El presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, y su homólogo ruso, Vladímir Putin, en Moscú, en 2019 (Foto: Hansell Oro)
Mientras los misiles rusos zumban sobre las cabezas de los ucranianos y Vladímir Putin ordena desempolvar las armas nucleares, pocas personas quedan en el mundo que se dediquen a jalear la guerra. En Cuba también se va contra ella, por supuesto, y tanto, que poco después de que Moscú comenzara la invasión, La Habana publicó una contundente declaración contra… Estados Unidos y la OTAN.
En referencia a estos, el gobierno cubano denunció que eran “los responsables de la muerte de cientos de miles de civiles, de millones de desplazados y de vasta destrucción en toda la geografía de nuestro planeta como resultado de sus guerras de rapiña”. Con estos antecedentes, concluía, “Rusia tiene derecho a defenderse”, si bien, hasta el momento, no ha caído muerto ni un gorrión al lado ruso de la frontera, ni una sola bala ha cruzado hacia el este siquiera por equivocación.
Anteayer, España. Ayer, Estados Unidos. Más acá, hasta 1991, Rusia, bajo ropaje soviético; y ahora, a vueltas con Moscú. Cuba no se concibe a sí misma como no sea en una relación de amor-odio con una potencia “madrina”, por lo que, si tiene que cuidarse de una, no duda en correr a los brazos de otra. Y si hay que aplaudir los caprichos o atropellos del valedor del momento, pues se aplauden. Sucedió en 1978, cuando la Unión Soviética invadió a Afganistán, país no alineado, y La Habana, que presidía el Movimiento de Países No Alineados, miró para otro lado.
Gestos hostiles hacia Ucrania
Ahora también, pero el gesto es bastante menos sutil: el gobierno cubano, que ha logrado una reestructuración tras otra de sus deudas millonarias con Rusia, ha “descubierto” que Ucrania es un país donde los nazis brotan como amapolas en el campo, por lo que ningunea a su representación diplomática en la isla (tardó en recibir a su encargado de negocios); hace suya en los medios oficiales la expresión “operación militar especial” que dicta el manual del Kremlin –¿guerra?, ¿invasión?, ¡ni por error!–; privilegia las versiones de RT y Sputnik –los mismos medios rusos que dijeron que los ucranianos atentaron contra su mayor central nuclear, como si estuvieran particularmente interesados en ser los primeros en morir– y tira por la borda décadas de amistad con Kiev.
Cuba atendió a 26.000 menores ucranianos y, en menor medida, rusos y bielorrusos afectados por la catástrofe nuclear de Chernóbil
Al cubano de a pie esto último lo disgusta y confunde, porque años de alianza ideológica y económica con la URSS fijaron en la mentalidad popular que tanto los rusos como los ucranianos eran amigos incondicionales de la isla. De hecho, así como en Cuba pocos se lían diferenciando entre un catalán y un vasco –todos son “gallegos”–, tampoco en tiempos soviéticos se distinguía entre rusos, ucranianos, estonios y kazajos, por decir: todos eran –son– “los bolos”, un término a media distancia entre la chanza y el cariño hacia esos “hermanos lejanos”.
Por un lado, los isleños le agradecían a la URSS que mantuviera generosamente abierto el grifo del petróleo (13 millones de toneladas anuales a precios preferenciales), del trigo y otros alimentos, de las armas, etc. Por otro, se mofaban de la mejorable calidad y estética de los productos de ese país. Un chiste popular describía una máquina soviética de pelar patatas como una tosca caja metálica donde se encerraba a un ruso que, cuchillo en mano, iba diciendo por una bocina: “¡Pásame otra, camarada Yuri!”.
Pero con los ucranianos había una distinción especial, un plus de simpatía, marcado por el desastre nuclear de Chernóbil, que afectó principalmente a habitantes de la entonces república soviética. En 1990, Fidel Castro habilitó una ciudad-dormitorio en la costa este de La Habana –Playa Tarará– para atender a menores damnificados por la catástrofe. Muchos de ellos ni siquiera habían nacido en el momento del estallido del reactor, pero en su genética había quedado anclada la maldición de la radioactividad a que se habían expuesto sus padres. Más de 26.000 niños (la mayoría ucranianos, y en menor medida rusos y bielorrusos) recibieron allí atención para enfermedades como la leucemia, el cáncer de tiroides, el vitíligo, la psoriasis, las malformaciones óseas, etc.
La postura popular
Es comprensible entonces que buena parte de las reacciones de los cubanos que están en las redes sociales –y claro, que mayormente viven fuera de Cuba– sean interrogantes al gobierno de la isla sobre si para esto, para callarse o asentir cuando las bombas rusas caen sobre los civiles ucranianos, fue que previamente se curó a tantísimos de ellos.
Porque, en estos días, mostrar solidaridad con Ucrania ha pasado a estar demodé a nivel oficial en La Habana. No entre la gente común, que sí ha estado llamando o ha tratado de acercarse personalmente a la embajada de ese país para manifestar su afecto y cercanía.
El gobierno cubano es consciente de que la distancia geográfica es lo que posibilita sus buenas relaciones con Moscú
A algunos les ha ido mal: cuatro días después de iniciada la invasión rusa, un disidente cubano acudió a la sede diplomática con un ramo de rosas, con intención de dejarlas en el vallado exterior, y fue inmovilizado por agentes de seguridad cubanos. Gracias a que una funcionaria ucraniana salió a interesarse, pudo entregar sus flores, pero al siguiente día debió presentarse en una comisaría, donde fue multado y recibió amenazas.
¿Es tan difícil para el régimen cubano percatarse de que esta vez quien la ha pifiado no es el Tío Sam, azote o valedor de dictadores según la ocasión, sino la “madrecita Rusia”, el país que, tras sufrir 20 millones de muertos en una prolongada guerra, generó grandes simpatías por su contribución al fin del nazismo?
No hay que marear la perdiz: el gobierno cubano lo sabe. Lo sabe hace mucho. Siempre lo ha sabido. En el verano de 2008, en plena guerra ruso-georgiana, un embajador cubano –en presencia de quien suscribe y de otros periodistas– contó que Georgia, que vota sistemáticamente en la ONU contra el embargo comercial de Washington contra La Habana, había pedido a Cuba que se posicionara de su lado en una eventual votación contra la ocupación rusa de territorios georgianos.
El gobierno isleño, evidentemente, declinó hacerlo, y no por falta de comprensión: “Entendemos a los georgianos –nos confesó el diplomático–, y somos amigos de los rusos. Pero si podemos ser sus amigos, siendo un país pequeño, es porque estamos a 9.000 kilómetros de Rusia. Si estuviéramos en su vecindario, sería muy difícil”.
De modo que sí: Cuba conoce la mala calidad del paño. Pero no lo tira: no le quedan muchos con que enjugarse las lágrimas de su permanente crisis.