Los que tenemos a Jesucristo como modelo de vida no dejamos de sorprendemos por algunos de los pasajes de su vida. Entre ellos es bastante chocante aquel en el que nuestro maestro, pertrechado con un látigo, expulsó a los mercaderes del templo. El Señor del perdón y de la misericordia se deja llevar por una santa ira denunciando un sacrilegio. Y esa escena nos debe llevar a concluir que en algunas ocasiones la indignación y el enfado pueden estar justificados. Pensemos en los miles de personas que, desde el más absoluto cabreo, han denunciado situaciones en las que los débiles y los pobres eran pisoteados por los privilegiados.
¿Debemos denunciar el uso indiscriminado de la violencia? Por supuesto que sí, pero no perdamos la perspectiva de que, a veces, es necesario enseñar los dientes y mostrar cierta firmeza y contundencia. Pienso, entre muchos otros ejemplos, en las situaciones que nos ha tocado vivir a muchos sanitarios durante las mañanas de atención de urgencias y las noches de guardia. Algunos creen que el atacar e infundir miedo al personal es la única manera de que a uno le hagan caso y pueda conseguir lo que quiere. No es nada raro, por desgracia, que aquellos que trabajamos en hospitales tengamos que llamar al personal de seguridad para que nos ayuden y nos protejan. Las democracias modernas han aceptado que las fuerzas del orden público tienen el derecho, y a veces el deber, de recurrir a la fuerza para defender a la ciudadanía. Si no fuera así el mundo sería un caos. Todas las medidas que van encaminadas a minar y reducir dicha posibilidad, por excepcional que sea, lo único que hacen es aumentar la tremenda crisis de autoridad en la que estamos imbuidos.
Un mundo en el que las normas se puedan saltar sin que nadie pague las consecuencias es un mundo abocado a la ruina. Un país sin fuerzas armadas profesionales es un país que no podrá vivir nunca en paz. La libertad del hombre lo exige. Si estamos capacitados para hacer el mal, entonces debemos de ser responsables para asumir las consecuencias de nuestras acciones. La historia nos demuestra que el ser humano está obligado a enfrentarse a todo tipo de situaciones hostiles y desagradables, difíciles de asumir. Y no olvidemos tampoco, seamos maduros al hacerlo, de que la mayoría de estas dificultades nacen de lo más íntimo de nuestro corazón, es decir, tienen su origen en nuestras ambivalencias y contradicciones.
Todas estas ideas me vienen a la cabeza mientras visualizo las imágenes de una turbamulta envalentonada de ciudadanos exaltados que insultan, golpean y agreden al presidente del Gobierno, al de la Generalitat valenciana y a los Reyes de España por la pésima gestión de la tragedia de Valencia. ¿Tienen razón? ¿Está su ira justificada? Es posible que sí, pero ¿son los responsables públicos los culpables de los efectos de la DANA? Me temo que, en esta ocasión, como en tantas otras, nos pasamos de frenada. Es propio del pensamiento paranoide victimizar al que sufre e inventar responsables. Si yo sufro una calamidad, entonces alguien debe de pagar las consecuencias de la misma. Alguien debe de dar la cara. Y cuando la da en vez de sentirme confortado y aliviado parece que tengo el derecho de rechazarla con vehemencia. Coincido con muchas personas que la actitud del Rey ha sido ejemplar, pues no ha perdido la compostura ni su apuesta decidida por salvaguardar la figura que representa en ningún momento y también ha sido digna de admiración el comportamiento de la Reina, pidiendo perdón entre lágrimas a una de las víctimas de la riada.
Y es aquí donde, al menos para mí, reside la enseñanza de la terrible escena. La ira y la indignación pueden estar justificadas en algunas ocasiones. A veces debemos actuar con violencia para repeler el ataque del malvado y del cruel pero no olvidemos que ese uso de la fuerza es tan excepcional como anecdótico. En la mayoría de los casos la exaltación del ánimo, las palabras gruesas y los insultos indiscrimados sobran. Nuestra parte animal (e irracional) a veces nos pide que la liemos parda. Determinadas patologías psiquiátricas, como el consumo adictivo de sustancias y determinados trastornos de personalidad, se asocian a un elevado nivel de irritabilidad e impulsividad.
La violencia que se esconde en el efecto masa siempre ha sido bastante atractiva para la humanidad. Solo hay que ver como se comportan algunas de las personas que van a disfrutar del fútbol o que acuden a una manifestación para reivindicar un determinado derecho. ¡Qué fácil es encender la mecha de la indignación en ese tipo de situaciones! Qué responsabilidad tienen aquellos influencers y creadores de opinión que menean e incitan a la agresividad física y verbal desde la trinchera anónima de las redes sociales. Nunca fue tan fácil como en nuestros tiempos señalar un culpable y lanzar a las hordas violentas contra él.
No caigamos en esa provocación. Mantengámonos firmes defendiendo aquello que nos hace personas libres y razonables. Es propio de personalidades débiles e inmaduras apuntarse a un determinado grupo que les diga como deben pensar y comportarse. Es señal de tener una mala salud mental no ser capaz de dominarse. Decía el pensador chino Lao Tse: “Quien vence a los demás es fuerte, pero quien se vence a sí mismo es poderoso”. El que se refugia en la violencia pierde su humanidad y permite que sean otros los que le controlen y teledirijan. El siglo XX nos ha mostrado como nunca las terribles consecuencias del totalitarismo. Contemplar esas imágenes en blanco y negro en las que las masas enfervorecidas prometían lealtad eterna a tiranos de la talla de Hitler y Stalin deberían de seguir haciéndonos pensar.
Si queremos gozar de la paz no alimentemos la guerra.
Veo con mis hijos una película infantil llamada Bichos en la que una mosca se pelea con otra y dice algo así como: “Mira, sólo tengo 24 horas de vida y no pienso malgastarlas discutiendo.” La vida es breve, dediquémonos a disfrutarla. No dediquemos nuestro tiempo a alimentar estériles polémicas. Ninguneemos a nuestros haters. Sigamos el ejemplo del Rey y la Reina. No perder la compostura. No liarla por tonterías. No entrar al trapo de la provocación.
Ya verán ustedes la paz interior que todo esto les genera.