Los resultados de las recientes elecciones en Cataluña son un mensaje, en principio, alentador de cara a un futuro de más serenidad, más estabilidad y mejor convivencia en una comunidad autónoma que siempre ha sido y será decisiva para el progreso de España. Digo en principio porque no será sencillo trasladar esos resultados a la constitución de un Gobierno de apoyo mayoritario y porque, considerando otras circunstancias de la política española, se puede aún desaprovechar la oportunidad que esos datos ofrecen.
En una primera impresión, la victoria contundente de un candidato como Salvador Illa, que había basado su campaña en la propuesta de dejar atrás el procés, y el ascenso de las dos principales fuerzas constitucionalistas españolas –el fuerte incremento de escaños del PP, junto al triunfo del PSC–, unido a la derrota de los partidos independentistas, que por primera vez no suman una mayoría para controlar el Parlament, constituye un éxito de quienes defienden la normalización de Cataluña.
Si esa normalidad fuera ya dominante en el conjunto del país, no habría ninguna duda a estas alturas de que Illa sería el próximo presidente de la Generalitat y de que contaría con el apoyo de un nutrido grupo de diputados que priorizan la unidad de España sobre cualquier discrepancia ideológica. Si esa normalidad fuera dominante en el conjunto del país, PSC y el Partido Popular estarían hoy negociando las condiciones para un pacto parlamentario en Cataluña y Vox habría ofrecido ya su abstención para que el acuerdo entre esos dos partidos no pudiera ser obstaculizado desde el frente nacionalista.
Sin embargo, desafortunadamente, la política española no transcurre desde hace tiempo por la senda de la normalidad y el pacto, sino por la de la división y el enfrentamiento. Estas elecciones en Cataluña están precedidas del anuncio por parte del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, del levantamiento de un muro con el que separar a PP y Vox de la gobernabilidad del país. Antes aún, existió en esa comunidad autónoma un acuerdo firmado por los socialistas para excluir a los populares de cualquier tipo de negociación política.
El PP podría ahora olvidar esos antecedentes, actuar con grandeza y ofrecer su apoyo a Illa a cambio de nada. En realidad, no a cambio de nada, sino a cambio de garantizar que Cataluña quede en las mejores manos posibles actualmente. Pero el PP no lo ha hecho ni lo hará porque sabe que, con ese paso, sería fuertemente castigado por sus votantes, como previsible consecuencia de la sociedad enormemente polarizada en la que hoy vivimos.
Aunque esa polarización es un fenómeno universal, en cada país se puede explicar además por circunstancias particulares. En el caso de España, la ruptura del espíritu de la Transición desde, aproximadamente, la segunda década de este siglo, el surgimiento de opciones políticas extremas –primero a la izquierda y después a la derecha– y la radicalización del Partido Socialista, como respuesta al avance de Podemos y al conflicto vivido en su interior, contribuyeron decisivamente a la crispación del ambiente político y al deterioro de la convivencia.
En los últimos años se vota más contra alguien que a favor de alguien. Surten más efecto electoral los mensajes de odio al rival que los proyectos para construir un futuro. Las campañas se basan en alertar del peligro que supondría una victoria del contrario, más que en destacar los beneficios de un triunfo de los nuestros.
En esas circunstancias, es muy difícil conseguir después de las elecciones pactos verdaderamente productivos. Nos hemos encontrado ya en varias ocasiones –y podemos volver a encontrarnos en Cataluña– con la necesidad de repetir las elecciones ante el bloqueo existente. Cuando ha habido pactos, como el del primer Gobierno de Sánchez, fue con una fuerza extremista que contribuyó a desnaturalizar la política socialista tradicional y a agudizar las tensiones en la sociedad. Y el colmo del fracaso de nuestro sistema político fue el pacto que dio lugar al Gobierno actual, donde hubo que agrupar a fuerzas con intereses absolutamente dispares para dar lugar a una legislatura inmanejable que ha sido hasta ahora incapaz de producir más leyes que la de la amnistía.
En ese último pacto está, precisamente, una de las razones por las que hoy se complica la solución política en Cataluña, puesto que Carles Puigdemont ejerce sobre el Gobierno español una capacidad de presión muy superior a la que merece por su respaldo electoral en la circunscripción en la que compite.
Todo esto ocurre por lo que apuntábamos antes, por la absoluta incomunicación entre PSOE y PP, por la completa incapacidad de ambos partidos de actuar a favor de los intereses nacionales. El mismo escenario favorable que resultó de las elecciones del 12 de mayo en Cataluña –una mayoría constitucionalista–, había surgido en el conjunto de España de las elecciones del 23 de julio de 2023 –en esta fecha, con una ventaja de los partidos defensores del sistema aún más clara–.
En el caso español, esa oportunidad se dejó pasar. Sin duda, por culpa, en primer lugar, de Sánchez, quien desde la misma noche electoral había descartado al PP y había decidido unir, con su famoso “somos más”, a la excéntrica mayoría parlamentaria de la que nació este Gobierno.
En el caso catalán, aún hay tiempo de remediarlo, bien por un arrebato de sentido común por parte de ERC o bien por un impensable ataque de patriotismo que siente a la mesa a socialistas y populares. Tal vez no ocurra ni lo uno ni lo otro y estas elecciones sólo nos lleven a prolongar el periodo de inestabilidad en Cataluña y en España. El escenario de elecciones en ambos territorios no es en absoluto descartable.
Y así podemos seguir dando tumbos varias décadas más, lastrando la prosperidad del país, la convivencia entre los españoles, hasta que algún día nos demos cuenta de lo que los ciudadanos reclaman cada vez que van a las urnas: una política moderada, un Gobierno centrista y acuerdos entre los grandes partidos en todo aquello que atañe a los pilares del Estado. Es decir, un país democrático moderno.
Un comentario
1) El PSC es votado por independentistas. Más o menos la mitad de sus votantes. 2) El apoyo del PP a Colboni a la alcaldía de Barcelona fue casi gratis. Lo de la generosidad…