Conversaciones interminables

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Hasta hace nada, la etiqueta «conservador», que yo he defendido como una bandera, era una causa maldita y –para tantos aún peor– anticuada. Mariano Rajoy, en el congreso de refundación del PP del 2008 en Valencia, pidió a los conservadores que se largasen de su partido y fundasen, si acaso, uno propio. Por el otro lado, y especialmente en el campo de la cultura, se acusaba al conservador de quedarse a medias. Lo atractivo era ser reaccionario, ya puestos a no ser progresista, o sea, de perdidos al río. Se resistían Gregorio Luri, como un baluarte, que publicó La imaginación conservadora (2019), y don José Jiménez Lozano, que, aunque refugiándose en el inglés y en la paradoja, se definía temerariamente como «un tranquilo tory anarquista». De la noche a la mañana, todo esto ha cambiado y ahora no sólo salen conservadores de debajo de las piedras nacionales e internacionales, sino que unos y otros se niegan mutuamente la condición de tales.

Quise traer un poco de paz a esta inesperada algarabía, recordando a los maestros, que siempre aportan mesura. No hay una ortodoxia conservadora, aunque algunos conservadores queremos conservar también la ortodoxia católica, que es otra cosa. Lo dijeron Edmund Burke, Michael Oakeshott, Peter Viereck, João Pereira Coutinho, Josep Pla, Russell Kirk, Olavo de Carvalho…, cada uno con su acento y su entonación: el conservadurismo es un instinto o un sentimiento que cree que conviene resistirse a la revolución y sostener las vigas maestras de la civilización grecojudeocristiana. Hay cosas que deben ser defendidas, porque destruir es muy fácil, pero construir requiere tiempo, esfuerzo y talento. En cuanto tal, el conservadurismo no admite ortodoxia, sino gradación.

Y discusión. Hay muchísimo que sopesar, porque la gran cuestión hamletiana (ser o no ser) del conservadurismo, como señalaba Paul Valéry, es qué conservar y qué no. Todo no se puede, so pena de conversión en estatua de sal. Entonces, ¿qué cosas hay que desechar ipso facto, y cuáles, aunque sería bonito conservarlas, no son una prioridad? Mi admirado Carlos Esteban añade otro vector, al definir al reaccionario como «aquel conservador que quiere conservar incluso aquello que se ha perdido». Qué concepto tan hermoso, aunque traiga redobladas inquietudes (imprescindibles) a la sobremesa.

El resultado de mi conservadora defensa del conservadurismo apacible ha sido, sin embargo, el surgimiento de nuevas discusiones enconadas. Porque hay conservadurismos ferozmente contrapuestos entre sí. Me pusieron el ejemplo de los que creen que hay que resguardar la libertad de pensamiento y de expresión, que no admitirán como conservadores a los que, en nombre de una regeneración nacional, acarician la limitación de tales o cuales tendencias políticas o intelectuales… Y viceversa. Según ponga uno el acento, llega a veces a amenazar la existencia de las cosas que interesan más a otros conservadores.

Aunque el reparo destrozaba la línea de flotación de mi argumento y hundía mi sosegada oferta del conservadurismo para todos, tenía que reconocer que no faltaba razón a mis contradictores. No quedaba sino pensar más y mejor.

Y pensar —siempre que se hace un poder— merece la pena. Hasta entonces yo había asumido que el buen humor de los conservadores era un subproducto. Que se debía, más que nada, al hecho de que estamos convencidos de que hay cosas valiosas y defendibles en la vida presente. Partimos de una instalación que arroja un saldo positivo.

Ahora he visto que el buen humor es muchísimo más importante que una satisfacción básica. Se alza a razón de ser constitutiva, requisito sine qua non, última frontera del conservadurismo practicable. Y que el gusto por las formas civilizadas no es esnobismo ni inercia por los usos y costumbres, sino el método para salvar tantas contradicciones internas sin dejar de defender la convivencia. La carcajada es un carcaj. Cuando se cruza la línea de la confrontación, por falta de ironía y de tolerancia, ya no se es conservador, salvo que se haga por causa mayor, para defender los derechos naturales o la decencia básica, que entonces sí y sin melindres.

Pero en líneas generales y en áreas amplísimas, la querencia conservadora por las cortes tradicionales o por el parlamentarismo toca un tema capital. Cuando se pierde la gradación, llegamos a la degradación. Las formas son el fondo o casi: lo amparan. No hay nada más profundo (para el conservadurismo en general) que la piel. Luego, cada conservadurismo particular tendrá, claro está, su corazoncito.

Muy pocos asuntos compensan que se pierda la amistad. Así que cuando sir Roger Scruton sostenía que el conservador es el conversador, no estaba adornándose con un flemático juego de palabras muy British. Confiaba en que nosotros ya (nos) entenderíamos.

Allí ya se encontraba de mucho antes su paisano Chesterton, que mostró toda su vida un gusto extraordinario por las discusiones interminables sin rupturas personales. «Tal vez la principal objeción a una pelea es que interrumpe una discusión», observaba; al tiempo que celebraba que con su hermano Cecil no dejó de discutir jamás en la vida, semanas enteras de debate, que se volvieron años, que se acabaron contando por decenios. Pero no se pelearon ni un día. Tras ese entrenamiento en casa, luego, mirando a la sociedad de su tiempo, lamentaba: «Si se intenta una discusión actual en un medio moderno con rivales políticos, se encuentra uno con que no existe término medio entre la violencia y la evasión». Ni siquiera un duelo, como el proyectado en la novela La esfera y la cruz (1909), por muy encarnizado que se prevea, ha de impedir la respetuosa conversación.

Cuánto les habría gustado a ambos ingleses la postura que defendió Julián Marías: la concordia sin acuerdo. Lo hizo justamente en su Tratado sobre la convivencia (2000). Según Marías, el desacuerdo suele ser inevitable, pero será salutífero siempre que se fundamente en el escrupuloso respeto a los hechos. Ese acuerdo de mínimos asentado en la realidad permite que no se pierda, entre quienes discuten, la concordia más elemental en las discusiones más complejas.

Lo cual me conduce, llevado de la mano delicada de la lógica, a descubrir la coherencia de otro denominador común: la importancia de la comunidad. Justamente es lo que no se debe quebrar, ni entre los muertos, los vivos y los que vendrán, ni entre los contrapuestos coetáneos.

Antonio Machado, entre sus muchas virtudes, no contaba con la de ser un conservador. Por eso pudo escribir esta soleá de un progresismo casi utópico: «¿Tu verdad? No, la verdad,/ y ven conmigo a buscarla./ La tuya guárdatela». Es el comienzo perfecto de una ruptura. Alguien más conservador habría escrito: «¿Tu verdad? Sí, y mi verdad:/ si se la busca de veras/ la de nadie está de más».

Los muy diversos conservadurismos, desde los más estéticos a los más metafísicos, pasando, ay, por los más monetizados, pueden arbitrarse y, si no pueden, sí pueden discutir entre ellos con puyas y con epigramas hasta el fin de los tiempos. Donde no sobreviviría ninguno es si se trata de imponer una verdad única, aunque sea la propia. Cuando la ironía es prohibida, cuando las ideologías exigen la adhesión unánime y cuando el humor se cambia por el malhumor, el conservadurismo salta por la ventana. Qué remedio, si uno no se toma entero ni a sí mismo.

Oakeshott, ese conservador certificado, estaba convencido de que la principal ventaja de la educación era poder llegar a conversar con uno mismo, tal y como había respondido el filósofo Antístenes al ser preguntado por el cometido de la filosofía. Empezar por conversar con los demás es una estupenda ayuda para alcanzar esa cúspide de divertida polémica interior.

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