Hoy, día de san Joaquín y santa Ana, se celebra en muchos lugares el día de los abuelos y, por extensión, el día de los ancianos.
Y pensaba esta mañana lo absolutamente contracultural y necesaria que resulta esta fiesta.
Contracultural porque, si hay algo que nos une a la sociedad occidental –tan polarizada por otra parte–, es el pánico a envejecer. Lo último que celebraría un europeo o americano en su sano juicio es cualquier cosa que le recordara a la vejez. Desde que cumplimos los treinta, nos pasamos décadas luchando a brazo partido contra las arrugas, los kilos, las bolsas, la desmemoria o la chepa. Mientras, las redes se pueblan de tutoriales de recetas sanas, apps de pilates o promociones de Botox, hilos tensores y rellenos con ácido hialurónico.
Y, al mismo tiempo, es una fiesta necesaria. Porque si hay algo innegable –y esto en Occidente y en Oriente– es que, si no nos malogramos antes, vamos a envejecer todos. Y por eso, esa carrera contra el tiempo es –en cierto sentido– una carrera absolutamente inútil. Por mucho yoga que hagamos, por mucha cúrcuma que ingiramos, por mucho colágeno y cortisol que nos empeñemos en atesorar, vamos a seguir cumpliendo años. Y, ojo, que no digo yo que no haya que proponerse envejecer bien. Pero una cosa es dedicar cierto esfuerzo, tiempo y dinero para llevar con dignidad la ancianidad y otra emprender una batalla imposible contra la naturaleza.
Por eso celebrar a los abuelos nos viene muy bien. Porque significa ampliar la mirada y poner en la balanza lo que al final tiene sentido. Que no es la productividad tal y como la entendemos, ni la belleza, ni la fuerza física que van perdiéndose a medida que avanzan los años. Sino esos otros “bienes” que sí pueden acumularse cuando se acumulan los años y que podrían resumirse en tiempo. Un tiempo especialmente enriquecedor y lucrativo. Porque, paradójicamente, cuando los años escasean es también cuando tenemos más tiempo para dedicar a lo importante. Tiempo para dedicar a la familia y a los amigos, tiempo para reflexionar, para leer, para escribir, para aprender, para pararse e incluso para rectificar el rumbo de la vida. Se habla poco de todo esto cuando se habla de envejecimiento saludable, pero está comprobado que rejuvenece más una tarde con amigos que cualquier peeling.
Y, al mismo tiempo, no quisiera yo caer en la mentalidad Mr Wonderful. Envejecer es fastidiado. Para quien lo sufre en primera persona… y para quien lo padece en segunda. A nadie le gusta perder vista, oído o memoria mientras va ganando kilos. No nos gusta que nuestros padres, maestros, porteros o párrocos se vuelvan impacientes, maniáticos, pesimistas, asustadizos, curiosos o desinhibidos. Que se radicalicen o que aumenten sus TOC hasta casi lo infinito. Que repitan la misma historia mil veces. Que anden lento, hablen alto, no mastiquen o critiquen nuestros gustos. Y a veces nos apena y otras nos exaspera, pero nunca nos gusta. Y no nos gusta, entre otras cosas, porque nos recuerda que, en unos años, seremos así. Y perderemos los dientes y la memoria. Y, quizás, y esto nos aterra sobre todo, la estima de los demás.
Hace unos años, una persona me dijo algo que no he olvidado: “La vida del hombre es una línea, no un punto, y por eso nos equivocamos cuando juzgamos solo el presente”. Ese anciano, ese abuelo –esa abuela– que protesta, que gruñe o que delira, es el mismo hombre –la misma mujer– que un día dirigió una empresa, o sacó a su familia adelante, o cuidó a un hijo enfermo o educó a una generación de jóvenes. Ese anciano de mirada ausente, esa abuela de párkinson incontrolable es la misma persona que hace no tantos años admirábamos porque nos enseñó a leer, a no temer a los perros y a tirarnos de cabeza en la piscina, nos compró a escondidas los regalos de Reyes, nos enseñó el catecismo o la tabla de multiplicar.
No seríamos nada sin ellos.
Al igual que los que vengan, no serán nada sin nosotros.
Por eso, celebrar a los abuelos es celebrar muchas cosas: la familia, la vejez, la amistad, la solidaridad intergeneracional, la vulnerabilidad, la fragilidad, el valor de la interioridad, el paso del tiempo y, en el fondo, la realidad de lo que supone ser humano.
Es devolver el amor incondicional que un día recibimos.
Feliz día de los abuelos.
Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta