Unos pocos segundos, una ligera variación del ángulo, un par de centímetros… y la foto “estrella” de Donald Trump del fin de semana hubiera sido totalmente otra. Nunca sabremos si fue un compás de más en la respiración del tirador o un simple pestañeo a destiempo lo que le impidió hacer diana. Tampoco él verá nunca la instantánea que su atentado in péctore le facilitó hacer a Evan Vucci, fotorreportero de AP, quien quizás ese día pensaba enviar a la redacción unas imágenes corrientes, sosas, típicas de mitin electoral.
Pero no. Una de ellas, la más icónica, trasunta cierta épica, como la que le otorga a la recreación pictórica de una batalla el gesto del protagonista de levantar el puño en actitud rebelde o la espada ante el enemigo que lo ha abatido de un disparo o de una estocada en el corazón. O de un lanzazo, como Aquiles a Héctor, que cae con elegancia, ceñido el casco, empuñando la lanza. Vencido, pero no esclavo ni súbdito.
La imaginería patriótica de las naciones está repleta de escenas de este corte, y en la de Vucci hay también ingredientes heroicos que evocan alguna imagen de la historia reciente de EE.UU.: Trump, herido en la oreja derecha –una oreja siempre será menos poética que el corazón, pero también sangra, y a efectos enardecedores vale–, agita el puño mientras insta a la “tropa” de sus incondicionales a dar la batalla: “Fight! Fight! Fight!”. Los otros elementos de la composición cooperan involuntariamente en la gesta: los agentes del Servicio Secreto –en su momento a esta agencia le caerán las del pulpo por no haber detectado al tirador– quedan inmortalizados en acción, en movimiento, inclinados en un esfuerzo de protección al líder republicano. Sobre ellos, sobre el conjunto, ondea libre y a modo de aura semidivina la bandera de las barras y las estrellas. La imagen nos chasquea los dedos en la cara: “Espabila: somos Estados Unidos, land of the free y home of the brave. Que nadie se equivoque”.
La memoria conecta la foto con otra de hace 75 años: la del pequeño grupo de soldados americanos que plantaron la bandera en una colina de la isla japonesa de Iwo Jima, en mitad de un combate contra las tropas imperiales. La carga simbólica de la acción era fuerte y provocó los gritos de júbilo de otros combatientes que observaban desde la distancia, lo que llamó la atención de los japoneses –hasta ese momento metidos en trincheras para guarecerse de la metralla de la US Navy–, quienes empezaron a disparar en dirección a esos atrevidos yankees.
Observe la imagen: es solo un asta, una bandera y seis marines. A simple vista, puede suponerse que no requiere gran fuerza colocar el mástil en posición vertical, enterrarlo, apisonar la base e irse a seguir vapuleando samuráis, “que a eso vinimos”. Con dos hombres hubiera bastado, pero son seis, y ninguno se está quieto: uno clava el asta y el resto, en posición inclinada, de empuje, la sostiene en modo “esto me está costando que no veas”. Hay uno que incluso se estira, en el borde exterior, para siquiera rozar la vara, pero no lo logra, al menos no en el milisegundo en que el diafragma de la cámara se abre y se cierra.
El conjunto, sin embargo, está logrado, y cuando el presidente F.D. Roosevelt lo ve, le parece un excelente motivo para ilustrar los bonos de guerra con que el país estaba sufragando la compra de material bélico y el mantenimiento de las tropas. Solo con el bono de los chicos de Iwo Jima se colectaron en seis semanas unos 26.000 millones de dólares.
Sí, está visto: las imágenes remecen la conciencia y animan al personal, a veces en un arranque de fervor y compromiso… que dura minutos, y a veces de modo más perdurable. Sucedió en septiembre de 2015, cuando la foto del niño refugiado sirio Aylan Kurdi, ahogado y arrastrado por las olas a una remota playa griega, hizo aumentar las muestras de solidaridad en Europa –entre la gente común y, en parte, en los gobiernos– para con los que huían de las bombas de Al Assad. La imagen se viralizó y las donaciones se centuplicaron durante… cinco semanas, para después volver a sus modestos niveles previos. Fue también movilizador el caso de la niña del napalm, la chica vietnamita que corría desnuda hacia el fotorreportero en busca de ayuda por las horribles quemaduras que había sufrido tras un bombardeo norteamericano en 1972. El testimonio gráfico de ese dolor sin sentido, del mal causado a los inocentes, fue utilizado masivamente como otro argumento más contra aquella guerra –que no acabó, por cierto, sino tres años más tarde– y quedó así grabado en la conciencia colectiva, incluida la de quienes no estábamos aún en este mundo.
Ya que ahora sí estamos, volvamos los ojos a la foto del domingo. ¿Alguien duda de su efecto movilizador? Sería aventurado imaginar que Trump, tras el disparo, yacente sobre la plataforma para evitarse un segundo balazo en la misma oreja o en la aún intacta, estuviera pensando en el rédito político de todo esto –algunos sí pensaron prontamente en la tajada económica: las camisetas con la foto del puño en alto ya se venden por miles en Amazon y en otras webs– Pero nuestro hombre es un showman natural, con un olfato y un instinto ajenos al currículum de cualquier business school: en cuanto lo pusieron sobre sus pies buscó inmediatamente las cámaras con un brío impropio de alguien que está en ese momento bajo amenaza de muerte –“Fight! Fight! Fight!”–, lo que hace imaginar que los chefs y asistentes de cocina de la Casa Blanca habrán comenzado a comentar entre ellos en ese mismo instante, con discreción, qué postres eran los que más le gustaban al exmandatario. Y el resto del mundo, al ver aparecer a Biden ese día y los siguientes en la tele, estará entornando los ojos con compasión: “Gracias, old Joe, gracias, pero ahora no tienes nada más que hacer”.
Queda mucho para noviembre, sí, pero la sangre en la oreja y en la mejilla de su desafiante adversario puede llegar a la fecha sin secarse.