Nadie muere dos veces. Con una es suficiente, a menos que el difunto se llame Lázaro, haya vivido en Betania y, años después de aquella oportunidad excepcional, terminen llevándolo en andas por segunda vez al sitio definitivo. Algunos hay, de hecho, que ni siquiera una vez descansan: si han sido virtuosos y muy queridos, cuesta convencerse de que, tras pasar por la vida haciendo el bien, no volverán a tocar a la puerta ni llamarán por teléfono. La memoria no los deja marcharse, y no, no se van.
A quienes les chirría la buena estela del que se fue para siempre; a quienes se ponen un cepo en el alma para evitar reconocer que un justo o un inocente merecen ser recordados aunque no hayan caminado por su cuerda ideológica, por la de su tribu particular, o no hayan encajado en sus moldes morales, la dulce memoria de aquellos los saca de quicio. Puede ser solo una foto, una frase de cariño, una flor…
No pueden con ello: lo objetivamente bueno, lo digno de recordarse, no halla espacio en los circuitos cerebrales del extremista. Si Lenin prefirió dejar de escuchar una sonata de Beethoven para evitar reblandecerse y que esto le impidiera “seguir pateando cabezas burguesas”, el fanático contemporáneo, posiblemente menos culto que el momificado huésped del Kremlin, se taparía los oídos, arrestaría al pianista y arrojaría la partitura al cubo porque el autor no era de los suyos y, por tanto, ni él ni su obra tendrían mérito alguno.
Sí, el zelote actual es mucho zelote: mata muertos. Lo he visto actuar en una ciudad norteamericana. Enfurecido, avanzaba por la acera arrancando de los muros y los postes de luz los carteles con rostros de niños, mujeres y hombres israelíes asesinados o secuestrados por Hamás. Como si el aberrante ejercicio de damnatio memoriae ayudara a enterrar el crimen cometido contra ellos en el vastísimo camposanto del olvido y de lo “relativo”, del “no es para tanto, pues Israel ha matado a cientos de miles desde…”. Masacrados una vez, masacrados muchas veces, siguen siendo seres ajenos: bebés cuyas lágrimas no mueven a la compasión, chicas que no tenían por qué estar sonriendo y festejando aquel día, jóvenes de estrambóticos peinados por quienes no habrá que preocuparse si no vuelven nunca más a casa de su madre a por un trozo de lekach. Gente que no duele.
Como no duele Philippine Le Noir de Carlan, congelada para siempre en sus 19 años por un sujeto que hace unas semanas, en una zona boscosa de Boulogne, la atacó y la asfixió. El rostro de la joven católica francesa, estudiante de la universidad de París Dauphine, fue imprimido en decenas de volantes que se colocaron en las paredes de varios centros de educación superior…, solo para que majaderos alumnos de ultraizquierda se encargaran de retirarlos poco después. Quizás el perfil “conservador” de la muchacha no se ajustaba a lo que la agenda mainstream considera el modelo de víctima. O tal vez lo que no encajaba era el prontuario del criminal, un individuo ante el cual los arrancacarteles de izquierdas se hubieran cambiado de acera de habérselo topado, y sobre el que pesaba una orden de deportación no ejecutada.
A la saña de uno, la saña sobreabundante de otros. Para golpear el último clavo, solo faltaba Facebook. Y no defraudó. Leída la noticia en una web española de información religiosa y comprobado el suceso en varios sitios de prensa franceses, como Le Figaro, quien suscribe reposteó la información en su muro, como hace el común de los usuarios de la plataforma con noticias que le alegran el día o que lo hacen tronar. La acompañaba un sencillo enunciado: “Que Dios le conceda el descanso eterno y brille para ella la luz perpetua. Y que se haga justicia. Una inflexible y radical justicia”.
No duró demasiado: Facebook –a saber, un robot o, en su defecto, un moderador algo robotizado– la eliminó. Su “argumento”, una suposición rocambolesca –“parece que has intentado obtener Me gusta, seguidores, contenido compartido o reproducciones de vídeo de forma engañosa”–, a la que siguió una sutil amenaza sobre posibles restricciones a mi cuenta. Como guinda, me alargó amablemente un pañuelo por si estallaba en ciberlágrimas: “Queremos que te sientas libre al compartir contenido con los demás. Solo suprimimos cosas o aplicamos restricciones a personas para mantener el respeto y la seguridad en la comunidad”.
Conque a Philippine, cuya atroz muerte ha indignado a la sociedad francesa, le han quitado al menos el pobre altavoz de un servidor y ni se sabe si el de cuántos otros que reprodujeron información sobre su vida de fe constante, la alegría de amar y de servir que la embargaba, su excelente desempeño académico y el doloroso adiós que le tributaron cientos de amigos. A Facebook y a algunos sobrevenidos maquis con deportivas y vasito chic de café en mano, les molesta su imagen y el reclamo de justicia que la acompañaba, y de algún modo, de algún deplorable modo, la silencian, la apagan, la desdibujan… Nadie a quien llorar. Nadie que merezca la pena ser recordado.
Y Philippine –como aquellos alegres muchachos que celebraban en el desierto, como aquella joven familia de un kibutz…– muere por segunda vez.