Hace más de treinta años, Judith Skhlar, una letona que recaló en Estados Unidos huyendo de los totalitarismos europeos, abogó por el “liberalismo del miedo”, un ideal político basado en el temor a los totalitarismos y en la huida del sufrimiento. Pero nuestra época se ha encargado de mostrar que las fortalezas de este sistema pueden ser, asimismo, sus debilidades.
Sus análisis -muy pragmáticos- proporcionan hoy un marco conceptual para explicar los cambios y las contradicciones de nuestro sistema político. Por ejemplo, cabe recurrir a su obra para comprender por qué hoy sentimos que hemos perdido derechos o que hay libertades que están en crisis.
Política minimalista
De hecho, Skhlar está de moda: sus principales ensayos se siguen publicando y aparece mencionada, una y otra vez, por analistas de distinto signo. Lo más relevante es que evidencia esa decantación minimalista del liberalismo: nacido como respuesta a las guerras de religión, constituye un programa político bastante escuálido.
Nada de esto resulta de por sí problemático y es lógico que la democracia liberal haya merecido elogios desde Hayek hasta la propia Skhlar. Cuando arrecia la tempestad de ideologías bárbaras, nada mejor que el escudo protector frente al miedo. Ahora bien, el sistema se desfonda cuando la amenaza totalitaria desaparece.
Por esta razón hoy se ha extendido la sensación de que en las democracias avanzadas las libertades están recortándose. Bien mirado, no existen tantas diferencias entre las decisiones que toman los líderes autoritarios y las estrategias para amañar las instituciones que se han utilizado en algunas democracias avanzadas.
¿Acaso solo en Hungría o en Moscú se cercenan la independencia judicial o la libertad de expresión? ¿No se están limitando innecesariamente algunas libertades también en democracias liberales?
Cancelaciones y corrección política
El autoritarismo quiebra la división de poderes, pero en España las puertas giratorias entre las instituciones del Estado dejan mucho que desear. Por otro lado, la cancelación de quienes no comulgan con el mainstream, como J. K. Rowling, demuestra que no crece la hierba de la libertad en nuestra “era de los líderes autoritarios”, como la ha denominado G. Rachman en un ensayo homónimo.
Existe entre la población una percepción creciente de que hay imposiciones y coacciones bastante iliberales dentro de los regímenes liberales. Esto, unido a la sensación de crisis institucional, está dando alas a formas más radicales de hacer política, que ni siquiera Skhlar advirtió.
Muchos analistas han señalado que cuando se extienden las cancelaciones y se difunde la fuerza irrestricta de la corrección política, los presupuestos del proyecto liberal se disipan. Y es cierto. Lo que se pasa por alto es que, por paradójico que pudiera parecer, la deriva contraria a la libertad a la que hoy asistimos trae causa de la misma propuesta moderna
Cierto es que se ha acudido a las grandes obras de Shklar para refundar el liberalismo y recordar hasta qué punto es insustituible. Ahora bien, su obra puede leerse de otro modo; podemos, efectivamente, fondear en ella para percatarnos de esa dinámica siniestra que lleva a democracias reacias hasta la costa de lo woke.
El sufrimiento como sumo mal
Esta judía de Riga era consciente de adónde conducían las utopías y, por eso, defendió un liberalismo desencantado, descafeinado de valores, guiado por dos principios irrenunciables: la búsqueda de la autonomía y la erradicación del sufrimiento.
Los análisis de Shklar -muy pragmáticos- ponen de relieve una cosa: que los logros del liberalismo son, al tiempo, sus debilidades
Para ella, la lucha contra el totalitarismo era la principal aportación del “liberalismo del miedo”, basado en un mero “control de daños”. Este modelo se aleja del “liberalismo de los derechos”, que reconoce a los individuos la potestad de realizar demandas y al Estado la obligación de satisfacerlas, y del “liberalismo del desarrollo personal”, que busca crear las condiciones para que los ciudadanos se autorrealicen.
El “liberalismo del miedo” atiende solo a evitar la crueldad. Es una doctrina política negativa porque, sobre la base de que el sufrimiento es el mayor mal y de que para evitarlo hay que limitar radicalmente el poder, prescinde de argumentar en favor -o en contra- de otros principios o valores: no se trata tanto de buscar el bien común, como de evitar el dolor, el sumo mal.
Del miedo al victimismo
Las ideas políticas de Shklar nacieron al calor de su propia experiencia, pues tuvo que lidiar con persecuciones y sintió en sus propias carnes el odio y la discriminación. Su trayectoria vital la hizo especialmente sensible a cualquier hostigamiento y gracias a ello se mantuvo siempre alerta a las brutalidades más o menos explícitas del poder político.
Partiendo de que el sufrimiento es el mayor mal y de que para evitarlo hay que limitar radicalmente el poder, el liberalismo del miedo prescinde del resto de valores
De ahí que en su obra se sirva, por ejemplo, de la literatura o de otras manifestaciones culturales para explorar la vivencia de las discriminaciones, el dolor o la injusticia. Estaba tan convencida de que “es el miedo a la crueldad y el sufrimiento lo que debe inspirar la política” que recriminó que la filosofía social se hubiera dedicado a elucubrar sobre la justicia en lugar de proponerse, con realismo, desterrar a su opuesto, la injusticia.
No es de extrañar que uno de sus libros más importantes llevara por título Los rostros de la injusticia y que en él exigiera tener en cuenta la experiencia de las víctimas de la iniquidad para ofrecer una democracia a la altura de los tiempos. Propuso, así, un liberalismo basado en la indignación pública y en la integración de la visión de quienes se sienten discriminados o excluidos en la esfera pública.
Ideas peligrosas para el liberalismo
Un proyecto político garantista y enfrentado de forma valiente contra la opresión es encomiable. De ello no cabe duda. Pero una vez han caído los regímenes violentos, el liberalismo del miedo solo puede sobrevivir auscultando nuevas injusticias e identificando opresiones más sutiles cuando las más flagrantes y materiales han caído.
El movimiento woke consiste precisamente en eso: inquiere qué minoría se siente oprimida –cultural, étnica, religiosa o sexualmente– y se propone redimirla.
Sería poco razonable convertir a Shklar en adalid del pensamiento woke y de ese victimismo veleidoso y acomodaticio que tan dañino se ha mostrado para las libertades públicas. Pero lo cierto es que la forma de entender la política que se ha instalado en democracias supuestamente asentadas se ha nutrido al menos de dos sugerencias que aparecen en sus ensayos, sin tener en cuenta que el contexto histórico se ha modificado sustancialmente.
En primer lugar, el antiliberalismo surge cuando se alimenta la pesadilla de las dominaciones, las crueldades y la amenaza de nuevos fascismos, pues estos supuestos peligros exigen un estado de excepción, hasta el punto de que se justifican las vulneraciones de derechos básicos. Por ejemplo, se puede limitar la libertad de expresión, siempre y cuando su ejercicio pueda cuestionar la ideología dominante.
Shklar, además, recomendaba ser escrupulosos a la hora de atender a la voz de quienes sufren. Aunque reconocía que muchas veces las autopercepciones pueden ser engañosas y exageradas, el descubrimiento de las injusticias no puede llevarse a cabo sin tener en cuenta los sentimientos de las potenciales víctimas. No se le pasó por alto que, a veces, la cólera pública tiene costes políticos y que un victimismo radicalizado puede dar a lugar a un liberalismo autoritario. Eso, inexorablemente, lleva del liberalismo del miedo a un liberalismo sin libertad.