Nacer de nuevo

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Rafael, “La escuela de Atenas”, 1509-1512 (fragmento). Museos Vaticanos

A principios de octubre del 2022, mientras estaba visitando unas escuelas de Medellín, recibí una invitación del profesor Jorge Enrique Ramírez. Se había enterado de que estaba en Colombia y quería invitarme a dar una conferencia a sus alumnos del Colegio Julio Pérez Ferrero, de Cúcuta, una ciudad fronteriza con Venezuela que ha sido martirizada por guerrilleros, narcos, paramilitares, militares y cárteles. Y ahora, después de una breve brisa de esperanza, parece que vuelve a activarse la guerrilla. Jorge Enrique Ramírez me pedía que hablase a sus alumnos de Sócrates, pero puntualizó lo siguiente: “Por favor, respete a nuestros alumnos, no se lo ponga muy fácil”. No me han pedido nunca nada semejante en un centro educativo español.

Dos días después, me encontré en el barrio Cundinamarca de Cúcuta ante un centenar de adolescentes a los que, por respeto, no se lo puse muy fácil, porque lo excesivamente fácil nos impide disfrutar de las conquistas de nuestro esfuerzo. Les conté que Sócrates estaba un día dialogando con un grupo de jóvenes atenienses. Todos tomaban la palabra… menos uno que permanecía callado. Sócrates se dirigió a él y le dijo: “¡Habla para que te vea!”.

“Hablad”, les añadí, “para que seáis visibles a vosotros mismos y a los demás. Hablad, para que vuestra memoria esté construida con conceptos y no solamente con imágenes. Hablad porque la filología (el amor al lenguaje) brota de la misma fuente que la filantropía (el amor a las personas). Hablad para desarmar la misología (el desprecio o desconfianza hacia el lenguaje), que es compañero inseparable de la misantropía (el desprecio o desconfianza hacia los demás). Hablad porque mientras hablamos callan los puños”.

En Cúcuta comprendí que el respeto a nuestros alumnos es una exigencia de su dignidad. ¿Pero, dónde reside la dignidad del hombre, en su naturaleza o en sus obras? ¿En lo que es o en lo que hace? Volví a casa con el persistente zumbido de estas preguntas. Si lo valioso son las obras, el hombre tendrá el valor de sus obras. Veía claro que no tienen el mismo valor las obras del benevolente que las del malevolente. Basta con querer obrar mal para que haya un mal. Pero no se me escapaba que hasta el criminal es portador de un valor. Por eso no nos consideramos con derecho a condenarlo a muerte, por abyecto que sea.

Leopoldo Eulogio Palacios distinguía, con acierto, entre la dignidad ontológica y la dignidad moral. En el plano ontológico lo que vale es la persona y en el plano moral lo que vale son los actos. Todos tenemos valor ontológico por ser personas, pero nuestro valor moral depende del valor de nuestras obras. Pero si bien podemos calibrar el valor de una obra, ¿cómo calibramos el valor ontológico?

Ensayaré una respuesta.

Comentando el Génesis, San Agustín observa que Dios creó las diferentes especies como si fuese un dios aristotélico, según su género y su especie. Sin embargo, al crear al hombre cambió de criterio y se dijo a sí mismo: faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram.

¿Pero si Dios es un Ser inefable, qué quiere decir ser creado a imagen y semejanza de Dios? Quiere decir que el hombre lleva en sí, en su misma esencia, algo inefable, algo que no cabe en las categorías lógicas de género y especie y sobrepasa a toda definición. Para responder a esta pregunta debemos empeñarnos en descubrir en nuestra biografía quiénes somos. Nuestro Creador nos ha dejado a medio hacer, dándonos la posibilidad de ser los artesanos de nosotros mismos y lo ha hecho con un margen de libertad tan grande que incluso nos concede la posibilidad de rebelarnos contra Él.

Estamos a la vez fuera y dentro de nosotros mismos en tanto que para hacernos hemos de elevarnos a nosotros mismos por encima de nosotros mismos. ¿Cómo no admirarse de que ni yo mismo se capte por completo a sí mismo?

Cada vez veo más claro que el principal fin de la educación, especialmente en estos tiempos, que se quieren poshumanistas, es mantener viva esa admiración.

Hoy en pedagogía se habla mucho de lo que se ha dado en llamar “mentalidad de crecimiento”, que sería la capacidad para afrontar de manera optimista los desafíos, con la convicción de que la confianza en nuestras capacidades nos permite reforzar estas mismas capacidades. La consideración de nuestra dignidad va mucho más allá de la llamada “mentalidad de crecimiento”, porque apunta a la trascendencia.

No somos objetos dignos; somos sujetos que tienen la posibilidad de dignificar su dignidad ontológica mediante su dignidad moral. Somos sujetos tan singulares que cada uno es para sí mismo lo más real del mundo y, sin embargo, nuestra realidad no puede ser definida con objetividad científica.

Observemos que la exigencia de probidad nos fuerza a admitir que, siendo, sin duda, parte del Todo, no somos objetos del Todo. Como no cabemos en una definición, no cabemos tampoco en los criterios científicos con los que se ordena el Todo. Sin embargo, si excluyéramos del Todo la especificidad admirable de lo que somos, el Todo no estaría completo. No sería el Todo.

El Todo, por tanto, se nos presenta como escindido en dos partes que, siendo partes del Todo, no acaban de encajar entre sí. Así, por ejemplo, en el dominio de la física nos preguntamos por causas; en el de las cosas humanas, por motivos. Los motivos no son causas de otro tipo, sino impulsos a los que les cuesta cumplir las exigencias de la racionalidad.

Si, por una parte, la unidad del Todo que postula la ciencia no puede ser justificada por un saber sobre el Todo (una mathesis universalis) y, por otra, el Todo no está completo si excluye las cosas humanas, tenemos que deducir que la ciencia no puede satisfacer nuestra necesidad de encontrar nuestro lugar en el mundo. Para esto último necesitamos un saber que respete la especificidad de lo humano.

“Somos como enanos a hombros de gigantes”, dijo Bernardo de Chartres. “Si podemos ver más cosas que ellos no se debe a la agudeza de nuestra vista, sino a su altura”. Esta imagen ha atravesado los siglos. Fue utilizada por Stephen Hawking en un libro titulado precisamente A hombros de gigantes, con el objeto de mostrar que la ciencia contemporánea necesita la acumulación histórica de conocimiento para llegar hasta la altura del presente. Einstein se apoya en Newton, y éste en Kepler, y éste en Galileo, y éste en Copérnico… etc. En ciencia y en tecnología el presente es la superación del pasado. Sin embargo, en las cosas humanas lo pasado no está superado solo por haber pasado. En caso contrario, todos seríamos mejores escritores que Cervantes, ya que escribimos después de él. La imagen acumulativa del saber científico no explica la vigencia de la Ilíada de Homero, del Banquete de Platón, de los endecasílabos de Andrés Fernández de Andrada o de los cuartetos de cuerda de Beethoven. En esta resistencia de las cosas humanas a dejarse explicar acumulativamente encontramos otro perfil de nuestra dignidad. Si un día nos encontramos con Sócrates en la calle, lo sensato no será subirse a sus hombros, sino sentarse a sus pies.

Y así llegamos a la Navidad, la fiesta de la singularidad humana. Comienza burocráticamente. Según Lucas, “José subió a la ciudad de David, que se llama Belén, a censar con María, que estaba comprometida con él y estaba encinta. Pero cuando ya llegaban, se completaron los días en que ella había de dar a luz, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió y lo puso en un pesebre, dado que no había para ellos ningún sitio en la katályma”. No está muy claro el significado de esta palabra, pero Lucas vuelve a utilizarla para nombrar el lugar donde Jesús celebró su última cena.

“Había unos pastores en aquella región que dormían al raso y hacían guardia por turnos durante la noche sobre su rebaño. Y de repente el ángel del Señor se les presentó y la gloria los envolvió de claridad, pero se asustaron con gran temor. El ángel les dijo: No temáis. Os anuncio una buena noticia, una gran alegría (…): os ha nacido hoy un salvador, el Mesías, el Señor, en la ciudad de David. (…) Encontraréis un niño, envuelto, en un pesebre. De repente (exaiphnês), se unió al ángel una multitud del ejército del cielo, que alababan a Dios y decían: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace”.

Aquí llegamos al núcleo de la dignidad humana, que es su apertura ante lo inesperado, al acontecimiento que excede a sus causas y nos ofrece, contra toda previsibilidad, la posibilidad de comenzar de nuevo como seres nuevos.

Un filósofo musulmán sostenía que el castigo del diablo es no poder repetir el instante. Cuando le llega el sonido de una bella melodía, quisiera detenerlo, apropiárselo y gozarlo sin descanso. Pero todas las cosas pasan y sólo Dios y el diablo permanecen. Dios vive en el instante eterno, mientras que el diablo está condenado a vivir en lo eternamente efímero, en lo inactual. El diablo ha sido condenado a enamorarse de las cosas que pasan y al verlas desvanecerse, se deshace en lágrimas. “¿Es posible –se preguntaba María Zambrano– enamorarse de las cosas que pasan, incluyéndonos a nosotros mismos, sin llorar por su desvanecimiento?” La respuesta es que sí. Basta con revivir la Navidad, que es la fiesta de la repetición de lo inesperado.

La vuelta de la Navidad con su radical novedad es la vuelta de la invitación, siempre nueva, a volver a nacer, que es el fundamento de la pedagogía y, en general, de una educación que se tome en serio al ser humano.

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