Sebastián Álvaro (Madrid, 1950) es el rostro y el alma de Al filo de lo imposible, un programa de televisión que llevó a las casas de toda España la épica de las grandes montañas y los confines del mundo. Durante décadas, este explorador de la naturaleza y del ser humano ha mostrado que la verdadera aventura no es la conquista, sino el aprendizaje.
Bajo su dirección, las cumbres del Himalaya y los desiertos inhóspitos se convirtieron en escenarios donde la solidaridad, la resistencia y la humildad cobraban un protagonismo único. Sebastián no sólo ha narrado gestas extremas; ha conectado esas hazañas con los retos cotidianos de quienes enfrentan sus propios ochomiles a pie de asfalto. Maestro del riesgo responsable, filósofo de las alturas y narrador del silencio. Su legado es una brújula para quienes buscan en la naturaleza y en la vida claves para las grandes preguntas y respuestas.
Sus dos últimos libros son cumbres convertidas en páginas. En Mis montañas traza una cartografía íntima donde cada cima escalada es un capítulo de las enseñanzas del camino y un espejo de sus convicciones más profundas. En Everest: Una historia de superación nos lleva al techo del mundo para explorar su majestuosidad y para reflexionar sobre la capacidad de superación, el sacrificio y el respeto que requiere enfrentarse a los gigantes de la naturaleza. Ambos libros son mucho más que narraciones de aventura. Como su propia historia.
En un repecho de la librería Desnivel, una joya de Madrid, hablamos sin crampones, porque no hay hielo que romper. La naturalidad de la naturaleza se desliza con conocimiento propio. Ascendemos.
— Eres el artífice de Al filo de lo imposible, un programa que marcó a generaciones. ¿Qué te impulsó a mostrar esas historias donde el ser humano se mide con los límites de la naturaleza?
— En la vida hay historias reales e historias de ficción. Muchas historias de ficción están basadas en hechos reales que parecen más de ficción que las que han sido puestas en escena. A mí me parecía que la montaña daba a luz muchas historias buenas que contar. En la primera expedición del programa me di cuenta de que aquel mundo al que acababa de acceder me servía para explicar algo que había oído muchas veces: que la montaña es una metáfora de la vida. Poco después di un paso más allá, porque entendí que la montaña es la vida misma. Y que, por el contrario, lo que llamamos vida, que suele ser la rutina cotidiana llena de inercia e inmersa en grandes ciudades, en realidad no tiene nada que ver con la vida.
“Contemplar la belleza de la naturaleza nos hace más civilizados”
En la montaña sucede la vida para la que fuimos diseñados. Todo ese afán de búsqueda y superación que suponía su conquista ya apenas existe. A veces, en mitad de todo este supuesto progreso, parecemos una raza de monos avanzada pero desnortada, porque hace tiempo que perdimos de vista la brújula del sentido de la existencia.
— ¿La montaña y el sentido de la existencia son realidades relacionadas?
— Sí. El sentido de la vida es todo un proceso de búsqueda personal. El psiquiatra Viktor Frankl escribió uno de los libros más vendidos todavía hoy en el que cuenta su experiencia en Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial: El hombre en busca de sentido. En aquel campo de concentración fueron asesinados su mujer y sus padres. Escribir aquella historia llena de reflexiones últimas sobre el ser humano y su propia existencia para dejar constancia de una atrocidad vivida en primera persona le ayudó a sobrevivir.
Para mí, la montaña es el sentido de mi existencia. ¿Cómo sabemos que una persona, una idea, una misión o una cosa son el verdadero sentido de la existencia? Porque nos hace mejores. Haber dedicado prácticamente toda mi vida a la montaña me ha servido para encontrar mi papel en el mundo y desarrollarlo con plena felicidad. Además, a través de los programas de Al filo de lo imposible, que vieron 14 millones de personas, conseguimos sembrar más allá de nosotros mismos.
Tanto Al filo de lo imposible como El hombre y la Tierra fueron dos programas de televisión muy constructivos, muy sociales, hechos para ayudar a conocernos y a encontrar el sentido de nuestras vidas gracias a la naturaleza. Ambos programas cambiaron el pensamiento de varias generaciones de españoles. Gracias a ellos, contemplando la belleza de la naturaleza, nos volvimos más civilizados.
Además, desde Al filo de lo imposible pusimos a punto a la mejor generación de alpinistas y aventureros que ha habido nunca. La épica de sus vidas y sus hazañas contadas desde las pantallas contribuyó a la educación de una sociedad más madura. Hace 40 o 50 años, España no pintaba nada en el mundo de la montaña, sobre todo en comparación con países como Francia, Suiza, Italia, Austria, Alemania o el Reino Unido. Sin embargo, cuando había sólo siete personas en todo el mundo que habían conseguido coronar las 14 montañas de más de 8.000 metros, cuatro de ellas eran de Al filo de lo imposible. Entre todo el equipo, hicimos de la montaña algo que era un modelo de valores. Aquello ayudó a la gente, ayudó a nuestro país y a mí, literalmente, me cambió la vida.
— Tus expediciones siempre han destacado por su respeto hacia el entorno y las culturas locales. ¿Qué lecciones de humildad recuerdas haber aprendido en esos encuentros con los desconocidos?
— Conocer el mundo siempre te hace más humilde, independientemente de que vayas a escalar montañas o de paseo. La relación entre el conocimiento del medio y la objetividad hace más fácil que cada uno se coloque en su sitio. Cuando conoces la tierra que habitamos y la caminas, es decir, la ves y la mides con los parámetros de un ser humano, comprendes mejor tu lugar en el universo.
“Los seres humanos somos una especie imaginativa y curiosa, dos cualidades que son las mejores demostraciones de la inteligencia”
Como dijo Carl Sagan, “vivimos en un planeta insignificante de una estrella anodina perdida entre dos brazos espirales de una galaxia de tamaño medio, una galaxia marginal entre unos cientos de miles de millones de galaxias. Esto nos demuestra cuán fácil es sobredimensionar nuestra importancia”. Al final, eso es lo que somos. Envanecerse por tener un teléfono de última generación es una necedad. La sociedad actual está generando personas vanidosas e ignorantes que no saben qué papel les toca vivir.
Cuando nos toca experimentar una pandemia o una dana, entendemos mejor que somos realmente vulnerables. Ante una catástrofe, sistemáticamente comprobamos que somos incapaces de ser todo lo ingeniosos y creativos, con inteligencia, que fueron nuestros padres a diario.
— Conocer el universo nos ubica en el mapa, pero es probable que la montaña también sea un espejo de la grandeza de las personas. En la épica de una aventura se observa todo lo bueno que podemos conseguir, sobre todo cuando lo hacemos en equipo. Sí, somos poca cosa en la foto de conjunto, pero, a la vez, somos muy valiosos y tenemos una enorme capacidad de ser grandes.
— Esa es la historia de la humanidad. Es así. Pero si aspiramos a labrar toda la grandeza que llevamos dentro, es importante asumir que somos vulnerables. En la montaña he aprendido, sobre todo, a medir mi lugar dentro del mundo y a darme cuenta de que somos pequeñitos, que nuestra vida y lo que representa apenas es un soplo en la eternidad del lugar donde vivimos.
Todos vamos a morir. Puede ser hoy mismo. Y, sin embargo, tenemos potencialidades y capacidades grandes. Influir positivamente en el mundo nos hace muy especiales. Los seres humanos somos una especie imaginativa y curiosa, dos cualidades que representan la esencia de la aventura. La curiosidad y la imaginación son las mejores demostraciones de la inteligencia. Pero son capacidades que estamos matando. Estamos sustituyendo la cultura profunda de los libros, que vienen desde Homero, por 140 caracteres. Hoy, cualquier tipo se atreve a confrontar en X o en Instagram con Eduardo Martínez de Pisón, experto en Geografía, enarbolando argumentos banales. En realidad, una de las características de nuestro tiempo es que, en la opinión pública, la banalidad ha sustituido a la cultura profunda.
“El romanticismo nos hace cómplices del mundo”
No soy pesimista, pero veo que hay determinadas cosas de esta época que no me gustan. Esas realidades que se imponen contra el sentido común y la más pura honestidad a mí no me van a cambiar. Ya he decidido que cuando mi mundo se agote, cuando se acaben los afectos y los amores que he sido capaz de tejer, yo moriré también y, probablemente conmigo, se acabe una generación.
— Amar. ¿La montaña te ha ayudado también a aprender a amar mejor a las personas?
— En mi caso, por lo menos, se ama a las personas igual y de la misma forma en que amas a las montañas. Yo creo en el amor romántico. Los escépticos dicen que el amor romántico es letal, pero ellos, en realidad, se refieren al amor tóxico. Yo no tengo la culpa de que la gente no sea capaz de elegir bien y, mucho menos, de que sean ignorantes y no hayan leído un libro.
La filosofía del romanticismo nos trae una nueva forma de ver la vida, las montañas, el paisaje. Hasta entonces, el ser humano miraba la montaña y el paisaje que le rodeaba desde un punto de vista utilitario: cuántos árboles puedo cortar para hacer un barco, cuánto carbón puedo sacar de esa montaña, o cómo puedo hacer que el río sedesvíe del cauce para regar un prado. El romanticismo nos hace cómplices del mundo.
Los grandes mitos y algunas religiones nos han contado con cierto desenfoque que nosotros éramos el punto culmen de la creación y que, por lo tanto, nos pertenecía todo. Ejercer esa tiranía sin principios sobre el mundo pensando en que era gratis nos ha traído hasta esta situación en la que estamos, con el planeta destrozado, porque, sobre todo desde la Revolución Industrial, hemos estado quemando gases de efecto invernadero, etcétera…
Este amor romántico hace que yo me enamore de las montañas igual que me he enamorado de las personas: porque me parece que tanto unas como otras son amables. Yo voy a las montañas y en ellas dejo parte de mí. A la vez, me traigo conmigo parte de ellas. Exactamente lo mismo que me pasa con los amores y afectos que he tejido con mi familia y con mis amigos, hasta el punto de que ya no sé realmente qué parte es mía y qué parte me viene de fuera.
Detrás del miedo a que el planeta esté en peligro hay una realidad más honda que queremos ocultar: la especie humana está en peligro. En China ya se poliniza a mano, porque los pesticidas han acabado con las abejas. Y, a pesar de toda esta realidad palpable, aumentan los negacionistas del cambio climático, que afloran a la palestra argumentos demagógicos impecables. Sí: hubo un tiempo en que en la Tierra padecimos más calor que ahora. Sí: hubo también épocas de más frío. Sí: el rumbo del planeta se va corrigiendo. Sí: es probable que la Tierra tenga todo el tiempo del mundo para encontrar otra vez su equilibrio. Mi duda es si los ocho mil millones de personas que habitan el mundo van a tener ese mismo tiempo para vivir en el mejor planeta posible.
— ¿Cuántos días de tu vida has estado en la montaña?
— Muchos. Entre 1983 y 2015, cada año he pasado más días durmiendo en tienda de campaña o en un hotel que en casa. En algunas expediciones he llegado a estar diez meses fuera de casa.
— ¿Qué diferencia a una persona que logra llegar a la cima de la que se da la vuelta?
— Nada. En las cimas no hay ningún tesoro. Subir montañas no te hace mejor persona. Cuando llegas a una cumbre eres la misma persona que empezó el camino. Lo que caracteriza al buen alpinista es saber que subir a la cumbre de cualquier montaña es sólo la mitad del trabajo, porque lo más importante es regresar a casa. He perdido demasiados amigos como para no tener esta idea grabada a fuego. Para mí, coronar nunca ha sido lo fundamental. Lo esencial era volver. Luego haríamos un buen documental, pero lo primero era la seguridad de mi gente, que eran mis amigos, que eran como hermanos.
— Quizás sea un tópico hablar de la montaña y los ochomiles de la vida. A ti, ¿te ha parecido más fácil ser montañero o vivir?
— Son cuestiones paralelas. Mi vida está formada por muchos planos importantes de los que no me puedo olvidar, empezando por mis padres. El otro día le escuché a Serrat una frase muy bonita: “Estáis viendo lo mejor que hicieron mis padres”. Yo me reconozco en esa frase.
Soy hijo de una familia trabajadora: los lecheros de Campamento, que luego montaron un almacén de materiales de construcción. Durante toda mi vida he visto a mi padre y a mi madre trabajar como burros hasta la extenuación, hasta dejarse la piel. Literalmente. Eso no lo puedo olvidar. Eso forma parte de mi aprendizaje fundamental.
Las cosas más importantes de mi vida no las he aprendido en la universidad. En casa entendí con el ejemplo la importancia de ser buena persona. Lo valioso de ser honesto, de ser leal, de ser trabajador. Aprendí con el ejemplo que mentir está mal. En la universidad aprendí muchas cosas que tienen que ver con mi profesión de periodista, pero los valores que hoy defiendo son los que me enseñaron mis padres.
— ¿Cuál es la historia más transformadora de tu vida en la montaña?
— Hay unas cuantas que sometieron mi vida a un proceso de prueba muy duro y muy largo. La mayoría de ellas tienen que ver con dos accidentes graves: el que tuvimos en la vertiente norte del K2 en 1994, y el que sufrimos en un barranco de Guadalupe, en marzo de 2003. Ambos episodios fueron muy desoladores.
“Cualquier persona medianamente inteligente y humilde entiende que hay preguntas muy grandes que no somos capaces de respondernos nosotros mismos”
Vivir tiene consecuencias y hay que asumirlas. Decidí ir a montañas de 8.000 metros marcados cuatro veces, sabiendo que en el K2 tenía muchas posibilidades de morir, porque era de conocimiento general que de todos los que suben a la cumbre, uno de cada siete moría en la bajada. Hice allí cuatro expediciones con casi treinta personas para rodar la aventura. En una de ellas, uno de los nuestros murió. En otra, a Juanito Oiarzabal le amputaron los diez dedos de los pies por congelación… Pagamos un precio muy alto por esa historia, y el responsable de aquello era yo. Lógicamente, mis compañeros querían subir al K2, pero yo era el jefe.
— Ante ese nivel de riesgo y esa dimensión de la montaña en la que la vulnerabilidad se pone en primer plano, ¿se adquiere una visión más trascendente de la vida?
— Siempre he tenido una visión trascendente de la vida.
— ¿Tienes fe?
— No soy creyente, pero tengo fe en muchas cosas. Sobre la existencia de Dios, me considero agnóstico, que es diferente a ser ateo. Pero cualquier persona medianamente inteligente y medianamente humilde entiende que hay preguntas muy grandes que no somos capaces de respondernos nosotros mismos. Mi vida se dirige a intentar ser buena gente. Sin compartir ninguna idea religiosa, trabajar el sentido de la bondad, de la compasión, de la justicia o del altruismo son cuestiones de fondo que llenan de sentido mi existencia.
— En el siglo XXI, las montañas que suponen un esfuerzo están muy lejos. ¿Por qué puede ser interesante tu libro sobre el Everest?
— La historia del enigma de Irvine y Mallory, que se supone que fueron los primeros en subir al Everest con sus trajes de franela y sus botas de cuero, es una de las más fascinantes y dignas de ser contadas. Hoy, viendo las caravanas de gente subiendo al Everest en grupos masivos de quinientas personas, se entiende que se nos ha ido la pinza, pero hace ahora justo cien años no era así. Aquello era una aventura. ¿Y qué es una aventura? Según el diccionario, una “empresa de resultado incierto o que presenta riesgos”.
— ¿Cómo se titula el capítulo de tu vida?
— Una vida al filo de lo imposible.
— ¿Lo imposible es posible?
— Los que han hecho cosas imposibles nunca pensaron que fueran imposibles. Los emprendedores y aventureros desafían con sensatez el sentido común y los límites prohibidos. Así se descubrió América. El mundo cambia al ritmo de los que empujan para seguir avanzando. Incluso, a veces, el mundo antiguo muere gracias al insospechado progreso que ha impulsado un aventurero o aventurera, como pasó con Elcano y la vuelta al mundo de Magallanes. Detrás de los grandes avances siempre hay aventureros que un día se atrevieron y se arriesgaron a hacer lo imposible.
— En tus caminos por el mundo, ¿qué descubrimiento te ha fascinado más?
— Conocer el alma humana y las montañas.
— ¿Y qué es lo que más te ha decepcionado?
— Algunos que pensaba que eran mis amigos y pagaron mi confianza con la traición.
— Desde la cima de tu historia, ¿contento?
— En paz, y con muchos proyectos. Nunca soñé la vida que he tenido. Estoy muy agradecido.
— Se te ve bien.
— Se me viene a la cabeza esos versos que tanto amo del Ulises, de Tennyson: “Aunque mucho se ha gastado, mucho queda aún; y si bien no tenemos ahora aquella fuerza que en los viejos tiempos movía tierra y cielo, somos lo que somos: corazones heroicos de parejo temple, debilitados por el tiempo y el destino, más fuertes en voluntad para esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse”.
— Somos seres pequeños, pero somos también destellos de eternidad.
— Hombre, claro que sí.
Álvaro Sánchez León
@asanleo