Clase política o política con clase

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Congreso de los Diputados (Madrid)
El Congreso de los Diputados en Madrid

Aunque las hay, no se necesitan encuestas para afirmar que la de político es de las profesiones peor valoradas en España. Es algo que se palpa, que sale en infinidad de conversaciones, que ya se da por descontado.

Adelanto que hay numerosas excepciones, más en los políticos municipales, sobre todo en pueblos pequeños. Pero conforme aumenta el poder del político (y la mujer política, nada de sexismo), muchas veces crece su incompetencia.

La poca clase se nota en algunos rasgos que paso a enumerar:

Primero, que se agarran al poder como un percebe a la roca, y, hagan lo que hagan de malo, se resisten a dimitir.

Segundo, la falta de profundidad no ya ideológica, porque la ideología es una mezcla de pocas ideas, medias verdades y tópicos muy usados, sino de pensamiento político.

Tercero, y consecuencia de lo segundo, el lenguaje manido, los eslóganes ramplones, la repetición de lo mismo. Cuando un político está en la oposición dirá: “Hacia el cambio”. Pero cuando está en el poder, la palabra cambio es proscrita, no sea que los electores lo tomen en serio.

Cuarto, la falta de autocrítica, incluso en casos en los que las actuaciones han sido indiscutiblemente desastrosas, como, por ejemplo, la gestión ferroviaria y, como caso emblemático, la catástrofe climática del 29 de octubre en Valencia y otros lugares de España.

Quinto, la rampante horterada en el lenguaje, como en el caso de aquel que llamó a su señor “el puto amo”. Lo que quiere decir que todos seríamos sus siervos.

Sexto, una puntual hipocresía, como el caso de aquel otro que criticaba la casta política hasta poco antes de formar parte de ella.

Séptimo, la dilación continuada en no resolver los asuntos urgentes que afectan a las personas concretas y en especial a las más necesitadas.

Todo eso contrasta en una sociedad, como la española, que cuenta con excelentes científicos, escritores destacados, médicos ejemplares, artistas, en todos los campos, de relieve internacional; empresarios con sentido del bien público; deportistas reconocidos mundialmente y, aunque sin mucha trascendencia pública, profesionales que dominan su oficio, sea la fontanería, la cría de animales, el cultivo de la aceituna, la mecánica de un coche o la fabricación de alpargatas.

La diferencia está en que estos se manejan con cosas concretas, cuando la mayoría de los políticos se enredan en su logomaquia, en un lenguaje que no llega a la gente porque no se ha pensado antes en la gente.

La clase, en política, se tiene cuando se dan o todos o la mayoría de estos presupuestos:

Primero, poseer una cierta cultura política, o conocimiento de lo más importante que se ha escrito sobre el tema, desde Confucio y Platón hasta Max Weber.

Segundo, elegancia y propiedad en el lenguaje, huyendo de tópicos (como “y tu más”) y descartando siempre el insulto.

Tercero, un cierto conocimiento de la materia de su competencia que le lleve a recurrir a verdaderos expertos.

Cuarto, desechar cualquier apariencia de nepotismo ampliado, que es utilizar el poder para beneficiar a la propia familia.

Quinto, recogiendo una distinción que hizo Max Weber, vivir para la política y no de la política.

Sexto, responder sin subterfugios a las preguntas de la prensa, que, en estos casos, representan a quienes, en el pueblo llano, quisieran y no pueden hacer esas demandas.

Séptimo, no ser in-transparentes en el portal de la transparencia y no tener miedo a hacer públicos los bienes que poseen.

Ni el más optimista de los ciudadanos espera que los políticos reúnan de una vez todas esas condiciones. Pero sí un continuado trabajo por adquirirlas de modo que, en un tiempo más un menos lejano, la clase política dé lugar a una política con clase. Y nosotros que lo veamos.

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