“¿Los reyes? ¿Qué reyes?”

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“¿Los reyes? ¿Qué reyes?”
El portal de un pequeño negocio privado en Pinar del Río (Cuba) exhibe un árbol de Navidad (foto: Alfredo Lazo Rojas)

“¡Por favor, compañero, enciéndalo un momentico…!”.

El anciano se inclinó en su sillón, conectó el cable al enchufe, y las decenas de pequeñas bombillas que serpentaban en torno al tronco y el ramaje del arbolito comenzaron a centellear en azul, amarillo, rojo… A los pies, unas figuritas vestidas como en las pelis de romanos o egipcios –todas atentas al bebé que dormía en el centro– devolvían un reflejo opaco. En el exterior del círculo observaban la escena varias ovejas y vacas, muy parecidas a las de aquella granja made in Hong Kong que años atrás me había tocado en la “venta-asignación” de juguetes de cada verano.

Aquel día, el de los juguetes –que extrañamente no caía en enero, sino en julio–, era la gloria para cualquier chico cubano. Mi madre volvía a casa con los únicos tres que se despachaban por niño –en la tienda estatal arrancaban esos cupones de la cartilla de racionamiento–, y acompañaba la entrega con un “¡cuídalos, que hasta el año que viene no hay más!”. Los viejos del barrio que pasaban por mi portal me preguntaban invariablemente: “¿Y por fin qué te trajeron los reyes?”, y yo les mostraba orgulloso mis objetos: una pelota, un fuerte de cowboys o un castillo de caballeros medievales, un revólver con adornos en la empuñadura…

Pero yo no había visto a ningún rey. Si eran reyes los que le habían dado los regalos a mi madre para mí, ya podían haberla enviado de regreso a casa en un carruaje, en vez de dejar que se fuera en una guagua, atormentada por ese sol de julio que martiriza al siempre apretujado personal con un calor de fundición y, de propina, con verdaderos puñetazos olfativos.

“Ya, muchachos; lo tengo que quitar”. El señor desconectó el cable, el arbolito volvió a su tono oscuro allí en el rincón en que estaba, y las figuritas se las tragó la sombra. Había sido solo un minuto, pero para el dueño era demasiado tiempo, considerando que el presidente del CDR (Comité de Defensa de la Revolución) del vecindario, en aquel pequeño poblado rural cercano a La Habana, podía disgustarse y llamar a la policía si veía a tantos chicos agolpados frente a la puerta de aquella casa, boquiabiertos ante un espectáculo tan poco materialista como el de un árbol con adornos para celebrar a ese tal Jesús. ¿No decía acaso el libro de texto de Historia de Grecia y Roma, calcado del manual soviético de S. Kovaliov, que todo aquello era puro oscurantismo, destinado a desviar de la lucha de clases “a las masas explotadas”? “Hace alrededor de 2.000 años –apuntaba nuestro libro de quinto de Primaria– se difundieron rumores sobre la existencia de Cristo, supuestamente hijo de un dios, pero la ciencia ha comprobado que nunca existió”. “Transcurridos unos 500 o 600 años –proseguía–, alguien inventó la fecha del supuesto nacimiento de Cristo, y los que creían que esto era cierto, empezaron a contar el tiempo a partir de ese año”.

Sí: yo también me había imbuido de la idea; del ¡zasca! “científico”, y varias veces reproché a mi bisabuela que mantuviera en su cuarto un pequeño altar esquinero con aquella santa Bárbara que sostenía en sus manos un cáliz y una espada. Con toda la fatua compasión de que era capaz a mis diez años, miraba a mi viejita poniéndole flores a la imagen y le soltaba la cantinela aprendida en clase: “Los santos y los dioses no existen: son invenciones de los pueblos primitivos que no podían explicarse fenómenos naturales como la lluvia y los rayos”; y ella, que probablemente no había escuchado jamás hablar de las cinco vías de santo Tomás, me contestaba con dulzura y simplicidad: “Algo tiene que existir, porque si no, nos comeríamos los unos a los otros”.

Han pasado más de cuarenta años. El señor que encendió y apagó el arbolito debe de haberse apagado también hace mucho tiempo, aunque quizás haya alcanzado a ver cómo en 1998 el gobierno comunista decretó el 25 de diciembre como día festivo estable, para honrar la visita, once meses antes, del Papa Juan Pablo II. Según Fidel Castro, la suspensión del festivo ¡desde 1970! no había estado “inspirada en sentimiento antirreligioso alguno”, sino en la necesidad de no disociar a la gente del “colosal esfuerzo” que había supuesto la zafra azucarera ese fin de año. Al barbudo le faltó explicar por qué, si la celebración del 25 había quedado aparcada por aquella zafra excepcional –Castro quería llegar a los diez millones de toneladas de azúcar y se quedó en 8,5 millones–, el festivo oficial no volvió hasta casi tres décadas después.

Fue así que muchos de los que vinimos al mundo en los 70 no supimos en nuestra niñez qué de especial tenía la noche del 24, ni qué era un árbol de Navidad –muchos padres no mentaban el asunto, por temor a que sus hijos lo hablaran en la escuela y, metafórica o literalmente, les halaran las orejas–, y así también pasamos como si nada por el 6 de enero. ¿Juguetes? Solo en julio, cuando los mayores me volverían a preguntar una y otra vez qué me habían traído unos reyes de los que no me daban mayor detalle y a los que solo podía imaginar como los que aparecían en los “muñequitos rusos” (los dibujos animados soviéticos) o en los libros de cuentos.

Hoy, el gobierno que perseguía al Niño, ocultaba a los reyes y obligaba a nuestros padres a olvidarse de los festivos navideños en pro de que el país rompiera récords de producción de azúcar ha logrado que Cuba se evapore de la lista de los primeros 40 exportadores mundiales –de hecho, tiene que importar el dulce–, mientras que mis paisanos ya no ocultan ni sus arbolitos ni sus creencias, esas que, a falta de carne en la mesa, al menos siguen impidiendo que nos comamos unos a otros; ni tampoco esconden la divertida y disparatada superstición que empuja a muchos a agarrar un maletín a las 12 a.m. del 1 de enero y darle la vuelta a la manzana, con la esperanza de que el año entrante les traiga un viaje hacia cualquier otra parte del globo y les ayude a vencer “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, Virgilio dixit.

Sí: ya todos saben quiénes son Gaspar, Melchor y Baltasar. Pero pocos querrían quedarse allí a esperarlos.

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