Por qué leer y releer a los clásicos

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Por qué leer y releer a los clásicos

Muchas personas sienten interés por conocer a los clásicos. Pero es importante entender en qué radica el valor que tienen. Es lo que pretendo mostrar mediante el acercamiento a las obras de cinco de los grandes de la literatura universal: Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare y Cervantes.

A quienes desean acceder a las obras de esos autores, o a quienes deseamos animarles a que lo hagan, conviene comenzar por advertirles que sus libros no suelen ser fáciles y hace falta tener la disposición de concederles horas de lectura con las mínimas interrupciones, y, casi siempre, de abordarlos con la compañía de un guía o una buena edición crítica que nos oriente.

También, al empezar, son luminosas las consideraciones de G.K. Chesterton, en su ensayo Charles Dickens, acerca de que un clásico, “un rey del que se puede desertar, pero a quien no cabe destronar”, es un libro que podemos elogiar sin haberlo leído. Esto no es injusto: simplemente indica respeto por las conclusiones de la humanidad. Asumimos que Beethoven fue un gran músico o que Dante fue un gran poeta. No aceptarlos por no haber escuchado al primero o por no haber leído al segundo, equivale a no creer que el Everest es alto porque nunca lo hemos escalado o que el Polo Norte es frío porque no hemos ido allí. La peor clase de escéptico no es el que duda de Dios sino el que duda de los hombres, dice Chesterton.

Y una tercera indicación previa, la de cómo debemos afrontarlos, la plantea Ernst Gombrich cuando indica que nos debemos alinear con la tradición contra nuestras propias reacciones: “De hecho, podemos pensar, en lo que a las cumbres del arte se refiere, que no somos tanto nosotros quienes ponemos a prueba la obra maestra, como que es ésta la que nos prueba a nosotros” (Ideales e ídolos). Esa idea la plantea del siguiente modo George Steiner: “El clásico nos interroga cada vez que lo abordamos. Desafía nuestros recursos de conciencia e intelecto, de mente y de cuerpo (…). El clásico nos preguntará: ¿has comprendido?, ¿has re-imaginado con seriedad?, ¿estás preparado para abordar las cuestiones, las potencialidades del ser transformado y enriquecido que he planteado?” (Errata. El examen de una vida).

Homero y Virgilio

Cuando he querido animar a leer a Homero, el autor por el que siempre se ha de comenzar, he recurrido a expresiones como la de que leer la Ilíada es aprender que perder puede ser la mejor forma de ganar,  y ganar, una forma de perder, o la de que la Odisea nos habla de que la gran aventura es siempre volver a casa y que, como decía Borges, es quizá el relato de aventuras “más admirable que jamás haya sido escrito o cantado” (Arte poética).

Pero también vale la pena recordar que Homero es el primer y más grande creador y formador de la humanidad, o que sus obras contienen el primer elogio de la justicia: en unos versos de la Ilíada se revela “la creencia de que Zeus promueve terribles tempestades en el cielo cuando los hombres conculcan la justicia en la tierra”; en la Odisea, de forma más clara, “hallamos la creencia de que los dioses son guardianes de la justicia y de que su reinado no sería, en verdad, divino, si no condujera, al fin, al triunfo del derecho” (Werner Jaeger, Paideia).

En mi experiencia, es más costosa la lectura de Virgilio. En su momento, muchos estudiamos que, para escribir la Eneida, se había basado en la Ilíada y la Odisea y que, por tanto, su historia no era original; y que había preparado su obra para satisfacer los deseos del César de apuntalar el Imperio y que, por tanto, no era el suyo un objetivo puramente artístico. Pero si las premisas eran ciertas, las conclusiones, formuladas así, eran falsas: mejor hubiera sido haber leído la obra teniendo noticia de su verdadera originalidad –formal y temática– y de su valor poético –tanto por la perfección de sus versos como por haberse atrevido a medirse con Homero–; y que nos hubieran explicado mejor que Virgilio “está en el centro de la civilización europea, en una posición que ningún otro poeta puede compartir o usurpar” (T. S. Eliot, “¿Qué es un clásico?”, en La aventura sin fin).

“Valorar la obra de un clásico es una tarea que nos toma toda la vida, puesto que a medida que ganamos madurez, iremos comprendiéndolos mejor” (T.S. Eliot)

La Eneida, un extenso poema limado “línea por línea”, escribió Jorge Luis Borges, “es el ejemplo más alto de lo que se ha dado en llamar, no sin algún desdén, la épica artificial, es decir, la emprendida por un hombre, deliberadamente, no la que erigen, sin saberlo, las generaciones humanas”, como fueron las obras de Homero; es asombroso que Virgilio se propusiese confeccionar una obra maestra y que la lograse. No es nada común un héroe como Eneas, que comienza su viaje de huida llevándose consigo y poniendo a salvo tanto a su padre como a su joven hijo, un héroe al que Virgilio califica, en contraste con los héroes homéricos, como piadoso, palabra que a un hablante moderno le hace pensar en la devoción religiosa, pero que los primeros lectores de la Eneida entendían como “diligente”, como buen padre y buen hijo, y como alguien con un profundo sentido del deber hacia su gente y hacia su patria.

La epopeya de Dante

La Divina Comedia es difícil para muchos lectores de hoy, pues –advierte José Mateos– “hay una distancia mayor entre el mundo de Dante y el nuestro, que entre el mundo de Homero y el nuestro”, algo que también podemos ver como una ventaja, pues “nos saca de raíz de nuestro mundo, de la tierra abonada por la soberbia científica propia de nuestro tiempo”. Es difícil también porque “pide una lectura diferente a la de otras obras del pasado, pide constancia y esfuerzo como ninguna otra obra, pide una atención dilatada a lo largo de los años”; y esto quiere decir que “no ha leído la Divina Comedia quien la ha leído una sola vez”.

Si en las epopeyas del pasado se alababan o admiraban las virtudes de los héroes –la fuerza y valentía de Aquiles, la prudencia y astucia de Ulises, el compañerismo y la piedad de Eneas–, Dante, “al ponerse a sí mismo como protagonista y resaltar sus torpezas y arrepentimientos”–añade Mateos–, viene a decirnos que la epopeya más arriesgada es la vida de cada uno y que “todos podemos ser héroes morales de nuestra vida”. A diferencia de Homero y de Virgilio, Dante es el narrador y el protagonista de su obra, un cambio de posición que podemos poner en el origen de toda la poesía moderna; y mientras que Homero y Virgilio son sólo una voz y una mirada –aunque sean una voz y una mirada que sobrevuelan a hombres y dioses–, “Dante, por el contrario, está en su poema de cuerpo entero, lo vemos esforzarse y abrirse camino como un explorador: a machetazos, a fuerza de mucha voluntad y mucha necesidad”.

José María Micó, uno de los editores y traductores al castellano de la obra de Dante, afirma que la Divina Comedia es “el libro más extraordinario de la cultura literaria europea. Un libro en que el lector encontrará lo mismo que el protagonista ve en la profundidad de la luz eterna: ‘Cosido con amor en un volumen, / todo lo que despliega el universo’ (Paraíso XXXIII, 86-87)”. Además, dice también Micó, “lo más asombroso de la Comedia es que esté terminada. La ambición de la empresa y las circunstancias de su realización eran contingencias contrarias al benévolo azar que permitió a su autor vivir lo suficiente –que no fue mucho, pues murió a los cincuenta y seis años– para escribir, poco menos que in extremis, el verso de cierre”.

Tumba de Dante
La tumba de Dante en Rávena (Italia) / foto: Aceprensa

Shakespeare y Cervantes

En uno de sus artículos dice T. S. Eliot que un criterio para establecer quiénes son los más grandes maestros “es que la valoración de su obra es una tarea que nos toma toda la vida, puesto que a medida que ganamos madurez –y ese ha de ser el objetivo de nuestras vidas– iremos comprendiéndolos mejor”. En otro dice lo mismo de otra manera: “Shakespeare es tan enorme, que la duración de una vida no basta para alcanzar la madurez necesaria para apreciarlo en su justo valor”.

Harold Bloom, un autor-guía para conocer a Shakespeare, aunque su entusiasmo por él a veces parezca desmedido, afirma que su arte literario, “el más alto que conoceremos nunca, es tanto un arte de la omisión como de la riqueza excesiva”; indica que llamarlo “un ‘creador de lenguaje’, como hizo Wittgenstein, es insuficiente, pero llamarlo también un ‘creador de personajes’, e incluso un ‘creador de pensamiento’ sigue siendo demasiado poco”, pues su “parte más importante es la pasional” (La invención de lo humano). Otro autor-guía para entender a Shakespeare, aunque su afán por ver su pensamiento católico detrás de todas sus afirmaciones también parezca en ocasiones exagerado –y en ese sentido es provechoso contrastar sus opiniones con las de Bloom–, es Joseph Pearce, que hace un trabajo minucioso de análisis de varias obras amparado en unas frases de Samuel Taylor Coleridge, quien había dicho que Shakespeare “nunca introduce una palabra o un pensamiento en vano o fuera de lugar: si no lo entendemos, es culpa nuestra o de los copistas y tipógrafos”.

El “lector que procure encontrar en la vida de Shakespeare el origen de sus obras está condenado al fracaso”, advierte Carlos Gamerro en Borges y los clásicos: su talento estuvo en transmutar las “triviales cosas terribles que todo hombre conoce (…) en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó”. Se podría decir, como hace Borges, que la infinita variedad de la obra de Shakespeare no nació de la plenitud o la abundancia, sino de la carencia. En cambio, observa Gamerro, “Cervantes tuvo una vida llena de incidentes y aventuras: fue soldado en Italia, peleó en la batalla de Lepanto, fue capturado por los piratas y pasó cinco años cautivo en Argel, donde encabezó cuatro fallidos intentos de fuga y sobrevivió a todos, todavía no sabemos cómo (…). Y, sin embargo, cuando se decide a escribir, ¿sobre qué escribe? Sobre un viejo hidalgo que nunca salió de la aldea, y que se pasó toda la vida en su biblioteca leyendo libros de aventuras: una figura inversa a la de su autor”. Por eso puede decir Andrés Trapiello que a nadie le conviene más que a Cervantes algo que Thomas Mann “aplicaba a la literatura en general (…): ‘La tarea del novelista no es narrar grandes acontecimientos, sino hacer interesantes los pequeños’” (Las vidas de Miguel de Cervantes).

Todos los motivos para leer a los grandes clásicos son válidos, pero el mejor es el que aplicaba Hannah Arendt a su trabajo: el deseo de comprender

Otro pensamiento de interés es el de que si Dante había construido una epopeya para terminar con las epopeyas –pues la epopeya exige un tiempo mítico, escenarios grandiosos, un héroe sin fisuras psicológicas, lo que resulta irreconciliable con la introspección que propicia el cristianismo–, Cervantes construye una novela de caballerías para terminar con las novelas de caballerías. Sin embargo, asombrosamente, anota Borges, “si hoy se recuerdan nombres tales como Palmerín de Inglaterra, Tirant lo Blanc, Amadís de Gaula y otros, es porque Cervantes se burló de ellos” y gracias a él “de algún modo esos nombres ahora son inmortales”. En fin, conjetura y propone Dostoievski, “no sé lo que enseñan ahora en las clases de literatura, pero el conocimiento del Quijote, el libro más grande y más triste de cuantos ha creado el genio humano, elevaría sin duda el alma de los jóvenes merced a la grandeza de su pensamiento, despertaría en su corazón profundos interrogantes y contribuiría a apartar su espíritu de la adoración del eterno y estúpido ídolo de la mediocridad, la fatuidad autosatisfecha y la insulsa sensatez” (Diario de un escritor).

Leer para comprender

Para terminar, viene bien recordar, con palabras de Roland Barthes en Variaciones sobre la literatura, que para leer a “clásicos” como estos “todos los móviles son buenos, pues no engañan, no abusan y no decepcionan; por lo tanto, incluso podemos recomendar su lectura por vanidad. Luego, hay que leerlos con un propósito muy personal”: el de ir a buscar, “bajo la generalidad de su arte, la flecha que me dispararon a través de los siglos”. Se suele afirmar, dice también Barthes, “que los clásicos son eternos. Lo son, pero (…) no tanto por haber encontrado la verdad, como sobre todo por haberla dicho bien, es decir, incompletamente; pues este es un hábil medio de respetarla. Un clásico no lo dice todo, ni mucho menos (…); dice un poco más de lo evidente, e incluso el suplemento de desconocimiento lo dice como si fuese evidente (…). Pero eso hace pensar, pensar indefinidamente”. Además, los clásicos “enseñan sobre todo que escribir bien es inseparable de pensar bien”.

Podemos añadir que, aunque todos los motivos para leer un “clásico” sean buenos o, más bien, válidos, quizá debemos leerlos y difundirlos para cubrir una necesidad muy propia de nuestro tiempo: la de que, dice Nicolás Gómez Dávila, “sólo las letras antiguas curan la sarna moderna”; o, de otro modo, la de que quien “no confronta su vida a través de los grandes textos, la confronta a través de los tópicos de su tiempo” (Escolios a un texto implícito). También Kafka dice algo parecido a Gustav Janouch: “Se lastra usted demasiado con cosas efímeras. La mayoría de estos libros modernos no son más que trémulos reflejos del hoy que se apagarán enseguida. Debería leer libros más antiguos. A los clásicos. (…) Lo antiguo vuelve hacia el exterior su valor más íntimo: perdura. Lo únicamente nuevo es la caducidad misma, que hoy se presenta hermosa para mañana parecer ridícula. Es el camino de la literatura” (Conversaciones con Kafka). Con todo, si tuviera que dar un motivo para leer y releer a los grandes clásicos, sin duda el mejor motivo, siempre apostaría por el que daba Hannah Arendt cuando explicaba qué la movía en su trabajo: el deseo de comprender.

 

Este artículo es un extracto y adaptación de la introducción al libro del autor El deseo de comprender (El Cercano Ediciones, 2024).

4 Comentarios

  1. He escuchado dos veces el artículo y me sigue pareciendo excelente. Vale la pena considerar los comentarios del autor. Volveré a leer la Divina Comedia. Muchas gracias.

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