concede que los demandantes, Charlie Craig y David Mullins, tienen motivo para sentirse ofendidos pues “a nadie le gusta que no le presten un servicio solo por ser quien es”.
Pero Phillips no se ha negado a hacerles una tarta porque sean homosexuales, sino porque está convencido de que el matrimonio solo puede ser la unión entre un hombre y una mujer. Y entiende que ceder a sus pretensiones supone dar el visto bueno a una visión que no comparte: rechaza la idea del matrimonio de sus clientes, del mismo modo que ellos rechazan la suya. Y lo que defiende no es un derecho a discriminar, sino a que no le discriminen por sus ideas.
Quizá aquí es donde tiene sentido apelar a la libertad religiosa para corregir la desventaja del marco “opción versus identidad”. Si ustedes no están dispuestos a tomarse en serio el hecho de que me discriminen por mis convicciones –podría decir Phillips a las autoridades de Colorado–, al menos tengan en cuenta que me están discriminando por ser cristiano.
“Sería una victoria pírrica si el éxito en la arena legal llegase a costa de defender que la fe de una persona es un asunto que no concierne a nadie” (Margaret Harper McCarthy)
Este argumento equilibra las reglas de juego en los tribunales, pero abre la puerta a nuevos problemas. De entrada, salen perdiendo la libertad de pensamiento y de expresión, pues parece que solo puede recibir protección por sus ideas quien consigue colarlas en el terreno de la identidad. La defensa de la libertad religiosa funcionaría entonces como una sutil presión sobre los creyentes para que se abstengan de dar razón de sus posiciones en la esfera pública: solo si aceptas que para ti el matrimonio es la unión entre hombre y mujer porque eres cristiano, te ampararé.
Imposible neutralidad
Sobre este riesgo dio la voz de alarma Patrick Deneen cuando empezó a organizarse la batalla legal contra el mandato anticonceptivo. Más recientemente, Margaret Harper McCarthy ha retomado sus argumentos, situándolos en un contexto más amplio.
Deneen, director y fundador del Tocqueville Forum on the Roots of American Democracy de la Universidad de Georgetown, fue uno de los intelectuales que se opusieron públicamente a la primera “solución de compromiso” ofrecida por Obama a las instituciones de inspiración religiosa, pues entendió que el problema de fondo –forzar a alguien prestar unos servicios contrarios a su conciencia– seguía en pie. Pero también se opuso al modo en que muchos críticos del mandato enfocaron su respuesta, haciendo el juego al liberalismo dominante.
En vez de entrar al debate sobre si el acceso gratuito a la anticoncepción era un derecho de la mujer, del que dependía su salud –como argumentó la Casa Blanca–, optaron por pedir “protección para su conciencia, reclamando una esfera hacia la cual el Estado debería manifestar indiferencia, en la que no pudiera inmiscuirse”. De esta forma, podía parecer que las Iglesias tradicionales estaban pidiendo respeto para “sus locas creencias”, mientras se comprometían a no perturbar el espacio público. Buscaban “el permiso del Estado en los únicos términos admitidos por un Estado liberal: tenemos un conjunto de creencias privadas que no perjudican a nadie; déjenos en paz y estaremos callados”.
Para Deneen, la solución no era sencilla. E incluso admite que apelar a la libertad religiosa “quizá era necesario (…) si querían tener opciones a ser escuchados en la esfera pública y en los tribunales”. Pero hace esta advertencia para que nadie se llame a engaño: a quienes sueñan con un espacio público neutral, les recuerda “la incapacidad del liberalismo para mantenerse indiferente ante las elecciones individuales”. Al final, siempre toma partido por la autonomía absoluta frente a cualquier concepción del bien.
Dos debates distintos
Las reflexiones de Deneen son oportunas. Sin embargo, se le puede objetar que el hecho de que el Tribunal Supremo brinde protección a la libertad religiosa es una forma de reconocer el papel de la religión en la vida pública. Como dijo The Becket Fund for Religious Liberty a propósito de Burwell v. Hobby Lobby Stores, Inc., “el Tribunal Supremo ha reconocido que los estadounidenses no tienen por qué perder su libertad religiosa cuando gestionan un negocio familiar”.
La cuestión –y en esto reside, a mi juicio, el principal acierto de Deneen– es si el propietario de Hobby Lobby se oponía a dispensar métodos anticonceptivos con posible efecto abortivo solo por motivos religiosos, o si era capaz de dar razones aceptables por todos.
En este sentido, es interesante la reforma al mandato aprobada por la Administración Trump el pasado octubre: no se limita a reconocer el derecho a objetar de las instituciones de inspiración religiosa, sino que amplía la protección a cualquier empleador que se oponga al mandato por considerarlo contrario a sus convicciones éticas.
A Deneen también se le puede matizar que fundamentar la estrategia legal contra el mandato anticonceptivo en la libertad religiosa no excluye el debate mediático sobre los llamados “derechos reproductivos” de las mujeres, incluidos el acceso gratuito a anticonceptivos, la píldora del día siguiente y la esterilización.
Como recuerda Margaret Harper McCarthy, editora de Humanum Review, mientras se desarrollaban los pleitos que acabarían llevando el mandato ante el Supremo, la organización Women Speak For Themselves –integrada por más de 40.000 mujeres– protestó contra el intento de los demócratas de convertir “en nombre de las mujeres” el aborto o la anticoncepción en dogmas incuestionables. La iniciativa, dice McCarthy, “se constituyó precisamente para dar argumentos públicos de por qué la contracepción era perjudicial para la salud de las mujeres en muchos niveles”.
La luz del testimonio cristiano
También ella cree que es comprensible la estrategia legal de ampararse en la libertad religiosa en un momento en que falta tolerancia hacia las instituciones católicas y evangélicas. “¿Qué creyente no se alegra al ver que las Hermanitas de los Pobres no tienen que cerrar sus puertas, gracias a los incansables esfuerzos realizados en su nombre sobre la base de la libertad religiosa?”.
Pero, al igual que Deneen, advierte de los costes que pueden derivarse de esta estrategia. “Sería una victoria pírrica si el éxito [de los creyentes] en la arena legal llegase a costa de defender que la fe de una persona es un asunto que no concierne a nadie”.
McCarthy observa una paradoja: pese a que la libertad religiosa es un tema del que se habla mucho en la opinión pública estadounidense, lo cierto es que sigue siendo discutida. “Esto nos sorprende porque, a fin de cuentas –pensamos– no estamos imponiendo nada a nadie. (…) En cambio, se nos dice que estamos pidiendo permiso para odiar. ¿Por qué?”.
Uno de los motivos que da tiene que ver con la imposible neutralidad de la que hablaba Deneen. Por mucho que la sociedad liberal o los propios creyentes se empeñen en privatizar sus creencias, la realidad es que sus convicciones en determinados debates de actualidad son –o deberían ser– “juicios racionales sobre la naturaleza de las cosas (el matrimonio, el cuerpo, la salud…), con repercusiones inmediatas en la vida pública y social”. De ahí que rara vez se vean como un asunto privado. Un cristiano puede perder esto de vista, pero sus oyentes “tienen claro que está hablando sobre cómo son las cosas”. Y esto, en un Estado liberal que dice ser neutral respecto a cualquier concepción del bien, inevitablemente crea tensiones con las Iglesias.
La conclusión de McCarthy es que, en este clima cultural marcado por el fideísmo y el laicismo, cada vez será más decisivo el testimonio de los cristianos en la esfera pública. “El modo en que conviven, en que educan a sus hijos, en que dan vida a sus parroquias y a sus vecindarios, en que trabajan y cuidan el medio ambiente, mientras beben de las fuentes de la tradición cristiana” será ocasión de “dar respuesta a todo aquel que les pida razón de su esperanza” (cfr. 1 Pedro 3, 15).
Una nueva pedagogía de la libertad religiosaLos obispos estadounidenses están apoyando la estrategia de invocar la libertad religiosa en los conflictos entre conciencia y ley. Pero también están alerta a los reparos que suscita, como se ve en la guía que han publicado este año bajo el título “Cómo hablar sobre la libertad religiosa”. Frente a quienes temen el efecto rebote de la privatización de la fe, como Deneen o McCarthy, subrayan que la libertad religiosa incluye el derecho de los creyentes a proponer, como cualquier otro ciudadano, su visión del mundo. “No solo estamos defendiendo la libertad frente a la coerción para que nos dejen en paz. Estamos convencidos de que lo que enseñamos –sobre el matrimonio, el sexo, la vida familiar, la acogida a los refugiados, el cuidado de los pobres, de los enfermos y de los vulnerables– es bueno para la sociedad”. También responden a quienes dicen que las garantías a la libertad religiosa se pueden aprovechar para discriminar. En realidad, explican, el “daño” que se atribuye a los creyentes en estos casos consiste simplemente en que no quieren participar en una práctica que consideran contraria a sus convicciones. En una sociedad pluralista esto no debería suponer un problema, pues –si de verdad lo es– “sabrá hacer espacio a aquellos que no suscriben la mentalidad dominante”. Y a quienes ven la libertad religiosa como un privilegio de los creyentes, les recuerdan que es un derecho fundamental, cuyo reconocimiento protege a toda la sociedad. “Un gobierno que obliga a un grupo a elegir la obediencia al Estado por encima de la obediencia a la fe y a la conciencia, puede forzar a cualquiera a someterse a las exigencias del Estado. La libertad religiosa protege a todo el mundo”. |