Hace prensa

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Hay una tradición benemérita en el columnismo según la cual el artículo con el que uno se estrena en un medio señero consiste en presentarse contando su relación con la cabecera que le acoge. Yo me voy a acoger a esa tradición, en parte porque me acojo a todas las tradiciones –no hay nada más subversivo hoy– y en parte porque me encanta el agradecimiento.

Y eso que, en puridad, no me estreno en Aceprensa. Tuve la satisfacción de escribir para esta casa un artículo largo sobre la obra de William Shakespeare, nada menos, donde me di el gusto de señalar el evidente catolicismo latente en las obras del Bardo, en la estela de san John Henry Newman, de Claire Asquith, condesa de Oxford, y de nuestro Joseph Pearce. Allí, sin embargo, no era el momento de ponerme a hablar de mí ni de contar mi experiencia personal con el medio.

Ahora sí. Aceprensa llegaba puntualmente a casa de mis padres y yo, que era un adolescente más inquieto que quieto, que tenía mucho interés por leer, pero que me paraba poco a hacerlo, descubrí enseguida el filón de esas hojas de colores. Traían espléndidas reseñas que te ofrecían, comprimido, el espíritu de un título o de una película. Y luego había artículos de análisis sobre temas de actualidad que no sólo te ponían al día, sino que te revelaban los entresijos de la cuestión con una visión coherente de fondo. Desde muy pronto vi la extraordinaria rentabilidad de su lectura.

Que tenía que ser muy evidente, porque tampoco era yo un muchacho extraordinariamente despierto. En ese hábito fui creciendo, pues Aceprensa estaba en mi colegio (en la sala de espera y en la biblioteca), en mi colegio mayor, en la universidad…

La cultura y la visión del mundo nos la hacemos entre todos o, mejor dicho, entre muchos, que “todos” es excesivo, y suele resultar contraproducente. La vida es breve, el arte es largo y las polémicas son anchas, así que, o alguien nos ayuda a orientarnos en el laberinto o estamos perdidos. Si Dante, siendo Dante, necesitó a Virgilio de maestro, de guía y hasta de padre, imaginemos los demás mortales. En Aceprensa, personas que llevan su vida entera estudiando algunos asuntos, se esfuerzan por explicárnoslos a fondo en un texto de dos o tres folios.

No llevo una cuenta exacta, pero yo debo leer algo más de cien libros al año. Un año sí llevé la cuenta, pero caí víctima de lo que los científicos llaman “el efecto del observador”. Sabiéndome agarrado a una tabla de Excel, aceleré mis lecturas y escogí libros brevísimos para batir un récord. Lo batí, sin duda, pero no me aclaré con el número exacto de libros que leo de media en los años corrientes. Pongamos cien, descontando relecturas. Bien. Pues mi biblioteca tiene siete mil libros. O sea, que necesitaría 70 años para leerla entera, sin contar con las relecturas imprescindibles ni con las inevitables nuevas compras ni con los libros que saco de la biblioteca pública. Las relecturas no serían tantas, además, porque hay mucho libro que no he leído aún. Mi hija preadolescente, cuando ha descubierto que no los he leído todos, anda un poco decepcionada. Le he buscado una entrevista de Umberto Eco en la que defiende que hay que tener libros en casa, aunque no se lean, pero Eco no le ha impresionado nada.

Mientras soluciono esta crisis reputacional con mi hija, recapacito. No da la vida ni para leer todo lo que en su día quisimos leer hasta el extremo incluso de comprárnoslo, con más fe que el Alcoyano. Calculemos ahora el tiempo que nos falta para tener una idea de esos libros interesantes o importantes que se publican y a los que no llegamos ni de oídas. Es imposible. Pero antes que nos venza la angustia, hace su aparición Aceprensa.

Escoge qué libros tienen suficiente importancia como para hablar de ellos, de modo que ya hay una criba importantísima, y luego, de los que sí merece la pena hablar o avisar o advertir o analizarlos, nos ofrece sus claves, que pueden bastarnos o que, en algunos casos, nos dirigirán a las librerías con conocimiento de causa. Es una labor primordial de honda caridad cristiana. Dar de no leer al asfixiado y darle de leer al hambriento de verdad y de belleza. Yo, que llevo más de cuarenta años beneficiándome de ella, doy fe. La cultura general –como su nombre también indica– nos la forjamos entre todos.

Si esto lo he vivido con los libros, que son mi oficio y mi pasión, el agradecimiento hay que multiplicarlo por diez en el caso de la ciencia o de la geopolítica o de la economía, materias que me interesan muchísimo más de lo que mis conocimientos rudimentarios me permitan abarcar. Conocer el mundo que nos rodea es un trabajo en equipo.

Alguien puede objetar que esto, que es verdad, lo podemos encontrar en cualquier revista de divulgación o suplemento cultural. Ese alguien ha cogido mi idea, muchísimas gracias, pero quizá no he explicado bien el espíritu, perdón. Lo distintivo de Aceprensa es que aunaba entonces y ahora a muchas personas muy bien informadas de lo suyo y, además, con una visión previa del mundo, coherente y sosegada, que era entonces y es ahora la mía. Yo abro Aceprensa con una doble confianza: la de la solvencia profesional de sus textos y la de una visión católica compartida. Ambos extremos son requisitos para que una publicación resulte realmente formativa (para mí).

Jamás he caído en el espejismo de pensar que tenía más mérito leer un periódico o una revista laica o anticristiana, que una que asumía con naturalidad su cristianismo vivido. Tampoco he asumido que lo escrito por un ateo o agnóstico tenga más valor per se que lo escrito por un católico, como a veces parece por el eco pasmado que le damos. Tampoco me enorgullece más tener un buen lector ateo que tener uno santo, católico, apostólico y romano. Agradezco cada lector, cada cual con su importancia insuperable.

Como lo cortés, por tanto, no quita lo valiente, la existencia de Aceprensa no hace inútiles ni a las otras páginas de análisis ni a las revistas de divulgación ni a los suplementos culturales, compartan cosmovisión o no. Importan la profesionalidad, la honestidad, el rigor. Pero uno llega a ellos desde Aceprensa, que no por casualidad estaba en mi casa y en mi colegio menor y en el mayor. La casa es el lugar del que se sale, y es conveniente salir ya (in)formado.

Ya ven la deuda que tengo con Aceprensa. A veces, juguetón como es uno con las palabras, imaginaba que su nombre era una referencia a que “hacía de prensa” para los jovenzuelos inquietos como yo, que teníamos poco tiempo para pasarnos, como mi abuelo, media mañana leyendo concienzudamente tres o cuatro periódicos.

Ahora que voy a escribir aquí varias veces al año, quiero que la responsabilidad no empañe mi felicidad ni mucho menos mi agradecimiento, pero sí que le dé poso. Aspiro a no defraudar desde mi posición de “Firma invitada” a esas personas de todas las edades y condiciones que vienen a Aceprensa a informarse y a formase. Pondrá “Firma invitada”, pero mi intención es que sea una “Forma invitada”. Trataré de proponerles a ustedes una luz nueva o una óptica renovada en cada ocasión. Tendrá que ser en alguna pequeña parcela de mi conocimiento o pasión, porque soy un minifundista. No pasa nada: para el resto del mundo, ya tenemos las firmas habituales, complementándonos unos a otros.

Perder la paz, lo último; pero perderle el paso a nuestro tiempo, tampoco. Aceprensa nos ayuda a llevarle el ritmo a esta época frenética, y nosotros, aquí, leyéndola tranquilamente, se lo agradecemos de corazón.

3 Comentarios

  1. Sólo quería comentar que su experiencia es clavada a la mía con Aceprensa y, gracias a mi universidad, tengo acceso a Aceprensa y lo utilizo como periodismo de cabecera. Enhorabuena una última vez por su «fichaje». Espero grandes escritos de usted.

  2. Enhorabuena a Aceprensa por fichar a semejante escritor y comunicador como es usted. Desde mi humilde y parco intelecto le estoy muy agradecido a mi padre por suscribirse a aquellos dípticos (incluso a veces ilusionantes trípticos) de colores que significaban y significan pequeñas perlas de sentido común y que aportan tantísimo criterio a lectores ávidos como yo.

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